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Una
tarde para Hilda
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Daniel
Lomas Ramírez
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Daniel
Lomas Ramírez
Egresado de la Licenciatura en Derecho e integrante del taller literario
de la uia Torreón. Ha
publicado en la antología Hoy
no se fía.
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Recibió
la llamada telefónica de larga distancia a media tarde, en la oficina.
Estuvo escuchando, atento, y quizás la mirada se le haya perdido
fijamente hacia abajo de la ventana, a las calles que se veían a través
de las persianas, allá sobresaltaban las luces rojas y recién
encendidas en la marquesina del cine Modelo, que era un cine pornográfico
y también el más ruinoso de toda la ciudad. Terminó de oír la
noticia y colgó la bocina del teléfono muy delicadamente, como si eso
lo ayudara a comprender. Buscó su saco en el perchero del rincón, metió
los brazos, y tal vez en ese momento se hubiera dado cuenta de que su
cabeza estaba tan vacía, como vacío estaba el cubo de la oficina donde
él era el único.
Quince
minutos después, empezó a bajar los tres pisos de escaleras del
edificio —había dejado una nota clavada bajo una tachuela, para que
la leyeran su secretaria y el par de pasantes, “tómense esta semana
libre, o lo que reste de la semana, al diablo todo”—. Los ruidos de
tacones que repiqueteaban en los techos, las puertas que se cerraban y
abrían como lo más rutinario, y la luz agrisada que se filtraba de las
ventanas altas y grasientas, la tristeza de esa luz agrisada que había
en cada descanso de las escaleras, le hicieron sentir que iba bajando
para adentro de sí y no solamente hacia la calle.
Anduvo
con lentitud durante cuatro o cinco cuadras del centro, pero no miró
nada, a nadie, y casi tampoco se dio cuenta de que había llegado al café.
Ahí estuvo sentado en una mesa, debajo de una sombrilla al aire libre.
Era un café instalado en las afueras del hotel Rex, una banqueta
cercada por un barandal de hierro que tenía unos adornos de macetas con
geranios. Él sabía que más tarde había que darse prisa y tomar un
taxi que lo llevara al departamento, empacar dos cambios de ropa en una
maleta, un traje negro, y subir nuevamente a otro taxi para llegar
puntal y comprar un boleto de autobús con viaje de diez horas: toda la
noche. |
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Le
sirvieron un chorro de café, y estuvo mirando con decepción a la vida,
a esa pequeña plazuela de adoquines donde la gente se paseaba y
platicaba en las bancas —ahí enfrente de él y que era la zona
peatonal—, al recuerdo de la oficina, vaya a saber a qué diablos
miraba con decepción: a su vida no vivida, los años, un sueño que se
fracasaba por dentro, o quizás simplemente su mirada caía sobre las
solapas de su saco, que mantenían durante muchos días el mismo olor
triste, húmedo, y que él siempre tiraba en un rincón de la alfombra
al volver a casa.
A
su alrededor, una pareja de chicos se acariciaban las manos dos mesas más
allá, era un dibujo de cuatro manos y miles de dedos que se enredaban
sin prisa; y en otro extremo del café un tipo hablaba animadamente
sobre un asunto, “el negocio consiste”, decía, frente a un hombre
que lo escuchaba y tomaba notas vaya saber de qué, en una hoja de
servilleta.
Tal
vez sintió, o pudo comprender más tarde, que el mundo era enorme:
aquel cielo allá arriba y las tinieblas de esas nubes de tormenta, las
horas de distancia que había para viajar a otra ciudad, eran enormes; mágicamente
el mundo era enorme alrededor de esa mesa de café, y al mismo tiempo
pudo pensar que en todas las calles había gente riendo, gente que
miraba la televisión más allá de las cortinas iluminadas de un
departamento en el anochecer, gente que entraba y salía de los
negocios, iba a los teatros, a las oficinas, pero a pesar de todo eso,
eran muy pocos con quienes verdaderamente se lograría entender. O tal
vez no haya pensado nada de esto.
Pero
ahora, después de la llamada telefónica a media tarde, se dejó hundir
en la silla de metal del café, y era como si ya no tuviera a quien
escribirle una carta, para nadie; era igual que las horas en que salía
de la oficina y vagaba y vagaba hasta quedarse más solo que nunca, era
muy parecido a la tristeza, aunque nunca tan infeliz tristeza, de
sacarse cuatro billetes de un bolsillo del pantalón y antes del primer
beso, antes de entrar al cuarto entregarlos, uno por uno en la mano de
la mujer que empezaría a desnudarse para él.
