ante la necesidad de definirse
Leonor Paulina Domínguez Valdés
Leonor Paulina 
Domínguez Valdés

Profesora de tiempo e investigadora en el Departamento de Humanidades de la UIA Torreón.

Estamos frente a una colisión de paradigmas, pero esta realidad no es de hoy, no es producto de un instante, no es algo que haya brotado de la nada y por generación espontánea. En realidad, podríamos pensar que la “Nueva Época”, la “Nueva Era”, comenzó a gestarse a finales de la posguerra y es justamente en este periodo cuando podemos situar el inicio de la posmodernidad y la expansión cada vez más brutal del sistema capitalista. En realidad, el ímpetu globalizador cobró vigor desde aquel entonces. No obstante, la humanidad aún podía responder a las brutales demandas de la realidad, tal vez por la urgente necesidad de acudir al llamado para emprender la reconstrucción del mundo.
        Al holocausto de la Segunda Guerra Mundial le siguió la ignorada guerra de Corea y finalmente, el despiadado reclutamiento de jóvenes norteamericanos (en su mayoría pertenecientes a las minorías étnicas) para combatir en la guerra de Vietnam. Entonces, el mundo abrió los ojos y miró aterrorizado el derrumbe de todas sus creencias, la inoperancia absoluta de cualquier modelo ideológico, político o social sobre el cual estaban sostenidas la fe y la esperanza de los pueblos.
        Pronto, muy pronto, tal vez demasiado pronto, el mundo tomó conciencia de la realidad. La especie humana se sabía frágil, vulnerable, endeble e impotente ante su propia capacidad de destrucción. Así, en una acción desesperada por encontrarle un sentido a la existencia, el hombre hizo un intento por volver a Dios, desde una posición diferente a la anterior. El hombre quería ver y hablar con un Dios verdaderamente capaz de escuchar y de atender a sus demandas. El hombre pedía a gritos un Dios cercano, humano. En virtud de ello, las diferentes iglesias del mundo iniciaron un proceso de actualización y adecuación a la nueva realidad y a la necesidad de responder a las demandas de la humanidad.
        Lamentablemente, el hombre ya había vuelto la espalda a las instituciones religiosas en su expresión formal y se había puesto de frente ante un Dios personal, amante y comprensivo que no le traicionaba y que no bloqueaba su tendencia natural al conocimiento y a la búsqueda personal en todos los ámbitos del quehacer humano.
        Paralelamente, el hombre le hacía frente a las demandas del nuevo orden económico mundial, mismo que le requería cada vez más habilidades para el desempeño de su trabajo, al tiempo que le negaba cualquier probabilidad de pensar en una seguridad futura y en una posible estabilidad de cualquier índole. Al mismo tiempo, la vida política de las naciones era cada vez más inestable y las guerras de independencia en el continente africano empezaban a detonarse violentamente. En América Latina, a un golpe de Estado le seguía una guerra civil; mientras que en Asia, China empezaba a perfilarse como el Estado más poderoso del planeta, y Corea y Japón luchaban afanosamente por conseguir su boleto de entrada al club de las naciones ricas. Europa se encontraba dividida en dos grandes bloques y los Estados Unidos de Norteamérica se erguían como un gigante indestructible, incluso frente a los caprichos de las fuerzas del universo.

