Saúl Rosales Carrillo

Saúl Rosales Carrillo
Escritor, estudioso y promotor de la literatura en La Laguna. Fue profesor del Departamento de Humanidades en la UIA Torreón y asimismo, ha impartido cátedra en diferentes instituciones universitarias de la región. Ha publicado los poemarios Vestigios de Eros, Tranparencia cotidiana, Floración del sueño y Esquilas domésticas; y en prosa, los volúmenes de cuentos Autorretrato con Rulfo, Vuelo imprevisto, Memoria del polvo y los ensayos Huellas de La Laguna. También es director de la revista Estepa del Nazas y responsable de las ediciones de la colección MM, auspiciadas por el municipio de Torreón. Desde 1999 es reconocido como Creador Emérito por el gobierno coahuilense.

Los pasos del joven obrero reptaban por el territorio de la desilusión. En vez de aterrizar desde la altura insignificante de la vida convencional tropezaban con la piel de la tierra, la rasguñaban, la raspaban; levantaban nubecillas que desvirtuaban el negro de los zapatos. Sin embargo, Damián caminaba con la cabeza alta, regida por su rígida verticalidad, como evitando el riesgo de que alguna inclinación la gravara y la pusiera a surcar, con sus pensamientos como arado, la corteza pulverizada de las calles sin asfalto. Miraba a lo lejos y su vista se perdía en el vacío. En la profundidad, las cosas evidenciaban la frontera tras la que se extendía el limpio infinito, la imantada inmensidad. Los filos bajos de los pretiles de las bajas edificaciones, los cerros de suaves sinuosidades y blancura caliza asentados en el sur, el horizonte prolongado en el norte, dilataban lo insondable. “Inmensidad, inmensidad abajo / inmensidad, inmensidad arriba”, le había hecho decir ese paisaje a Manuel José Othón.
        Desde su cabeza altiva, Damián dejaba ir sus ojos por la larga fila de pinabetes de tosca pilosidad.

        Pino alpino de los Alpes, pinabete
        alpino pino pinabete de los Alpes
        alpes alpino pino pinabete, casuarino
        casuarete, alperino, pinocasu, beterino
        pinabete casuarino, alpino pino de los Alpes.

        La vista del joven obrero se perdía, rozando las frondas de verde parduzco cargadas de polvo, en el oriente ilimitado del oriente, en la infinitud inimaginable y de angustia sofocante.
        Pasando desapercibida para el joven obrero, un agua avasallante rumoraba y lanzaba suaves chasquidos durante su rodar por el cauce del Tajo del Coyote.
        Desde cualquier casa, el radio ubicuo, despilfarrador, anónimo y desprejuiciado hizo explotar un potente golpe de tumba incendiado con trompetas brillantes, saxofones enérgicos, maracas y güiros chasqueantes y bongos restallantes. Después de muchos compases de vertiginosidad afrocubana de la orquesta de Pérez Prado, Beny Moré, con voz sombría cantó Oh, mundo se acabá. Y tras repetir varias veces su anuncio, un coro de voces femeninas con calculado alborozo lo siguieron:

        Latómica, latómica, latómica.
        Mundo no va.
        Latómica, latómica, latómica.
        Ven negra vamo a gozá
        quel mundo se va cabá.
        Ven sí, ven ya.
        Mundo se acabá.

        La poca letra y el mucho ritmo siguieron induciendo al hedonismo por el fatalismo.

        Ven negra vamo a gozá
        quel mundo se va cabá.

        El brazo de Aurora se enganchó en el brazo de Damián. La obrera entregó una limpia sonrisa a la cara del joven compañero que la miró con más desdén que indiferencia.
        —El tiempo es un espejo que repite las acciones. ¿Ya viste? Como antes.
        —Como antes qué.
        —Esto —dijo Aurora y echó una vista rápida a su brazo trenzado con el de Damián—, como otras veces/ me cuelgo de tu brazo.
        —Sí.
        —Te vi que andabas muy apurado. ¿Tuviste qué hablar con Evaristo?
        —No era nada.
        —Cómo que nada.
        —Nada.
        —Sí, algo traes. Cuéntame —pidió la obrera con voz viva, exultatoria, inmune a los pesares—. A lo mejor puedo ayudarte.