Se
dejó resbalar más en la silla, y sintió cómo la sangre se adormecía
dentro de sus piernas. Empezó a verla, ¿a soñarla?, por lo menos a
alejarse hacia ella.
Vio
nuevamente el pasillo, cómo era que las paredes del pasillo se iban
hundiendo casi hasta oscurecer, cómo resplandecían un poco las luces
de neón a lo largo del techo, eran tubos verdes y rosas. Y unos pasos más
adelante estaba un mostrador de madera donde le entregaron unas llaves,
dio dinero. Y la cara de ella, la cara de Hilda que volteaba hacia atrás
un instante, con un destello en su mirada y unos mechones colgando en la
frente, como para cerciorarse de que él la seguía. Por supuesto que la
seguía.
Aquella
noche fue la primera vez, tres años antes del telefonazo de esta tarde,
y recordaba que el cuarto del hotel había sido un cuarto hecho para
deprimirse: barato, inhabitable y en un segundo piso, con una ventana
que daba a un patio central y profundo, allá abajo, donde moría un árbol
espectralmente, las ramas entre la niebla y también, donde moría
entonces el invierno.
Toda
esa noche había escuchado la caída de una gotera, en algún sitio de
la oscuridad estaba una gotera, y recordaba además la luz próxima de
un farol en la calle que emblanquecía las cortinas del cuarto, un halo
que entraba y rozaba un lado de la cama y caía en un pedazo del piso, y
entonces era posible ver el viaje de las manos, el subir y bajar de las
manos a través de la piel desnuda de Hilda, una piel amarillenta, como
si hubiera estado débil o enferma muchos años. Sus caderas muy pequeñas,
como las caderas de una niña. Hermosa para él.
Y
le vino a la mente el final, el momento en que estaban desnudos y
tranquilos en la cama, acostados uno al lado del otro, sin abrazarse ya,
pero todavía juntos; sin tocarse, pero los dos con la cara hacia la
oscuridad del techo, el cielo de aquel techo de habitación barata. Y
fue como si estuvieran escuchando el silencio, un silencio que abarcaba
a la ciudad, una gotera que caía y caía solitaria en algún rincón,
quizás en el cuarto vecino, y el ruido de los primeros autos que
transitaban por el amanecer, la respiración de ellos y el chirrido que
la cama hacía prácticamente por sí sola. Estaban así, oyendo el
silencio maltratado de la ciudad, casi sin moverse. Y se trataba de eso,
no únicamente de que ella estuviera ahí, fumando, con la mancha del
pubis todavía tibio y él la poseyera; se trataba de que ambos
estuvieran ahí, en ese destino de cuarto de hotel y se acompañaran.
Dejó
de pensar, al fin, y se dedicó a mirar hacia la plazuela. En el aire
transparente se veían caer como paralizadas las gruesas gotas, la capa
brillante de la lluvia, y eso lo hizo sentirse bien, lo estuvo curando
durante un rato en que fue capaz de no hablarse a sí mismo, de no
preguntarse ni desear nada. Miró, casi pacíficamente, qué hora era en
su reloj y aún había tiempo para saborear otro cigarro y oír a la
lluvia. |
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Pero la llamada telefónica volvía, la voz de la hermana que él
ubicaba muy lejos y que le daba la noticia, estaba ahí como una mala
corazonada en el fondo de la taza de café, en el nerviosismo con que
escuchaba las pisadas de unos desconocidos que se movieron a su espalda,
huyendo de la lluvia, y era como si una nueva angustia viniera así como
venía el viento a sacudir el toldo de las sombrillas, ahora mismo.
No
quiso levantarse. No comprendía, eran tantas las veces que ella, que
Hilda lo había telefoneado en plena madrugada y él había descolgado
el teléfono aterrorizado. Salía de la cama, iba tanteando entre la
oscuridad de los muebles en su departamento, casi recordando mientras
avanzaba a tropezones y todavía en sueños que quizás era ella, que ya
otras veces Hilda lo había telefoneado tardísimo y se habían quedado
platicando por larga distancia una hora o dos, lo que tarda la luna en
atravesar una ventana. Y a él que le gustaba acostarse en el suelo para
escucharla más a gusto. No comprendía, ella le había dicho una vez
que lo mejor era matarse, le contaba como un secreto, que había
preguntado el precio de una pistola en el mercado negro, así dijo, en
el mercado negro, aunque esto pudiera parecer ridículo, inverosímil,
exagerado, había preguntado por el precio de una pistola para ella.
