Enrique Sada Sandoval
Alumno de la Licenciatura en Comercio Exterior y Aduanas. Miembro del taller literario de la UIA Torreón. Ha publicado en revistas y en la antología Hoy no se fía.

 

“Pero la sangre hecha raíces
y crece como un árbol en el tiempo”.
Jaime Sabines

Abrió los ojos sacudido por la lluvia. Cada gota taladraba su cuerpo tendido sobre la tierra húmeda que con su olor lo hizo volver en sí. Movió el brazo apoyando la palma abierta sobre el suelo hasta encajar los dedos. Hizo el esfuerzo por enderezarse un poco; primero dobló una rodilla, luego hizo palanca con el pie. Sentado al ras del suelo, con la espalda recargada sobre el tronco de un mezquite, sacó el pañuelo para limpiarse la sangre todavía fresca que le escurría por la frente. Notó el calor punzante del golpe en la cabeza y apretó los dientes, sólo entonces miró al cielo. Los nubarrones grises vomitaban furiosos sobre el valle.
        “Todo se dejó venir tan pronto. Nunca hubiera maliciado que aquel aire tranquilo embraveciera en una noche. Es el viento el que lo cambia todo: juega con lo primero que se le atraviesa y tuerce todo lo que vemos... Eso ha de haber sido”.
        Por fin se levantó alcanzando la rama gruesa del árbol, casi hasta colgarse de ella. Dio unos pasos torpes para calar sus fuerzas hasta que por fin recobró el sentido de la dirección. Sabía lo que tenía que hacer. A esas alturas no podía quedarse con nada, ni siquiera con la duda o la esperanza.
        Caminó sobre el lodazal abriendo un surco bajo sus pies hasta que oyó el viento entre los matorrales seguido por el agua agitándose en las charcas. El ruido lo detuvo: nadie. No era nadie, pero sentía como si alguien le azotara la conciencia a cada rato desde que se había enterado de aquello. De haberlo sabido de otro modo, por medio de cualquier otra persona, se habría sentado algunas horas antes sobre una de las piedras grandes que hay dispersas a lo largo de la brecha para darle cabida a lo ocurrido y esperar, pacientemente, que todo se hundiera con el tiempo, como si despertara de un mal sueño. Después tendría que llorar. Llorar con todas las lágrimas que podía tener guardadas, desde el día en que murió su hermano, para un momento como aquél. No pudo hacerlo.

 

 

        Contuvo el resuello en el estómago para que el dolor no le saltara a borbotones por las cuencas de sus ojos hendidos tantos años bajo el sol. Después respiró profundo para espantarse los recuerdos y siguió contra su voluntad, esta vez más despacio, como si lo fueran empujando.
        Encontró la reja de alambre de púas en el suelo. Más arriba, sobre la loma colorada, estaba el rancho. Subió hacia la casa que se asomaba tímida como una mancha clara sobre el fondo de la cuesta hasta que la escena lo detuvo.
        El agua enrojecida resbalaba hasta sus pies. Fuera de la puerta estaba la mujer tirada junto con su hijo más chico. Por el lado del corral miró un claro entre la hierba, donde se hallaba la figura de un hombre irreconocible, de no ser por la ropa, tendido en un charco espeso que de él mismo brotaba. Cruzó la puerta abierta de la casa y vio los bultos blancos esparcidos en el fondo. Los habían sorprendido cuando dormían. El mayor estaba envuelto hasta la cabeza en su cobija, la muchachita con medio cuerpo bajo la cama como tratando de esconderse. Sólo un niño había corrido sin llegar lejos. Llevaba puesto un huarache en el pie mientras el otro lo apretaba todavía entre la mano.
        Sintió entonces cómo los ojos se le aguaban y salió pronto a respirar el fresco. Llegó a su cara el soplo de aire frío que se levantaba desde el valle cargado de un olor a tierra viva que para él sólo apestaba a mortaja. “Si mi hermano me viera... si él viviera todavía, me escupiría mis propias palabras en la cara nomás de ver lo que fue de su hijo y su familia, muertos por ti. Pero la sangre llama y sé bien que volverás a buscarme tarde que temprano. Me pedirás perdón por lo que has hecho, pero yo no podré dártelo, solamente Dios... a él le pido que te ampare dondequiera que estés”.
        Esa misma madrugada la luna apareció por la ventana rodeada de un halo que oscilaba entre el púrpura y el rosa. “Mal tiempo”, pensó Javier cuando se levantó de la cama. Descolgó la camisa de cuadros que estaba en la cabecera de la silla y se dispuso para vestirse. Una vez que se fajó el cinto se acercó a uno de los rincones del cuarto. Estiró la mano a tientas sobre el ropero hasta que alcanzó aquel peso frío y alargado entre sus dedos. Abrió la puerta procurando no hacer ruido para evitar que su padre despertara, pero el viento entró de golpe, azotándola dos veces hasta que él la detuvo y la cerró. Tomó el camino que atraviesa el cerro, mientras amasaba sus pensamientos.

