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Jaime Muñoz Vargas
Licenciado en Ciencias de la Información y
candidato a maestro en Historia. Investigador en el Archivo Juan Agustín
de Espinoza, sj, y coordinador del Taller Literario de la UIA Torreón.
Ha publicado entre otros, El
augurio de la lumbre, Pálpito de la sierra Tarahumara y El
principio del terror; recientemente obtuvo el premio nacional
de novela “Jorge Ibargüengoitia” con Fervor
de Santa Teresa.
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Parece pose, pero debo confesar de entrada que
la canción norteña es de mis favoritas y sólo es superada entre mis
apetitos auditivos por la milonga argentina, aunque curiosamente ambas
se parezcan o en el fondo sean lo mismo: manifestación de las pulsiones
vitales, sobre todo las amorosas, inscritas en el entorno de la
ruralidad. No soy melómano, pero con el tiempo he logrado reunir una
decorosa colección de casetes; de ese corpus documental una buena
cantidad corresponde al apartado música
norteña, género al que no puedo renunciar tan fácilmente
aunque cada vez lo escuche menos. Ni la cumbia ni el mariachi me
seducen, pero el sonido de un acordeón, un tololoche y un bajo sexto me
producen un placer rayano en el éxtasis. No se piense, sin embargo, que
cualquier grupo norteño alcanza a mi juicio aquella bárbara
sublimidad. Para que esas canciones logren imponerse en la amplísima
zona barriobajera de mi alma es necesario que los intérpretes trabajen
con un estilo rupestre, rústico, que la técnica o el márqueting no
hayan sofocado esa llama de simplicidad que arde en el pecho de todo músico
callejero. Esa combustión de rancho, seca y espinosa como fogata con
mezquite del desierto, es la que llameaba en el primer Lalo Mora de Los
Invasores, es la que siempre crepitó en Los cadetes de Linares, en
Carlos y José, en el inefable Juan Salazar y, por supuesto, en Los Relámpagos
del Norte del mago Ramón Ayala y su primera pareja: Cornelio,
Corneliazo Reyna.
A ese mundo del
cantante norteño que de cantina en cantina nos ofrece su tonada ya le
hacía falta un novelista. El hueco lo llenó Luis Humberto Crosthwaite
(Tijuana, 1962) con Idos
de la mente,* obra que radiografía con espléndido humor la
vida y la obra, el nacimiento, el esplendor y la decadencia de Cornelio
y Ramón, nada más ni nada menos que los Relámpagos de Agosto. Gracias
a Idos de la mente, pues, el pintoresco universo de la música
engendrada por el norte mexicano ya tiene su primera aproximación
literaria. Y vaya divertida aproximación. Los lectores asistimos a un
banquete de la ironía, pero también de la veneración, en una novela
construida con recursos misceláneos, poliédrica, multirreferencial,
compleja dentro de la aparente simplicidad de su tema. Hay allí un
manejo magistral del diálogo, de la entrevista periodística como
estrategia literaria, de la gacetilla publicitaria, del flashback,
de la narración en tercera persona con un tono burlonamente poético,
todo ello vertebrado por el afán de crear la primera épica del canto
norteño.
Luis Humberto Crosthwaite, el rapsoda de las aventuras
emprendidas por Cornelio y Ramón, ha publicado, entre otros, Mujeres
con traje de baño caminan solas por las playas de su llanto (1991),
No
quiero escribir, no quiero (1993) y Estrella
de la calle sexta (2000). Ahora, con Idos de la mente (2001),
Crosthwaite reafirma su peculiaridad como narrador y refresca una vez más
el trillado camino descrito por la narrativa mexicana actual,
acostumbrada en los últimos años a ponerse demasiado cejijunta y
olvidar el tono que diestramente manejó el maese
Jorge Ibargüengoitia: un tono que pendula entre lo cómico y lo patético,
entre lo risible y lo desgarrador. Ya desde el subtítulo de Idos de la mente se nota el
guiño que subyace en esta novela escrita de burlas y veras, como decía
Reyes (Alfonso, no Gerardo, el que se quitaba la camisa por un buen
amigo y que hoy vive millonario y mañana mendigo). Así, la novela
lleva un apellido zumbón donde se esconde la oscilancia entre lo
sublime y lo ridículo: La
increíble y (a veces) triste historia de Ramón y Cornelio.
Tal pespunteo sublime/ridículo convierte al relato en una pieza maestra
de la literatura mexicana de reciente promoción, pues pone de relieve
que en una buena novela el qué es menos importante que el cómo. Para
el caso, Crosthwaite hace alarde de recursos y logra una historia cuyo
magnetismo impide la huida del lector. A diferencia de otros autores que
siguen escribiendo incluso cuando el lector ya se fue, la prosa económica
de Crosthwaite permite avanzar a salto de mata, sin contratiempos ni
puntos muertos. Hay tal agilidad en el discurso, que cuando menos lo
esperamos, ya arribamos a las páginas finales.
