Alberto de la Fuente
Alumno de Ingeniería Industrial y miembro del taller literario de la UIA Torreón. Fotógrafo y profesor de esta disciplina en el ITESM, Campus Laguna.

“Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos
que la de mi muerte, si es que alguna vez
la muerte ha tenido alguna voz”.

Pedro Páramo
, Juan Rulfo.

Ese pueblo, Tezuitlán, está a un poco más de dos horas desde la capital, si es que se llega en auto; en camión son casi tres horas y media. Lo mejor de este viaje es la vegetación del camino que se cubre con un frío agazapado, donde cualquier intento de arroparse resulta poco útil. El frío domina en todas las estaciones del año. Los de allí saben que lo mejor para calentarse los huesos todo el día son los atoles. Por eso casi todos en Tezuitlán están gordos, y los que no, han de tener una lombriz o alguna enfermedad.
        Allí no hay días ni semanas. En Tezuitlán se respira como si fuera siempre domingo. Tampoco hay minutos ni horas, la gente se da cuenta de que algo pasa entre ellos sólo cuando alguien se muere, se zarandean y recuerdan que ese gusano llamado tiempo anda suelto y no pasa en vano. Los pasatiempos tampoco existen, sólo se vive o se desvive, lo único que tiene vida es la plaza de San Agustín, y sólo late como carnaval a eso del medio día. Los olores de la fonda del mercadito colorean el aire rasposo que baja del cerro amarillo. El gobierno nunca ha tomado en serio ese pueblo, nada se puede tomar con verdadero valor allá; lo único que los mantiene vivos es hablar sobre la muerte, parece que alguna vez, la mentada dama, llegó y se enamoró a manos grandes del sol que da por las mañanas, entonces, mudó definitivamente su residencia a Tezuitlán. Por eso lo más respetado es el camposanto del pueblo, acerca de él no se pueden hacer bromas, allí parece que la gente ni siquiera tiene sentido del humor.
        A diferencia de muchos otros pueblos de por allá, el camposanto está situado al final de la calle principal y, por cuestiones geográficas, coincide con la subida del cerro amarillo. Comentan que la tierra de ese lugar está muy cargada de vidas pasadas y, que por eso, el cementerio nunca está quieto, los muertitos viajan a placer por toda su tierra. Desde que yo me acuerdo, la encargada de los entierros había sido Socorrito. Ella y su esposo arreglaban y preparaban a los difuntos para su siguiente estancia. Tantas historias sobre muertos que contaba Socorrito y cómo le hacían caso cuando estaban tan fríos y tiesos.
        Ándele —les decía Socorrito a sus muertos— déjeme arreglarlo para que lo vean bonito sus familiares. Entonces el difuntito se soltaba y se dejaba arreglar mientras Socorrito le cantaba. Decía que le ayudaban a limpiar sus tumbas, porque cuando se ponía a limpiarlas, se cambiaba de tumba y la siguiente ya estaba limpia, de ahí que les tenía mucho cariño y respeto, además decía que los muertos se daban a querer.

 

 

        Don Felipe, que era su esposo, trabajaba en el camposanto desde pequeño, cuando su madre murió y su padre se lo trajo para limpiar de zacatillo todas las tumbas que lo necesitaran. Hasta que cumplió los diecisiete años, justo cuando se le murió su padre, fue cuando se rejuntó con Socorrito. Aquella mujer de piernas fuertes que vendía aguas frescas en la esquina de la iglesia, a un lado de la pulquería. En ese tiempo era mejor rejuntase que declararse ante el altar, porque el municipio cobraba impuestos muy altos. Don Felipe siempre esperó tener un hijo, pero después de varios años se dio cuenta que no se podía. Al principio dicen que se la pasaba enojado con todos y que no hablaba con nadie; después dijeron que lo habían visto con varias curanderas buscando remedios para el mal del niño, como le dicen en Tezuitlán. Doña Elvira contaba que una vez lo habían visto en el camposanto hacer rezos y conjuros junto con Socorrito, a eso de la media noche, pero doña Elvira nunca fue una mujer de fiar, para mí que lo único que le gustaba a doña Elvira era el cuchicheo, por eso nadie se sorprendía de lo que ella contaba.
        En cambio, Socorrito se la pasaba contando buenas historias, sobre todo a los niños de su cuadra, iban a su casa por las tardes, ella les daba atole y pan, siempre los trataba bien, como que para los niños tenía un cariño desbordando por las manos y sólo al estar cerca de ellos se aliviaba un poco. Los niños se la pasaban con el atole en el aire cuando ella hablaba de muertos y aparecidos. Una de las historias más famosas, era la del niño muerto que se había aparecido en el velorio de su mamá: contaba que cuando la estaban velando, uno de los familiares lo había reconocido.
        Socorrito siempre les decía a los niños que no le tuvieran miedo a los muertos, que ella todo el tiempo los veía y nunca le hacían nada; que al contrario, le ayudaban con su trabajo en el camposanto, y que si alguna vez veían uno, que no se asustaran ni nada, que sólo se fueran a sus casas y rezaran por esas almas sin paz. Socorrito era muy creyente y se le veía todos los domingos en la misa de siete, después de ahí se iba para llevarle el almuerzo a don Felipe, que ya estaba desde más temprano en el camposanto.
        Todavía me recuerdo clarito cuando don Felipe pasó a mejor vida, dicen que estaba muy aferrado a su trabajo y a Socorrito, porque tiempo después se le seguía viendo en sus quehaceres, hasta que le dedicaron sus misas para recordarle que ya estaba difunto. Así pasó igual con Socorrito y luego con doña Elvira y con tantos más. Así se pasa la vida en Tezuitlán: se respira despacio y se come sin hambre, se enemistan los vivos por la culpa de los muertos, se escuchan las voces que rondan las sepulturas, y casi siempre se tiene que recordar a los muertos, a quienes ya no pertenecen a este mundo.