        Fue a casa de Juventino con el fin de arreglar viejos problemas. Caminaba con los pies enredados por el peso de tantos días, que hasta había perdido la cuenta.
        “Era temprano cuando me levanté. Allá en mi casa todos estaban dormidos, casi todos. Sabía que desde la última vez que lo oí ya no podría volver a cerrar los ojos o hacerme el desentendido como lo había hecho siempre. Desde entonces el sueño se ausentaba por las noches y regresaba hasta la salida del sol. De esto ya tenía yo padeciendo muchos días. Nadie puede vivir así, despertando sin poder dormir y aguantándose las ganas de soltar el cuerpo al amanecer. El sueño me lo había espantado aquél que se decía mi propia sangre, o al menos eso aseguraba mi padre.
        Nunca supe cómo ni por qué fueron las cosas. Lo que sí puedo decir es que Juventino, que en paz descanse, era muy alegre y su fama no era gratis. Ya la tenía desde los pocos años que estuvimos juntos en la escuela. Yo entendía que se me había dado un nombre desde el momento en que mi madre me hizo ver la luz en este mundo, al menos así fue hasta que Juventino me agarró para sus bromas casi de a diario, por eso de que él era más grande y tenía que divertir a sus amigos. Al principio no me importaba mucho, pero después sentí cómo la gente dejaba de llamarme por mi nombre. Hasta eso había perdido. ¿Quién lo fuera a decir con sólo pensar que crecimos juntos y hasta llegamos a comer del mismo plato? Es más, si alguien por ahí sabe que todavía existo, no dudo que ha de ser gracias a él.”
        La noche bajó más temprano que de costumbre; el viento seguía golpeando con la fuerza de su puño las puertas, los techos, las ventanas y hasta los árboles que había al pie de los surcos remojados. Después de muchas horas llegó al pueblo casi arrastrando los pies, con la cabeza palpitando aún por el golpe. Entró en la cantina tembloroso y jadeando como un animal enfermo ante la mirada de todos los que estaban presentes.
        “Vengo a denunciar a mi hijo... acaba de matar a su primo, a su esposa y a sus niños. Sus cuerpos están tirados allá en El Carrizo”.
        “Él tuvo la culpa de todo. Esa mañana fui hasta su corral para decirle que yo quería que por favor fuéramos amigos de la mejor manera o que de plano se acabaran los pleitos; como él quisiera. Soltó una carcajada. Me dijo que le valía un carajo, que él hacía lo que se le viniera en gana y que me arrancara a la hora que quisiera. Los dos nos quedamos viendo hasta que dio media vuelta para ensillar el caballo y sólo me miró con el rabillo del ojo. Ahí aproveché para sacar la pistola que traía bajo la camisa. El tiro fue limpio. De un solo boquetazo le borré la boca de la cara, acabando con él y con sus burlas. Se me subió el coraje, sí, pero él tuvo la culpa. Su esposa no sabía que con esto ya estábamos a mano. Pobrecita.
        Cuando vi que Juventino estaba en el suelo pensé que a lo mejor no lo había matado. Lo moví con la punta del pie para asegurarme, y le di el tiro de gracia por sí las dudas. Ya cuando me iba pasé a unos metros de la casa y la vi a ella, apuntándome con un rifle. Andaba con su niño más chico abrazado de la pierna, solté dos tiros y cayeron sin hacer más ruido. No sé por qué me dio por entrar hasta la casa. Estaba oscura, pero alcancé a ver las sombras de un lado a otro, moviéndose como culebras. Disparé.
        Ya estaban secos. Me acerqué para verlos uno por uno, desde el chico hasta el más grande. Tenían los ojos abiertos, como recién bañados por la lluvia, y el cuerpo amartillado al suelo. Miraban al techo como buscando a Dios y a las ánimas para pedirles por sus vidas recién desparramadas. Entonces me di cuenta de lo que hice y sentí mucho miedo.
        Salí corriendo. Bajé la cuesta todavía con la pistola en la mano, cuando me topé con mi papá. Me preguntó, como sabiendo lo que había hecho, que de dónde venía con tanta prisa. Le contesté que de matar a mi primo y a toda su familia. Vi cómo el miedo se le fue embarrando hasta cambiarle el color de la cara: ya no era él. Trató de arrebatarme la pistola, le tiré un cachazo y ahí lo dejé.
        Regresé a mi casa. Tomé algo de ropa junto con la última caja de balas expansivas que había sobre el ropero. Luego me escondí en la sierra, donde hasta ahora me la he pasado comiendo nopales o elotes crudos.
        De esto ya pasaron muchos días en los que me he andando escondiendo de la mirada de la gente y el sueño todavía no regresa. No sé cuanto más vaya a durar en estos trotes, porque luego uno se acostumbra. Lo que sí sé es que me está ganando el hambre y no me importaría volver a mi casa uno de estos días, aunque sé que me andan buscando.
        ¿Por qué lo hice?... Creo que porque pude y porque quise. A veces no basta con cortar de un solo golpe el árbol malo, también hay que arrancar los brotecitos esos que salen a su alrededor para que no crezcan como la planta que les dio vida y luego terminen haciéndole daño a la pobrecita gente que sin querer se les atraviesa en el camino. Ellos... eran sus hijos... y les corría la misma sangre por las venas. Ellos mejor que nadie debían saberlo”.