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Imaginé que El Ropero funcionaba por el sistema de autoservicio. La
presencia de las meseras resultaría inoportuna para la intimidad que
requería la conversación entre parejas. En ese momento no aguanté la
curiosidad y jalé la puerta del imponente mueble colonial que se alzaba
ante mí: dos metros y medio de encino fuerte, oscurecido por el tiempo.
De una sobriedad monacal, me pareció uno de esos armarios de sacristía
en donde los curas preservan los ornamentos sagrados. Una garita. Una
especie de aduana para dar el visto bueno de los dioses a las almas
solitarias. Franquear sus puertas significaba la salvación. Mis
lucubraciones trataron de imaginar la historia de ese ropero.
Recordé otra afirmación de Valeria: “El diván del psicólogo
sustituyó al confesionario. Esa cafetería pretende hacer la
competencia a los discípulos de Freud.” Sus labios, al prolongarse en
el aire, eran la síntesis de los de Brigitte Bardot y Claudia
Cardinale, rodeados por una breve protuberancia que me recordaba la boca
de Scherezada al contar las historias del
Libro de las
mil
y
una noches. El calor me invadía al verla, luego de que se
iba con la misma sensualidad automotora de la Marilyn al subir al tren
en Una
Eva y dos adanes.
Jalé la puerta del ropero, pero
se resistió. En ese momento sonó un timbre y se prendió en el copete
del mueble un letrero que decía: “Espere instrucciones.”
La luz del sol no me alcanzaba, pero tantee que era cerca del mediodía.
Llegó una mesera y anunció a los esperantes que se habían ido
juntando: “En un momento más serviré café gratis, mientras adentro
se desocupa un lugar, aquí podrán charlar con alguien que los escuche.
Es posible que encuentren sólo a una persona libre, de su propio sexo,
dispuesta a oírles. Si no están conformes con eso pueden retirarse con
toda confianza. Igual si en cualquier momento de la conversación, ésta
no cumple sus expectativas”.
Había pasado apenas dos navidades
en feliz noviazgo. La siguiente esperaba compartirla con mi mujer. Pero
vino la de malas y aquí estoy, con ustedes, platicándoles mi caso.
Por insistencia de Luis, un famoso actor amigo de Valeria, fuimos a ver
una película basada en la vida de Marilyn Monroe, muerta no hacía
mucho. Los tres admirábamos a Norma Jean. Nos dolía que la ondulante
actriz escogiera la puerta falsa para resolver el problema de la
soledad.
Luego del suicidio de la Monroe,
Valeria me platicó, asustada, que Luis trató de seguir el camino de
Marilyn.
—Salió en la revista ¡Alarma!
¿No lo leíste? Venía una foto horrible con una leyenda al
pie: “Suicida frustrado. Un vómito le salvó la vida.” Lo llevé a
la Cruz Verde, cerca del Periférico. Estuve toda la noche en vela,
hasta que lo declararon fuera de peligro. |
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Por qué tanto interés por ese Luis —pensé—. Durante nuestra relación
muchas veces recaímos en el tema de los celos: “una pequeña dosis de
los mismos sirve para fortalecer el verdadero amor” fue la conclusión a
la que llegamos. Pero a Luis, desde que lo conocí, le agarré tirria. Era
tan untuoso su penetrante olor a lavanda, las atenciones que le prodigaba
a Valeria, las cenas acompañadas de vinos importados que pagaba con
propinas generosas en el Mesón del Cid o el Restaurante del Lago
despertaron el Otelo que todos llevamos dentro.
En una ocasión sentí que era excesivo el beso de despedida que dio a
Valeria, casi rozándole los labios.
La glorieta del Metro Insurgentes
no era, entonces, este resumidero de putas y travestis que es ahora. Cerca
de aquí se podía tomar una cerveza al aire libre y escuchar canciones de
la trova yucateca, sin que nadie molestara. Ahí fui con Valeria, luego de
ver en el cine Roble la película Jules
et Jim, que plantea la posibilidad de que una mujer pueda
convivir y amar a dos hombres a la vez. A Valeria no le repugnaba la idea.