        A la derecha de la joven pareja, el Tajo del Coyote conducía el agua cedida por un derivador del río Nazas. La corriente escamoteada al torrente principal que al llegar a la comarca se dispersaba en una red de canales de riego, pasaba por las esclusas reguladoras de la edificación que la gente conocía como Casa Colorada y, en ingenua exageración, como Presa del Coyote. Era una casa de compuertas de pocos metros cuadrados que con su apariencia arquitectónica peculiar del porfiriato, planos y líneas de estilo neoclásico tardío, había quedado dos o tres cuadras a la espalda de la pareja de obreros. En la Casa Colorada que coronaba cinco compuertas de un ancho menor a dos metros, pilas de ladrillos bermejos recocidos sostenían muros que enmarcaban tres ventanas de arcos rústicos que miraban al oriente y sostenían hiladas concebidas para simular listoneados horizontales y repisas. Las cinco esclusas controlaban el caudal de los riegos agrícolas requeridos por las labores extendidas al oriente de la ciudad, núcleo urbano todavía muy dependiente de una economía sostenida por los ejidos, las pequeñas propiedades y los ilegales latifundios francos o simulados, diseminados más allá de la periferia de Torreón. En el campo, el agua anegaba, fecundaba y se dejaba hundir en la superficie pródiga que se convertiría en algodón. También se dejaba evaporar sin alcanzar a saciar la sed de las temperaturas siempre arriba de los treintaicinco grados y no pocas veces superiores a los cuarenta en los tórridos veranos propicios para el cultivo del algodonero.
        —¿Tú? —preguntó Damián y chasqueó los dientes con desprecio—, ¿tú vas a ayudarme?
        —Sí, yo. No podré —dijo Aurora—. El segundo enunciado era para sí misma, sonó como un desafío que ella se hincaba para que lo desclavaran sus posibilidades.
        —Vas–a–po–der —silabeó el desprecio de Damián—.
        —Parecías león enjaulado, vuelta y vuelta para un lado y para otro. Te acuerdas cuando hace muchos años, por aquí mismo/ cuando te hicieron el simulacro de violación/
        —No me gusta acordarme.

        Desde el puente que atravesaba el tajo en la calle Zaragoza un grupo de muchachos sin camisa, descalzos y en pantalones de piernas recortadas se lanzaban al agua. El puente se elevaba más de lo normal como pasillo estrecho para una sola persona. Lo habían dotado de pasamanos de tubo sólo en el lado por donde bajaba la corriente fecundante. Poseía esas características porque sería no para el uso de peatones comunes, sino especial para técnicos hidráulicos que desde su altura harían mediciones a los caudales de primavera y verano regulados unos trescientos metros al poniente, por la Casa Colorada. Los muchachos bañistas se zambullían en la corriente en un brinco desmañado o en un clavado supuestamente estético. Nadaban sin estilo, algunos con las manos por debajo de la superficie, como perro, otros salpicando su alboroto de brazos y piernas. Se abandonaban al caudal impetuoso para bogar hasta el próximo puente peatonal, cruzado sobre el tajo en la calle Valdez Carrillo. Después salían con dificultad agarrándose del zacate, hundiendo los dedos de pies y manos en el borde lodoso para regresar al puente alto de la Zaragoza y volver a exhibir sus saltos, de preferencia cuando los viera algún transeúnte.
        —¿Tú venías a bañarte al tajo cuando eras chico?
        —No.
        —¿No te gustaba?
        —No, no me atrevía.
        —¿Te cuidaban mucho?
        —No, más bien nada —dijo Damián y parecía ya sentirse a gusto con la conversación—, pero siempre he sido miedoso y hacía caso a las recomendaciones de mi mamá.

        El joven obrero le contó a Aurora que había deseado meterse a la corriente brava del tajo cuando cursaba el tercero o cuarto de primaria. No se atrevió, intimidado por las palabras preventivas y las imágenes bondadosas de su madre. Después lo olvidó.
        —Bueno, dime para qué fuiste a hablar con Evaristo.
        —No es nada, ya te dije —le advirtió Damián y miró el brazo de Aurora entreverado con el suyo y la otra mano encima reforzando la impresión que daba de ir amorosamente colgada de él—.
        —Mira que hermoso destella el tajo. Brilla de verde por la lama del fondo. Ama la lama. ¿Viste? Yo lo inventé. No ahorita. Un día me propuse/ Dices que no es nada, pero esa nada te hace hablar con tristeza. Qué te pasó con Evaristo.

        En el agua verde del tajo rebotaba la tarde que avanzaba hacia las diecinueve horas. La vida del universo y las ínfimas vidas ignoradas se derrumbaban sobre la corriente y desde allí se dispersaban para colmar lo posible y lo imposible. El verde translúcido del agua, el zacate que se prohijaba en los bordes, la franja de tierra humedecida entre el caudal y la alta superficie reseca, los chasquidos y rumores del líquido inquieto, eran prolongación de la luz infinita de la tarde.
        —Le pedí el empleo de linotipista —empezó a contarle Damián a su compañera Aurora, pero se interrumpió para hundirse en una larga pausa—. Para mí solo —continuó, y abrió la esclusa de otra larga pausa—, pero no me lo dio.

* Fragmento de la novela inédita “Iniciación en el relámpago”.