Octavio Paz: |
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Jaime Muñoz Vargas |
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Jaime Muñoz Vargas Licenciado en Ciencias de la Información y candidato a maestro en Historia. Investigador en el Archivo Juan Agustín de Espinoza, sj, y coordinador del taller literario de la UIA Torreón. Ha publicado entre otros, El augurio de la lumbre, Pálpito de la sierra Tarahumara y El principio del terror; obtuvo el premio nacional de novela “Jorge Ibargüengoitia” con Fervor de Santa Teresa. |
Junto
a su abundante y lúcida literatura, Octavio Paz (31 de marzo de 1914-19
de abril de 1998) edificó una obra periodística igualmente notable.
Por supuesto, cuando decimos periodística
nos referimos a esa porción de su escritura que aun siendo literaria
—por el estilo, por el género, por los temas— apareció primero en
publicaciones periódicas y luego se difundió en forma de libro. Es
tenue, pues, la frontera que separa en el caso de Paz lo literario de lo
periodístico, pero tenue y todo, es posible enfatizar que el premio
Nobel mexicano permaneció fiel, desde su mocedad hasta el último
suspiro, a las revistas literarias como receptáculos idóneos para
escanciar allí tanto la poesía como la reflexión ensayística, los
dos géneros que lo acompañaron hasta su muerte. |
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En 1931 —años más, años menos— los artistas mexicanos debatían sobre el carácter social o individual de sus quehaceres. O arte comprometido con la calle o arte enclaustrado en su torre de marfil, ése era el hamletiano dilema. Durante los veinte, ya sabemos lo que decidieron nuestros muralistas, y ya sabemos también lo que opinaron sobre el caso los estridentistas, por citar sólo a dos de las más radicales banderías. Paz, en el número 5 de Barandal, se trepa a ese conflicto —que más parecía cosa de adultos que de adolescentes— y lo hace con una solvencia que prefigura al gran crítico que después sería. Es, a sus 17, ya muy brillante, y desde el primer párrafo deja ver, acaso sin quererlo, que su preferencia apunta hacia el arte compenetrado con la vida que lo circunda. Observa Paz: [me referiré] a los problemas que no son puramente artísticos, pero que la tradición nos enseña, a despecho de la doctrina del arte puro, que influyen profundamente en la creación y le dan al arte un valor testimonial e histórico parejo a su calidad de belleza (el subrayado es mío). Tal vez demasiado simplista, Paz plantea dos caminos para el creador. Todavía no matiza, y su escala valoral sólo contempla dos territorios: el blanco y el negro: ¿El artista debe tener una doctrina completa —religiosa, política,
etc.—, dentro de la que debe enmarcar su obra?, ¿o debe, simplemente,
sujetarse a las leyes de la creación estética, desentendiéndose de
cualquier otro problema? El joven poeta inaugura su prosa crítica con este ensayo decisivo. “¿Arte de tesis o arte puro?”, se pregunta. La disyuntiva no es, para él, asunto baladí. Al contrario, le parece que las circunstancias que viven los jóvenes de América obligan la emisión de una respuesta urgente; de qué lado colocar los pies, con quiénes adherirse: por un lado, con los artistas esmerados sólo en el acicalamiento de las formas o, por el otro, con aquellos que han decidido convertir su oficio en dinamo del cambio social. Paz examina cada uno de los flancos: Para unos, lo fundamental es la intención, casi religiosa, de su obra.
Arte de propaganda. Polémico. De plaza pública. En el caso de los artepuristas, Paz recuerda que son consecuencia del individualismo prohijado por la Reforma y reforzado por la Revolución Francesa. El creador, desligado del exterior, incuba una obra que se complace con el regodeo y refinamiento excesivos, una obra que vale por sí misma, independientemente del asunto que aborde: Así, para el artista, no existe ningún problema ético y humano que lo agite, en cuanto se relacione con su oficio y su vida como tal, a no ser aquellos que se refieran a los de su arte en particular y los problemas internos que él suscite, como el de las formas y el de la técnica.
Dentro del arte por el arte, entonces, el pintor pinta formas, el poeta
escribe versos, el cineasta hace películas, todos ellos sin reparar en
el sentido social que pudieran tener los
asuntos que se pintan, escriben o filman. En ellos se resume, sugiere
Paz, el individualismo cuya meta termina donde concluye la obra de arte. no les importa por ahora el mérito técnico de su obra, sino el impulso de elevación y de eternidad que ella posea. Saben que las grandes culturas lo han sido precisamente por esa dirección total y conjunta de todos hacia un fin extrahumano… Curiosamente —y aquí aparece una paradoja, figura retórica que Octavio Paz elevaría a la condición de tropo predilecto—, los artistas de este orden, los revolucionarios, son los que más se apegan a la tradición clásica, puesto que se oponen a “la obra escéptica y corrosiva del hombre individualista, estrechamente hombre, sin sentido religioso”. Al igual que sus predecesores egipcios, griegos, latinos, medievales, el artista comprometido de 1931 apunta el concurso de sus esfuerzos hacia un fin que desborda los límites del formalismo y adopta un sentido teleológico. Paz, casi adolescente, comenta: Además, pese a su desconocimiento o negación de la tradición, ellos, en su esencia ética, de dirección dogmática, no hacen más que continuarla. Como el mejor arte del pasado, su arte es de intención (…) Arte religioso es el primitivo. El egipcio es lo mismo. El teatro griego es un teatro político y social (…) Todas las obras clásicas están llenas de alusiones partidaristas. Paz —insistimos por enésima ocasión que a sus 17 años— coincide con los artistas que abanderan, así sea borrosamente, una causa, no con aquellos que habitan la burbuja del artepurismo y desdeñan, semejantes a los dioses, todo lo que salga de esa esfera. De esa manera, el joven poeta prosigue una tradición que en Latinoamérica ha tenido, quizá como máximo exponente, a Martí. Es indispensable pensar que formamos parte de un continente cuya historia la hemos de hacer nosotros (…) Es necesario hacernos dignos de nuestro sino (…) Hemos de ser hombres completos, íntegros. Hemos de ser hombres cultos, en el sentido platónico y scheleriano del vocablo.
Esa
posición, asumida a tempranísima hora por Octavio Paz, fue sostenida
durante su larga carrera literaria. Fue, viéndolo bien, una especie de
arielismo tardío, y aunque es cierto que el compromiso de Paz no se
mantuvo estable en una sola ideología —hecho que le granjeó más de
un venablo—, no es menos cierto que siempre permaneció fiel a la
esencia de aquella profesión de fe publicada en Barandal número 5. Su fama
como polemista, como voluntario en la guerra civil española, como crítico
de la fascista masacre en Tlatelolco, como severo fustigador del
socialismo, como eje de revistas para la discusión de los grandes temas
de nuestro tiempo, como autor de tiempos nublados y de ogros filantrópicos,
toda esa fama quizá provenga de aquel ensayito articulado cuando apenas
despuntaba su talento. De algo podemos estar seguros: el premio Nobel
mexicano fue un hombre involucrado con la hora que le cupo en suerte. Comarca Lagunera, 23, septiembre y 98 * Revistas mexicanas literarias modernas, Barandal (1931-1932) y Cuadernos del Valle de México (1933–1934), FCE, México, pp. 147–151. |