Por
lo demás, qué podía pensar y qué podía dejar de pensar. Se confesó
—a pesar de que esa idea lo lastimara— que estar ahí vivo en ese
café y solo, no sería nunca ninguna felicidad.
Le
hubiera gustado decirle a Hilda que estaba harto de la oficina, horas y
horas jorobado encima de la tabla del restirador, como arquitecto. Le
hubiera gustado decirle que ya nunca juntarían el dinero y que lo mejor
sería largarse al puerto. El puerto: un viaje que habían fantaseado
los dos, desde hacía un año se veían parados en el puente de madera
de un muelle, y ahí se pondrían a fumar cuando cayera la tarde,
encenderían un cigarro mientras contemplar el vientre de algún barco
varado, o tal vez se revolverían el cabello en medio de la brisa
salobre, o jugarían seria y maliciosamente a empujarse uno a otro al
mar; y para las noches, era seguro que no se encerrarían temprano en el
cuarto del hotel, irían a bailar y a sudar, o se beberían una botella
de tinto mientras se adentraran despacio por la franja de la playa,
descalzos, mecidos por el rumor del mar, levantando puñados de arena
entre los dedos de los pies. También le hubiera gustado ir con Hilda a
un paseo de escaparate en escaparate, y detenerse por ahí a comprarle
acuarelas, óleos, espátulas, opalinas, crayones pastel, porque ella
solía pintar los fines de semana y los veranos. Y claro, le hubiera
gustado amarla, en la cama, como ella dijera.
Pero
desde hacía tres o cuatro meses casi no se hablaban por teléfono, las
semanas caían de los calendarios, de las agendas saturadas y apenas sí
se daban cuenta.
Había
un autobús que salía a las 8:50. Pidió la cuenta del café, y durante
el trayecto en taxi sólo estuvo mirando cómo desaparecían los puntos
translúcidos de la llovizna, a cada corte, a cada zigzag de los
limpiadores negros encima del cristal.
*
* *
Estaba muy cansado cuando pagó el boleto del viaje, frente a una
ventanilla de la central. La próxima salida no era sino a las 9:15,
pero al fin y al cabo no era mucha la urgencia, no podía ser mucha la
urgencia por viajar para allá. Arrastró la maleta y fue a sentarse en
la sala de espera, desde los cristales sucios se veían los andenes con
los autobuses en marcha. Se empezó a sentir mareado, el sonido de los
altavoces que venía de todas partes y anunciaba horarios y destinos y
salidas, lo mareaba terriblemente. Además, en ese momento se encontraba
muy vulnerable. Un chico pasó corriendo a su lado, le pegó en un
zapato y él pidió perdón.
Notó
cómo le fallaron los dedos cuando quiso encender un cigarro. Se imaginó
a Hilda, el pequeño cuerpo de Hilda encima de una camilla de hospital y
cubierto debajo de una sábana, con una mancha como de óleo rojo donde
él sabía que era el hombro de Hilda, mientras que la camilla y la
blanca silueta eran sujetadas por los enfermeros, y eran arrastradas
luego a la parte trasera de una ambulancia. Las puertas de la ambulancia
abiertas como dos alas funestas.
Se
detestó profundamente por imaginar todo eso. El boleto decía día
martes de equis fecha, nueve y quince de la noche, andén D–4, y lo
estrujó violentamente en un impulso de rabia, de impotencia, de locura
casi. Desolado, adentro de la palma de la mano, terminó por deshacer el
papelito.
Las
lágrimas estaban ahí, o estarían más tarde, cuando él volviera a su
departamento, porque sabía que ya no iba a viajar, no tenía caso, y se
acordó de la primera que vez fue con Hilda a un café. Días después,
algunas semanas después, hubiera deseado tener una plazuela donde ir a
sentarse, o dormir mucho tiempo, o vagabundear con los ojos asombrados
por entre las calles de cualquier ciudad lejana —pues tenía fe en que
la desolación nunca se terminaría tan fácil—. Pero ahí, entre las
lágrimas y la central de autobuses, tal vez no haya querido nada, salvo
que Hilda se acercara caminando al sofá donde él la solía imaginar y
acariciar su pelo en la noche. |