        La impotencia y la fragilidad humana no tardaron en mostrarse con flagrante evidencia, cuando en la década de los años ochenta, el proceso de globalización cobró mayor ímpetu y con ello, la expansión de los capitales. Nuevamente la confrontación geopolítica del mundo se transformo y nuevamente también, el hombre se sintió como una balsa pequeñísima y frágil flotando a la deriva.
        La estructura familiar que había probado una altísima eficiencia durante los últimos tres siglos, empezó a fracturarse y a mostrar su rigidez ante la necesidad de respuesta que le exigían los nuevos tiempos. Así, las generaciones más recientes han tratado una y otra vez de encontrar formas novedosas de adaptación a las demandas de la época, mediante la formación de comunas, la experiencia de compartir la vida en “unión libre”, el divorcio y la actual conformación de las familias, reconstituidas con una sola figura parental o bien, familias en las cuales cada uno de los cónyuges lleva consigo a sus hijos para conformar el nuevo núcleo social. Finalmente, el modelo que parece que ha tenido más éxito en la actualidad es aquel que consiste en establecer un compromiso amoroso entre la pareja, a través del que cada uno de los integrantes de la misma permanece en su domicilio y mantiene su espacio independiente, mientras que comparten entre sí aquellas cosas en las que la existencia les permita coincidir. En este tipo de acuerdos y compromisos entre las parejas, no hay algún documento que medie entre ambos, no hay bienes en común y cada uno de los integrantes conserva sus espacios personales libres de toda contaminación.
        El individuo como tal, se vive en una absoluta y total indefensión y su trance por la vida acontece entre el pavor y el temblor. El individuo le teme a todo, le teme a la vida y a la muerte, le teme a su presente y prefiere no pensar en el futuro. Todo, todo para él es incierto y no tiene manera de encontrar asidero, en medio de una economía voraz que le despoja de cada céntimo de su salario y que se mueve con hilos tan sutiles que resulta imposible percibirlos, tocarlos, moverlos.
        Pero el drama apenas comienza, porque ante la ingente necesidad de movilizar sus mercados, la sociedad actual promueve el consumismo en una forma impresionante. Comprar es el recurso obligado para mostrar que se está vivo, que el sujeto es un ser existente, que está en el mundo. “El dinero no es la felicidad, pero bien que se le parece”.
        El mundo, la vida misma es un mercado: toda acción humana está sometida a las leyes de reciprocidad, al toma y daca de la existencia; incluso, las relaciones afectivas están mediadas por esta realidad. Mientras tanto, el hombre se afana desesperadamente en prever su futuro inmediato, ya no digamos el momento de su retiro o su vejez, eso ya resulta imposible siquiera al arte de la contemplación.
       
El temor que genera la incertidumbre causa en el sujeto estados de tensión emocional y mental de tal magnitud, que a fuerza de cargar con el peso de una existencia permanentemente amenazada, la persona se vive a sí misma como un ser anhelante de respuestas, como una mujer o un hombre que reconoce que no puede modificar su pasado y que le teme enormemente al futuro, mismo que resulta más temible, en tanto que los primeros visos del envejecimiento van apareciendo y van dejando su huella en nuestra corporeidad. Entonces, ante el cúmulo de experiencias buenas y malas que han acrisolado el carácter de la persona, ésta siente una enorme curiosidad por entrar en armonía con el presente y conocer su futuro.
        Todo, absolutamente todo es incierto, no existe para el hombre la más mínima seguridad y frente a la única que tenemos, que es la muerte, nos resistimos y nos revelamos desesperadamente. Así, ante la desconfianza cada vez más intensa en relación con las instituciones religiosas, los hombres y las mujeres del mundo buscan recursos alternativos a los cuales vincularse para convertirlos así en sus seguridades, en sus asideros, en sus nuevos dioses. También se busca desesperadamente el aplazamiento de la vejez y el retraso, la disminución o bien, la erradicación de los estragos que ésta trae consigo.
        El ser humano aparece ante nosotros como un sujeto permanentemente insatisfecho, siempre dubitativo y temeroso, siempre consciente de su vulnerabilidad y de su endeblez, siempre expectante y ansioso, siempre perplejo, siempre suplicante, siempre doliente y al mismo tiempo, en la búsqueda constante de aquellos satisfactores que le permitan gozar, esparcirse, reír. El hombre está permanentemente en una búsqueda constante del gozo, de la felicidad, de la serenidad, de la armonía, de la paz interior y de la paz en el mundo. El hombre se sabe parte de él y por lo tanto, se sabe y se reconoce responsable de los acontecimientos globales. Se asume como un habitante de la Tierra Patria (término morineano).
        Pero nuestra Tierra Patria sufre, y porque sufre, tiembla, se calienta, se agota y se reconoce finita y pequeña... demasiado pequeña para los más y demasiado grande para los menos, y son precisamente éstos últimos, quienes deciden acerca de la realidad presente y futura de la humanidad, es ésa la inteligencia oculta que mueve los hilos de todos los procesos planetarios. La economía la mueven ellos, la política la mueven ellos y finalmente, la cultura la producen, la reproducen y la manipulan ellos, todo paradigma es creado, modificado, negado y destruido por ellos. Pero aún queda en el sujeto un reducto hasta ahora inexpugnable, el pequeño y escondido mundo de la conciencia, misma que le permite rescatarse, desahogarse, en una palabra: salvarse.

Verano de 2002