Yo le repliqué casi a gritos:
—¿Entonces, te parecería natural que Luis y yo viviéramos juntos
contigo? —Me contestó que sí—. Entonces, ganó el hombre de las
cavernas impulsado por la pasión. Me levanté y le arrojé a la cara mi vaso de cerveza.
—¡Hijo de la chingada!, ¡brujo!—
explotó, y se largó, sin darme tiempo de alcanzarla y
buscar su perdón. El anaranjado color del Metro la devoró.
Esa noche no cerré los ojos, con el pensamiento clavado en Valeria. Mi
madre me comentó que le había
costado mucho trabajo hacer la cama.
—Sabes Horacio, parece que
anoche libraste la batalla del Marne, dejaste las sábanas y las cobijas
hechas bola. ¿Qué hiciste?
—Sí, una batalla que ganó el insomnio.
En el diván ya no quedaban
lugares, me cambié a una silla Malinche. Abstraído no observé que a mi
alrededor se iban formando parejas que conversaban en susurros. Algunos reían
sordamente. Debía estar cerca el crepúsculo. Un hombre sacó un pañuelo
del bolsillo del saco y lo prestó a una dama que le
había mojado de lágrimas las solapas. Dos sujetos sacaron un
tablero y emprendieron una partida de ajedrez. Debía ser tarde ya.
La mesera había entrado varias veces con un carrito de servicio y una
cafetera. Anunció que por una cortesía de la casa podían seguir tomando
el café que quisieran. Pensé que las conversaciones adentro del ropero
debían ser confesiones generales. No acababan nunca. Iría a ver a
Valeria y le pediría perdón, al mismo tiempo que le daba el solitario
que había visto con una refulgente mirada en la joyería de El Palacio de
Hierro. Otra vez recordé su voz:
—Si la Monroe hubiera sabido
entonces de la existencia de un sitio semejante a El Ropero en Beverly
Hills, tal vez un café, un pastelillo y una conversación la habrían
consolado. Aún estaría moviendo las caderas.
—Desconozco el índice de suicidios en el DF y Hollywood, pero
sospecho que ocurren más por allá —afirmó Luis—.
—Una psicóloga como tú, con
diván en Hollywood o Nueva York, salvaría muchas vidas. Por lo pronto
—le dije sin pensarlo— ya salvaste la mía.
Y era verdad, hasta conocer a Valeria no pude salir del laberinto de
soledades en que algunos jóvenes nos hundimos.
Abstraído en la ruptura con
Valeria, no me fijé que el lugar estaba repleto. Para entonces, en el
vestíbulo sobraba la gente. Se unieron parejas de ambos y el mismo sexo.
Algunos miraban impacientes la luz roja del ropero. Otros leían revistas
de años anteriores, como en las peluquerías y consultorios. Sumido en mí
mismo, igual que ahora, no me di cuenta de si alguna vez prendió la luz
verde que indicaba el paso libre hacia el interior del mueble que me iba
pareciendo una especie de muralla china.
Me vi solo, sin pareja. A poco, la muchacha que llevó las sillas
repartió volantes en los que se anunciaban descuentos hasta del cincuenta
por ciento en los árboles de la vida y el barro negro. Algunos
entusiastas adquirieron aquellas piezas de oportunidad. Otros, cansados de la espera, entusiasmados con su pareja ocasional, salieron en
busca de mayor comodidad que el diván y las sillas.
Cuando vi el reloj me encontré
otra vez solo. Era muy tarde y no quise pedir explicaciones respecto de la
permanente luz roja en el copete del mueble. Me imaginé que las puertas
del interior estaban tapiadas.
Salí y aproveché para comprar un pequeño y multicolor árbol de la
vida para regalárselo a Valeria por si la volvía a ver.
Ese árbol lo conservo. Lo puede
ver sobre una repisa, junto a un retrato mío y de ella con nuestros hijos
y nietos.
Luego de su muerte, me acordé de El Ropero. No pude encontrar la calle
de Helsinki en la Zona Rosa. Es posible que algún eje vial la haya
borrado de la Guía
Roji.
Ahí viene el Metro. Oiga, si es mi amigo no intente salvarme. Aseguran
que bajo esas ruedas ahuladas, la muerte es instantánea.
Torreón, octubre–noviembre de 2002. |