María Guadalupe Morfín Otero
Abogada, poeta, maestra en Literatura del Siglo XX y especialista en Derechos Humanos. Fue presidenta de la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Jalisco de 1997 a 2001; actualmente es miembro de la Comisión Ciudadana de Estudios contra la Discriminación (en México). Participa como conferencista en diversos foros internacionales. Es ensayista para medios nacionales de prensa y editoriales, y es coautora del libro Sentimientos de la Nación, de Luis H. Álvarez et. al.
I
Guatemala asombra por su riqueza étnica, la conservación de prodigiosas vestimentas que cambian el colorido de pueblo a pueblo en inusitada riqueza de bordados y telares, la laboriosidad con que los indígenas cultivan la tierra. Acarician las laderas en el altiplano para extraerle con destreza gladiolas, betabeles, cebollas, papas y productos apreciados en el mercado de exportación. En la zona costera, las plantaciones de árboles del hule surtirán en otras latitudes a la industria del látex. Entre una región y otra, el café se logra artesanalmente; separan fincas y parcelas ríos de vegetación.
        Los mercados despiertan ojos y gustos. En Quetzaltenango pude mitigar el frío con un atole de elote al que mi marchanta agregó con delicadeza granos de maíz y canela en polvo. Nadie diría a simple vista que este país vivió una experiencia nacional de dolor comunitario que ha marcado la vida en un antes y un después, y que hace necesaria la preservación de la paz no sólo a través de esfuerzos internos, sino con el de mediadores y observadores internacionales.
        Por esas y otras muchas razones, en Guatemala no debe volver el miedo. Lo merece este país. Lo merecen las más de 200 mil víctimas del conflicto armado que reconoce el informe “La memoria del silencio”, de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) dado a conocer en febrero de 1999. Si bien su análisis se centró a partir de 1960, el conflicto se prolongó por 36 años, desde 1954. A partir 1987 comenzaron las negociaciones internas, con intensa presencia internacional, para firmar los Acuerdos de Paz en 1996. No merece el miedo el futuro de casi 14 millones de habitantes, descendientes muchos de ellos del pueblo maya.
        No debe volver el miedo, si es que se ha ido. Todavía hay bomberos voluntarios y militantes de la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca trabajando en el desminado en zonas rurales. La guerra ha seguido dejando una secuela de mutilados, muchos de ellos niños, por las minas sembradas en las zonas donde se combatió.
       
Durante los últimos días de julio un tema ocupó los titulares de los principales diarios, además de la noticia del viaje del Papa para canonizar al hermano Pedro (venerado en especial en Antigua): las fuertes presiones de los ex PAC (Patrullas de Autodefensa Civil), paramilitares utilizados por el ejército guatemalteco durante los años más cruentos del enfrentamiento, reorganizados en varias regiones del país para exigir una indemnización por los servicios prestados al Estado.

        No todas las razones de las ex PAC fueron las mismas para enrolarse; los hubo forzosa y dolorosamente integrados; no todos tomaron parte activa en las masacres, lo reconoce el informe sobre la Recuperación de la Memoria Histórica (REMHI), de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, leído en la Catedral de Guatemala en 1998 por monseñor Juan Gerardi, asesinado días después. “Pero estas patrullas fueron —escribe el 19 de julio Margarita Carrera citando al REMHI en su columna “Persistencia”, de Prensa Libre—, entrenadas para matar y responsables de las matanzas en sus propias aldeas o en las vecinas; actuaban como el ejército, cometiendo abusos y actos de terror, amparados con el poder que les otorgaba la fuerza armada”. Lo mismo ha afirmado con contundencia el comisionado Alfredo Balsells, uno de los tres que conformaron la CEH, en un fuerte debate con Édgar Gutiérrez, coordinador del REHMI y ahora miembro del gabinete del presidente Alfonso Portillo.
        Existe el temor de que la exigencia de las ex PAC, que no son homogéneos, ni quieren todos dinero, sino infraestructura para el desarrollo en sus comunidades, se use con fines electorales para favorecer en el 2003 al Frente Republicano Guatemalteco (FRG), partido del presidente del Congreso, general Efraín Ríos Montt, quien pretende postularse como candidato a la presidencia de la República, no obstante disposiciones contrarias a la Constitución guatemalteca. Los ex patrulleros representan una fuerza electoral nada despreciable.
       
En respuesta, Alfonso Portillo ha firmado un acuerdo que servirá de base para crear un Fondo para la Paz y la Reconciliación, posiblemente a través de un nuevo impuesto. Esto ha generado varias reacciones de estudiosos de la Constitución y de portavoces de las víctimas del conflicto, entre ellas la Coordinadora Nacional de Viudas. Otras voces, dentro del mismo gobierno, se inclinan por la creación de un Programa Nacional de Reparación. Los Acuerdos de Paz en sus distintos documentos hablan del deber humanitario de reparar a las víctimas de violaciones a derechos humanos y de crear una entidad pública que tenga a su cargo una política de resarcimiento y/o asistencia. Pero no se habla de indemnizar a los victimarios. Otra cosa sería invertir en infraestructura para el desarrollo de todas las comunidades, que beneficie a todos sus miembros, en especial a las víctimas de las masacres, que fueron civiles inocentes entre dos bandos. La escasa inversión social por parte del Estado fue una de las causas de la violencia, y aún persiste.
       
Juan Hernández Pico, sj, escribió poco después de la publicación del informe de la CEH: “La síntesis entre reconocimiento del pasado y dolor por él y reconciliación y mirada al futuro está aún por hacerse en Guatemala”. A más de tres años de ese histórico informe, muchas de sus recomendaciones están por verse en Guatemala y ese vacío pone en riesgo la paz. Durante este gobierno se registran ya 126 agravios a defensores de derechos humanos; el pasado fin de semana fue baleada la oficina de la jueza que lleva el caso Gerardi. Por algo está aquí una representación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Este país bienaventurado no debe volver al miedo.