Uno de los rasgos que más llaman la atención en Idos
de la mente también está implícito en el subtítulo. La
novela está plagada, obvio, de referencias a la cultura popular, pero
el narrador deja marcas en el trayecto que nos permiten ver un juego con
alusiones literarias (digámoslo así) cultas. Así como el subtítulo
parafrasea el famoso cuento de García Márquez, aquel que trata de la cándida
chamaca prostituída por su abuela desalmada, todo el organismo de Idos...
está salpicado de alusiones a una literatura no precisamente
avulgarada. Este contraste entre literatura seria y literatura popular
es parte del ludismo que siempre ha caracterizado a la obra de Luis
Humberto Crosthwaite. Idos
de la mente (un verso real de Cornelio Reyna, que en paz
descanse y esperemos nunca se caiga de la nube donde anda), se codea con
una paráfrasis del premio Nobel colombiano. De igual manera, los que
pudieron ser Relámpagos del Norte son, para que el guiño culto no
decaiga, los ibargüengoitianos Relámpagos de Agosto; en el repertorio
del dueto podemos encontrar junto a “La cárcel de Cananea”, “Dos
amigos” y “La puerta negra”, temas un poquito menos sencillos como
el “Nocturno a Rosario”, la “Suave patria” y “Muerte sin
fin”. En este sentido, el pasaje más hermoso de la novela es aquel en
el que Cornelio se aproxima por primera vez a la intelectualizada
Carmela Rafael. No resisto la tentación de citar completo aquel
encuentro:
Ella está sentada en una banqueta, leyendo un
libro de poesía japonesa del siglo XV.
Viste ropa negra y botas militares. Cornelio se sienta en la acera de
enfrente y finge no mirarla.
La primera en hablar es Carmela Rafael. Lee en voz alta, muy alta: “Árbol
que es sombra/ de mi alegría rota/ crecen los bosques”.
Cornelio no entiende. Ella explica. Menciona algunos nombres de poetas
japoneses del siglo XV.
Sintiéndose un tanto ignorante, para no quedarse atrás, él responde
recitando unos versos de una de sus canciones más recientes:
“Chaparrita linda/ pienso regalarte/ unos jaboncitos de colores para
ti”.
La
novela —una especie de archipiélago narrativo— sólo en apariencia
está construida con base en la fragmentación de sus partes. Debajo de
los renglones fluye una historia apretada —la de los Relámpagos de
Agosto— que se integra en la cabeza del lector a medida que avanza el
relato. El ambiente en el que se mueven los guaripudos protagonistas es
configurado por segmentos, piezas de un mecano que se enlazan hábilmente
hasta lograr un perfil acabado del medio donde Cornelio y Ramón hacen
de las suyas. Aunque en algunas partes desaparezcan un poco los Relámpagos
de Agosto para ceder su lugar a los personajes de la farándula con los
que conviven (fans,
novias, promotores como Jimmy Vaquera, actrices como Sylvia Selene), en
el centro del relato siempre habitan el acordeonista y el bajosextista.
A propósito, uno de los personajes periféricos de mayor recordación
es el gandalla señor Velasco, y de seguro no es pura coincidencia su
afinidad con el locutor que torturó a todo México durante más de
veinte años con Aún
hay más.
En Idos
de la mente se viste de gala —para enunciarlo con su misma
retórica exquisita fallida— todo el camp
habido y por haber, entendido éste como kitsch
sofisticado, arte chido. Hay gusto camp
en las letras de las canciones, en las vestimentas, en los anhelos, en
los logros, en las amistades, en las novias, en los fracasos de estos ídolos.
Pero en descargo de ese camp
hay una sinceridad a prueba de balas: si por ejemplo Cornelio compone
“Chaparrita pelo chino”, una canción que desde el mismo título
exhibe su esencia camp,
lo hace porque no puede ocultar o disimular el afán descriptivo que se
le derrama de la imaginación. No dice pelo hirsuto
o ensortijado:
dice pelo
chino, como la gente de por acá.
De igual manera, en su visión
de la grandeza cantautoral palpitan los apetitos del pueblo que los
admira tanto. Cornelio y Ramón saben que cualquiera de los
destripaterrones que los oyen y los apapachan desearía pensar como
ellos, tener la oportunidad de codearse con la sacrosanta fama; eso es
parte de la mitología que acompaña el éxito de los artistas
populares:
Hace frío en la cumbre.
Mi público parece muy pequeño desde aquí.
Quisiera alcanzarlos.
Decirles que todavía estoy con ellos, que aún están en mi corazón.
Mucha soledad acá arriba.
Sé que algún día tendré que bajar.
O no.
Tal vez aquí permanezca durante el resto de la eternidad.
Como Infante, como Solís, como Negrete.
Ellos murieron solos e incomprendidos.
También estuvieron aquí, ocupando un lugar en la cumbre.
Ahora sólo poseo mi soledad y mis canciones.
Nada más puedo ofrecerle al mundo.
Novela atractiva y ágil, Idos de la mente. La
increíble y (a veces) triste historia de Cornelio y Ramón
nos depara un tránsito no tan imaginario y siempre inolvidable por los
recovecos de la música ubicua en los ámbitos del norte mexicano. En
esta edición (por cierto aderezada con estupendas viñetas de Ricardo
Peláez Goycochea), Luis Humberto Crosthwaite ha logrado convencernos de
una vez por todas que los escritores del norte tienen mucho qué contar
y otro tanto qué cantar. No por nada en Chihuahua, Monterrey, Tijuana,
Tampico y acaso en Torreón están brotando novelas como ésta, obras
que hunden su raíz en la fértil aridez de nuestras tierras y nos
entregan, ¿por qué no enunciarlo como canción norteña?, su sonrisa y
su llanto, su esencia de acordeón y bajo sexto, el huracanado y
relampagueante y rielero y cardenalicio y tucanesco poder del norte.
Torreón, 28, septiembre y 2002
*Idos
de la mente. La increíble y (a veces) triste historia de Cornelio y Ramón,
Joaquín Mortiz, México, 2002, 192 pp. |