Daniel Herrera
Egresado de la Licenciatura en Comunicación y miembro del taller literario de la UIA Torreón. Ha publicado en la antología Hoy no se fía.

“Le pedí que se apresurara y me golpeara,
hasta conseguí un palo, pero ella no lo tomó.”

La zonza canción de mi madre
, John Fante

Al principio sólo le dio un par de golpes, un par de bofetones, no muy duros, pero bien colocados en los cachetes. Él solamente estaba un poco borracho, no demasiado. Realmente sabía lo que hacía. Así que el alcohol no era ninguna justificación. Inmediatamente después de darle ese par de golpes, debió pensar en que quizá no era necesario golpear a su mujer de esa manera, pero lo hacía por su bien, el de ella. La cuestión es que quería terminar con el asunto lo más rápidamente posible. Dijo que tenía ganas de acostarse y olvidarse de todo. Era muy temprano en la mañana y él olía a cerveza y a otros desagradables olores. Quizá por eso le había pegado. Ojalá ella hubiera entendido, pero en lugar de retirarse, la ira y el orgullo le hicieron comenzar a gritar. No demasiado fuerte, pero si lo suficiente como para alterar los nervios de papá. Mi hermano y yo veíamos todo desde nuestro escondite predilecto, justo a un lado de la estufa; la casa era pequeña, así que podíamos ver toda la sala.
        Todavía no entendíamos lo que nuestros padres vociferaban, éramos pequeños... no tanto, pero sí lo suficiente como para comenzar a llorar. Mi hermano lloraba más fuerte, yo lo hacía un poco más bajo. A pesar de que él es mayor siempre ha sido cobarde. En realidad no nos daba demasiada pena ver la escena, solamente miedo. Un poco a mamá, que en otras ocasiones al pelear con papá desquitaba su ira contra el trasero de alguno de nosotros. Por eso creíamos que a lo mejor mamá merecía ser castigada aunque fuera un poco. Esa noche, ya en la cama, le platiqué esto a mi hermano, quien todavía temblaba. Tendrían que haberlo visto sus amigos, todo el día tembló como si le hubiera dado un ataque continuo. Esa noche juró que nunca más me dirigiría la palabra. Él no creía que mamá debía ser castigada. Me quedé acostado, viendo hacia el techo, pensando acerca de eso y escuchando el llanto de mi madre justo en el cuarto de al lado. No podía creer que él no lo viera así, de todas maneras es a él a quien más le ha atizado mamá últimamente.
        Miedo, mucho miedo, realmente mucho hacia papá, que en cualquier momento, sin aviso previo, nos dejaba caer su pesada mano sobre la cabeza o en ocasiones, una patada, sin demasiada fuerza, pero justo donde el dolor se vuelve más insoportable. Era como si ese hombre grande supiera cuál era el lugar más doloroso. Habíamos aprendido a vivir como aquellos perros callejeros que he visto: huyendo de los movimientos sorpresivos, de los posibles golpes.

 

 

        Entonces, no entendíamos bien por qué papá comenzaba a golpear de aquella manera a mamá, no es que seamos estúpidos, pero como gritaban al mismo tiempo no atrapábamos las palabras. De todas maneras mi hermano dice que yo no sé qué diablos significa el dinero para el gasto. Pero claro que lo sé, significa que papá debe darle algo a mamá y ella dárselo a otras personas que le dan comida que prepara para nosotros y que no me gusta en lo más mínimo. Mi mamá realmente no sabe hacer la comida, debería probar lo que la vecina prepara, ella no es nadie, solamente quien nos cuida cuando no están ni papá ni mamá.
        Lo que sí entendí perfectamente fue la respuesta de papá: “No te doy ni madres, te voy a dar cuando se me pegue la rechingada”, fue entonces que le soltó dos bofetones, quizá no demasiado fuertes, nosotros sabíamos lo que era un golpe realmente fuerte, por lo menos algo más duro que los que acababa de recetar papá a mamá. ¡Ja, ja, ja! Mi padre debería ver cómo pegaba mamá, era para reírse, reírse por mucho tiempo. Solamente nos pegaba en las nalgas y la verdad no muy fuerte. Era como si estuviera siempre cansada, yo creo que de pelearse con papá, con mi hermano, con el de la tienda y con un señor que venía a veces, siempre que papá no estaba. Ella cree que no los he visto, pero soy muy bueno para esconderme, así como ahorita, que estoy a un lado de la estufa, junto a mi hermano, viendo como papá le atiza un poco a mamá.
        Después de los golpes vinieron los gritos, de ahí otros golpes y más gritos, entonces regresaron otro par de golpes y otros gritos. Entendimos algunas frases de ella: “voy a llamar a la policía” y otras de él: “me vale madres, al fin que tengo un chingo de palancas y de volada salgo”. La patrulla se tardó, pero terminó llegando, y papá salió a la calle. Seguramente fue la vecina quien ya no soportaba los gritos y patadas a esa hora de la mañana. También otros vecinos salieron solamente para ver a mamá, con un poco de sangre en la boca, acusar a papá. Nosotros también nos asomamos. Un señor vestido de uniforme, un policía, nos preguntó: “¿Su papá golpeó a su madre?” Mi hermano iba a contestar, pero me le adelanté negando con la cabeza. No era que no quisiera a mamá, simplemente tenía que cuidarme de quien pegaba más fuerte. También le contesté eso porque papá decía que todos los policías eran unos cabrones hijos de la chingada. Ya había dicho que los golpes de mamá eran de risa, casi parecía que nos acariciaba. Sobre todo si se comparaban con los de papá quien, esposado, era subido a la camioneta.
       
Si, también un aburrido fotógrafo del periódico local llegó, disparó su cámara un par de veces y entrevistó a algunos vecinos con su pequeña grabadora. Lo último que registró fue lo que dijo la vecina: “Pobres niños, ojalá ya terminen las vacaciones, para que no tengan que ver estas cosas”. Yo lo sé porque estaba a un lado y la miré con odio, justo como mamá miraba, desde la puerta de la casa, a papá que ya se iba.

Abril 2002, Torreón, México