 

II
En Antigua, Guatemala, sede de la Capitanía General de la colonia, se venera al hermano Pedro, cuya tumba es visitada en la iglesia de San Francisco por una multitud que aumentaba conforme se acercaba la visita del Papa.
       
Conocí la ciudad amurallada, por el relato de dos viajeros estadounidenses, abuelos de puro cariño, que residieron en Puerto Vallarta y volvieron a Guatemala poco antes de morir, a finales de los años setenta. Luego la volví a visitar, también en la imaginación, en Antigua vida mía, novela de Marcela Serrano, cuya historia de amor lleva a sus calles y al hotel Casa Santo Domingo. Allí pasé una noche hace dos años, sin saber que fue famoso por sus apariciones y espantos, y la administración solía poner un cuaderno a disposición de los huéspedes para que narraran su propia experiencia. 
        La mía fue de arduo combate con las pesadillas, que libré con una espada similar a la que porta el arcángel san Miguel, con armadura de plata, en una delicada escultura en el museo del hotel. Es una delicia de ruinas conventuales convertidas en sede turística, con patios y corredores habitados por fuentes, flores, retablos, veladoras. Recomendable más bien de día. Sí asustan.
        Acabo de volver a Antigua. Fue un remanso para ordenar mis notas después de un recorrido por algunas sedes de defensa de derechos humanos en el vecino país. Estuve haciendo una evaluación para una fuente europea de cooperación, que ha puesto inteligencia, fondos y mesas de diálogo para apuntalar los cimientos de una cultura de paz en esa región que tanto ha padecido la guerra.
        En los portales de Antigua conocí a Catarina, indígena de Nahualá que nomás verme procedió a extender su mercancía ante mis ojos. Algo superior a lo que en las calles o el mercado otras mujeres exhibían para los que, como yo, se quedan sin habla ante la magia de los bordados guatemaltecos, como si con ellos sus hacedores nos quisieran decir algo que no necesita destreza lingüística, sino mirada y gratitud. 
        Eran unos caminos de mesa bordados con hilo de seda sobre telares oscuros hechos por ella y su familia, y los lucía con verdadero orgullo. Sabía que vendía algo fabricado en un tiempo sin prisa. Pero lo que me atrapó de Catarina era su sonrisa, su hermosa trenza cruzada como corona por arriba de la cabeza, su facilidad de palabra que embonaba con mi necesidad de conversar con ella esa tarde de lluvia en que comenzaba a soplar el frío antes de que encendieran las chimeneas en hoteles y casas.
        Emparentada estéticamente con San Miguel de Allende, Tapalpa y Tlayacapan, Antigua es grata también para el olfato. Temprano el aire trae la resina de los pinos que suben hasta el volcán que la deshabitó en una de sus erupciones. Al anochecer, huele a madera quemada para calentar atoles, tortillas, sabroso café de altura cultivado allí mismo.
        Tras la sonrisa de Catarina había una tragedia, como la hay en casi todas las familias de este país cuyo corazón fue lastimado por el conflicto armado. Trabajaba arduo —me decía, ayudada en su español por su hijo de ocho años—, para sacar adelante a su familia. Al esposo le habían dado cincuenta años de cárcel por involucrarlo en un linchamiento. Veinticinco años por cada linchado, y como fueron dos, de ahí la suma. Defendía su inocencia, manejaba términos forzosamente aprendidos (como por ejemplo, “apelaciones”) y no perdía la esperanza de verlo en casa. Mientras, tres veces por semana le enviaba frijoles y tortillas, y lo visitaba cada ocho días para conversar con él, pues las visitas íntimas no están permitidas. Ni le hacían falta, decía con incontestable lógica: para qué quiero que me deje con otro chiquillo, si parí a los tres meses de que lo detuvieron.
        Los linchamientos son una cruel realidad en Guatemala. Es cierto que casi han desaparecido, pero aún el año pasado se dieron. Otros fueron afortunadamente frustrados por la intervención de las oficinas regionales del ombudsman. Hubo casos en que no se pudo llegar a tiempo o no se contó con el respaldo de instituciones de seguridad para evitarlos.
       
Me explicaron que esta práctica no corresponde a usos y costumbres indígenas, sino a la impotencia que la sistemática impunidad de los años del conflicto fue dejando en las comunidades vulneradas por allanamientos, intimidaciones, masacres. Es fruto de los años de la guerra sufrida sobre todo en el medio rural, donde hubo fuerte presencia de grupos paramilitares, ejército y aparato estatal de seguridad, responsables según el informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, del 93% de las violaciones a derechos humanos, y de grupos insurgentes, a cargo de 3% de éstas. Nace de la incapacidad del sistema de justicia —procuración y administración— para dar confianza a la población. Cesará cuando se recupere el sentido del Estado, que significa hacer justicia por las vías constitucionales.
       
Se les ha linchado a pedradas, o quemándolos vivos, a turistas inocentes sólo porque fotografiaron a menores, a algún juez o a ladrones. En todos los casos hay una comunidad dispuesta a dar oído a rumores y sorda las más de las veces a las razones que nacen de la cordura. Todo está en peligro, todo les puede ser arrebatado: sus niños, sus mercancías, sus derechos; eso sienten, y actúan a partir de la rabia y del desamparo.
       
Catarina recoge sus telares y se dispone a tomar el camión que la depositará tres horas después cerca de casa. En mi hogar, de regreso, se ha quedado su presencia: un camino de mesa me recuerda un portal en Antigua, una sonrisa, las historias de amor de una familia que borda sus penas con hilos de seda y las exhibe con gracia, como la vida misma.