Glorieta Insurgentes

Fernando Martínez Sánchez
Escritor y periodista. Profesor de literatura en la UIA Torreón. Actual Director de la Casa de la Cultura y cronista de esta ciudad. Ha publicado Nada y ave, Suma presencia, Los pájaros del atardecer e Innovación y permanencia en la literatura coahuilense, entre otros. Algunos de sus textos han aparecido en la revista Fronteras y en el suplemento cultural de La Jornada.

“Nació cuando se conocieron.
Vivió en su primer beso.
Murió cuando se fue.”
Citado por G. Cabrera Infante en Cine o sardina

Hace algún tiempo operaba, en las calles de Helsinki, en la Zona Rosa, la cafetería El Ropero. Se llegaba a ella por un zaguán en el que vendían cerámica indígena: barro negro y árboles de la vida. Quienes no se interesaban por adornar su casa con los eternos misterios del barro, abordaban de inmediato —es difícil encontrar otro verbo— el sitio en el que pretendían navegar, con menos drama, por el mar de la soledad.
        Acudí ahí por el aviso de El Universal que me enseñó muy divertida Valeria. Me apresuré a llegar temprano, mucho antes del mediodía, pues imaginé que debería hacer una cola interminable para alcanzar lugar. Me desencanté un poco al hallarlo vacío, tal vez porque la publicidad consistía en un mínimo anuncio, o estaba mal redactado. O por la nota informando que a la entrada del café se podía comprar maravillosa artesanía mexicana. Qué sé yo. A mí, el anuncio buscado con afán luego de mi rompimiento con Valeria, me afectó al grado de impedirme conciliar el sueño: “Cafetería El Ropero. Gente solitaria ven a contar tus penas. Se te oirá. Sólo paga el consumo. El lugar más íntimo de la Zona Rosa, Helsinki 48”.
        —Nadie ama la soledad. Sólo los esquizofrénicos disociados de la vida real hallan consuelo en la catatonia—. Me dijo Valeria mientras saboreábamos el capuchino en el café del cine Las Américas. En ese momento no imaginé qué tan cerca estábamos de la separación.
        Pero esto no se los quiero platicar a ustedes, sino al interlocutor que me espera detrás de las puertas de El Ropero. No se ofendan. Tal vez sean de los pocos a quienes les siguen interesando las historias de amor. Pero, ¿saben?, me atrajo la idea de un armario cuyas puertas conducen a un espacio secreto donde alguien está dispuesto a escuchar. Como ustedes ahora.
        En el vestíbulo de El Ropero te acomodabas en un diván a la espera de los clientes que aceptaran ocuparlo, mientras los conversadores de adentro salían por una puerta trasera.
        Me desconsolé al encontrarme solo en el diván, pero una diligente muchacha, a poco de que llegué, no paró en colocar sillas Malinche junto a la pared de la recepción, como se estilaba antes en los thes danzantes o en las casas de farolito rojo afuera. Era improbable que yo fuera el único solitario del Distrito Federal.

                     

        Imaginé que El Ropero funcionaba por el sistema de autoservicio. La presencia de las meseras resultaría inoportuna para la intimidad que requería la conversación entre parejas. En ese momento no aguanté la curiosidad y jalé la puerta del imponente mueble colonial que se alzaba ante mí: dos metros y medio de encino fuerte, oscurecido por el tiempo. De una sobriedad monacal, me pareció uno de esos armarios de sacristía en donde los curas preservan los ornamentos sagrados. Una garita. Una especie de aduana para dar el visto bueno de los dioses a las almas solitarias. Franquear sus puertas significaba la salvación. Mis lucubraciones trataron de imaginar la historia de ese ropero.
        Recordé otra afirmación de Valeria: “El diván del psicólogo sustituyó al confesionario. Esa cafetería pretende hacer la competencia a los discípulos de Freud.” Sus labios, al prolongarse en el aire, eran la síntesis de los de Brigitte Bardot y Claudia Cardinale, rodeados por una breve protuberancia que me recordaba la boca de Scherezada al contar las historias del Libro de las mil y una noches. El calor me invadía al verla, luego de que se iba con la misma sensualidad automotora de la Marilyn al subir al tren en Una Eva y dos adanes.
        Jalé la puerta del ropero, pero se resistió. En ese momento sonó un timbre y se prendió en el copete del mueble un letrero que decía: “Espere instrucciones.”
        La luz del sol no me alcanzaba, pero tantee que era cerca del mediodía. Llegó una mesera y anunció a los esperantes que se habían ido juntando: “En un momento más serviré café gratis, mientras adentro se desocupa un lugar, aquí podrán charlar con alguien que los escuche. Es posible que encuentren sólo a una persona libre, de su propio sexo, dispuesta a oírles. Si no están conformes con eso pueden retirarse con toda confianza. Igual si en cualquier momento de la conversación, ésta no cumple sus expectativas”.
        Había pasado apenas dos navidades en feliz noviazgo. La siguiente esperaba compartirla con mi mujer. Pero vino la de malas y aquí estoy, con ustedes, platicándoles mi caso.
        Por insistencia de Luis, un famoso actor amigo de Valeria, fuimos a ver una película basada en la vida de Marilyn Monroe, muerta no hacía mucho. Los tres admirábamos a Norma Jean. Nos dolía que la ondulante actriz escogiera la puerta falsa para resolver el problema de la soledad.
        Luego del suicidio de la Monroe, Valeria me platicó, asustada, que Luis trató de seguir el camino de Marilyn.
        —Salió en la revista ¡Alarma! ¿No lo leíste? Venía una foto horrible con una leyenda al pie: “Suicida frustrado. Un vómito le salvó la vida.” Lo llevé a la Cruz Verde, cerca del Periférico. Estuve toda la noche en vela, hasta que lo declararon fuera de peligro.

