Ivonne Reyes
Licenciada en Comunicación por la UIA ciudad de México y egresada de la escuela de escritores de Sogem. Actualmente se desempeña como asistente técnica de Guillermo Samperio. Escribe narrativa y teatro; por estas fechas se encuentra en temporada una comedia de su autoría en el Foro Rodolfo Usigli.

El cinematógrafo sobrepasa ya los cien años y la tecnología está a su servicio. La era de la computación ha irrumpido en la forma de hacer cine para, por un lado, reducir tiempo y con ello abatir costos y, por otro, llevar al espectador a estados de emoción inigualable, a momentos de abandono en que la ficción lo haga llevarse la mano a la cara y, sólo por un orificio entre el dedo medio y el índice, ver una garganta degollada, o bien, dotarse de pañuelos desechables para secar las lágrimas por la muerte del amante ideal, aunque sepamos que es sólo un actor que sigue vivito y coleando disfrutando de su millonario sueldo en Hawai. O, tal vez, a obligar al público a salir corriendo de la sala porque la vejiga ya no da más por tanta carcajada.
        Ahora, concédame el lector el favor de la imaginación. ¿Qué pasaría si las películas tuvieran olor? Imposible, ¿no? Si hace décadas el audio se integró al cine mudo, ¿por qué la época actual no podría llamarse algún día el “cine inodoro”? Basta pensar en el poder evocador del olfato para reconsiderar su inclusión en las películas. Seguramente, alguna vez a usted se le ha redibujado la silueta de su abuela frente a la estufa, al percibir un aroma a chocolate caliente; o tal vez, los costeños han viajado mentalmente hasta su hogar materno si un trozo de pescado entra en contacto con aceite hirviendo; o qué decir de cuando un desconocido nos arranca una sonrisa, o una mueca de dolor, sólo porque usa la misma loción que un viejo, pero inolvidable amor.

        En la década de los ochenta algún productor osado sacó al mercado un intento olfativo de la industria cinematográfica y lo denominó odorama. Éste consistía en dotar a los asistentes de una planilla y durante la proyección aparecía un número que indicaba la casilla que el espectador debía activar. Y así el olor a queso cheddar correspondía a unos zapatos viejos, la yerbabuena a un beso entre adolescentes y el sudor añejo a un sobaco peludo. Pero el argumento era inexistente, la pantalla se ponía a las órdenes del “rascahuele”... el experimento fracasó.
        Pero ¿qué pasaría si en Los olvidados, cuando Meche se moja los muslos ante la mirada lasciva del Jaibo, nosotros pudiéramos percibir el olor a leche fresca? ¿Cómo sería nuestra experiencia si en la primera secuencia de El silencio de los inocentes, donde Jodie Foster corre en un bosque, nuestra nariz se anegara del aroma del eucalipto, del pino, de la tierra mojada? ¿Qué ocurriría en las salas oscuras si Kim Basinger junto con su neglillé blanco nos obsequiara con el perfume de su nuca? ¿Qué resortes emocionales moverían el olor a faisán, a vino blanco, a sopa de cebolla, a la par de las imágenes de los amantes gozando en El cocinero, el ladrón, su esposa y su amante? ¿Cómo latiría nuestro corazón con la esencia a jabón perfumado en la ducha de Psicosis o con la de humedad cuando, al abrir la puerta, descubrimos a la madre momificada?
        Y entonces, el cine gore olería a sangre, a vómito, a cadáver en descomposición; el melodrama romántico a rosas, a algodón de azúcar, a bombón asado; el género policíaco, a pólvora, a sudor, a café recién hecho; las películas infantiles a chicloso, a caramelo de mantequilla, a palomitas de maíz.
        Y la seducción subliminal recargaría pilas: imagínese la cafetería después de la proyección de Comer, beber y amar. La Coca Cola, las Sabritas y las Domino’s Pizza serían las nuevas compañías productoras de cine. Pero, tal vez, la censura metería la mano prohibiendo escenas de Vaquero de medianoche o Apocalipsis, porque el olor a mariguana incita a la drogadicción, argumentarían.
       
Y las malas películas se dedicarían a odoro–ilustrar todo lo que apareciera en la pantalla, por lo que se tendría que dotar a las butacas con una bolsa para mareo, como en los aviones. Pero los buenos cineastas nos remitirían al dolor de perder un ser querido con una sutil fragancia de gardenias y tierra recién removida; nos harían suspirar con un ligero aroma a sábanas limpias y a shampoo de hierbas; nos remitirían a momentos felices con un casi imperceptible olor a té de canela, a cera derretida. Y entonces, leeríamos en las reseñas: esta película tiene una fotografía, unas actuaciones y una olorización muy bien logradas.