        Por qué tanto interés por ese Luis —pensé—. Durante nuestra relación muchas veces recaímos en el tema de los celos: “una pequeña dosis de los mismos sirve para fortalecer el verdadero amor” fue la conclusión a la que llegamos. Pero a Luis, desde que lo conocí, le agarré tirria. Era tan untuoso su penetrante olor a lavanda, las atenciones que le prodigaba a Valeria, las cenas acompañadas de vinos importados que pagaba con propinas generosas en el Mesón del Cid o el Restaurante del Lago despertaron el Otelo que todos llevamos dentro.
        En una ocasión sentí que era excesivo el beso de despedida que dio a Valeria, casi rozándole los labios.
        La glorieta del Metro Insurgentes no era, entonces, este resumidero de putas y travestis que es ahora. Cerca de aquí se podía tomar una cerveza al aire libre y escuchar canciones de la trova yucateca, sin que nadie molestara. Ahí fui con Valeria, luego de ver en el cine Roble la película Jules et Jim, que plantea la posibilidad de que una mujer pueda convivir y amar a dos hombres a la vez. A Valeria no le repugnaba la idea. Yo le repliqué casi a gritos:
        —¿Entonces, te parecería natural que Luis y yo viviéramos juntos contigo? —Me contestó que sí—. Entonces, ganó el hombre de las cavernas impulsado por la pasión. Me levanté y le arrojé  a la cara mi vaso de cerveza.
        —¡Hijo de la chingada!, ¡brujo!— explotó, y se largó, sin darme tiempo de alcanzarla y  buscar su perdón. El anaranjado color del Metro la devoró.
        Esa noche no cerré los ojos, con el pensamiento clavado en Valeria. Mi madre me comentó que le  había costado mucho trabajo hacer la cama.
        —Sabes Horacio, parece que anoche libraste la batalla del Marne, dejaste las sábanas y las cobijas hechas bola. ¿Qué hiciste?
        —Sí, una batalla que ganó el insomnio.
        En el diván ya no quedaban lugares, me cambié a una silla Malinche. Abstraído no observé que a mi alrededor se iban formando parejas que conversaban en susurros. Algunos reían sordamente. Debía estar cerca el crepúsculo. Un hombre sacó un pañuelo del bolsillo del saco y lo prestó a una dama que le  había mojado de lágrimas las solapas. Dos sujetos sacaron un tablero y emprendieron una partida de ajedrez. Debía ser tarde ya.
        La mesera había entrado varias veces con un carrito de servicio y una cafetera. Anunció que por una cortesía de la casa podían seguir tomando el café que quisieran. Pensé que las conversaciones adentro del ropero debían ser confesiones generales. No acababan nunca. Iría a ver a Valeria y le pediría perdón, al mismo tiempo que le daba el solitario que había visto con una refulgente mirada en la joyería de El Palacio de Hierro. Otra vez recordé su voz:
        —Si la Monroe hubiera sabido entonces de la existencia de un sitio semejante a El Ropero en Beverly Hills, tal vez un café, un pastelillo y una conversación la habrían  consolado. Aún estaría moviendo las caderas.
        —Desconozco el índice de suicidios en el DF y Hollywood, pero sospecho que ocurren más por allá —afirmó Luis—.
        —Una psicóloga como tú, con diván en Hollywood o Nueva York, salvaría muchas vidas. Por lo pronto —le dije sin pensarlo— ya salvaste la mía.
        Y era verdad, hasta conocer a Valeria no pude salir del laberinto de soledades en que algunos jóvenes nos hundimos.
        Abstraído en la ruptura con Valeria, no me fijé que el lugar estaba repleto. Para entonces, en el vestíbulo sobraba la gente. Se unieron parejas de ambos y el mismo sexo. Algunos miraban impacientes la luz roja del ropero. Otros leían revistas de años anteriores, como en las peluquerías y consultorios. Sumido en mí mismo, igual que ahora, no me di cuenta de si alguna vez prendió la luz verde que indicaba el paso libre hacia el interior del mueble que me iba pareciendo una especie de muralla china.
        Me vi solo, sin pareja. A poco, la muchacha que llevó las sillas repartió volantes en los que se anunciaban descuentos hasta del cincuenta por ciento en los árboles de la vida y el barro negro. Algunos entusiastas adquirieron aquellas piezas de oportunidad. Otros, cansados de  la espera, entusiasmados con su pareja ocasional, salieron en busca de mayor comodidad que el diván y las sillas.
        Cuando vi el reloj me encontré otra vez solo. Era muy tarde y no quise pedir explicaciones respecto de la permanente luz roja en el copete del mueble. Me imaginé que las puertas del interior estaban tapiadas.
        Salí y aproveché para comprar un pequeño y multicolor árbol de la vida para regalárselo a Valeria por si la volvía a ver.
        Ese árbol lo conservo. Lo puede ver sobre una repisa, junto a un retrato mío y de ella con nuestros hijos y nietos.
        Luego de su muerte, me acordé de El Ropero. No pude encontrar la calle de Helsinki en la Zona Rosa. Es posible que algún eje vial la haya borrado de la Guía Roji.
        Ahí viene el Metro. Oiga, si es mi amigo no intente salvarme. Aseguran que bajo esas ruedas ahuladas, la muerte es instantánea.

Torreón, octubre–noviembre de 2002.