Fernando Martínez Sánchez
Escritor y periodista. Profesor de literatura en la UIA Torreón. Cronista de la ciudad. Ha publicado Nada y ave, Suma presencia, Los pájaros del atardecer e Innovación y permanencia en la literatura coahilense, entre otros. Algunos de sus textos han aparecido en la revista Fronteras y en el suplemento cultural de La Jornada.

Entiendo. Los sueños no son difíciles de alcanzar. No necesito dormir para experimentarlos. Al caminar por calles, plazas y mercados, cuando recorro los barrios en mi bicicleta —el más útil de mis objetos personales— escapan las fantasías de mi mente. Parece como si pedaleara por la orilla de la playa. Chispazos de mis sueños alcanzan los finos tobillos femeninos, los cabellos perfumados de sirena, los ojos que retratan la belleza del paisaje. Despierto, aunque no desdeño la rotundez de las formas de las vendedoras de fritangas en el marcado, y de las nanas que sacan a pasear, en sus cochecitos, a los críos a su cuidado.
        La valentía me corre por las venas cuando casi vuelo valido de mi bicicleta. Montado en mi sillín, como el Manchego en la silla de Rocinante, también me siento capaz de enderezar entuertos y satisfacer a dueñas y duquesas. Sin temor al vértigo, ensamblados en la nariz mis espejuelos, me lanzo al encuentro de las aventuras más insólitas. Tan valiente y temerario como Francois Villon, pero más honesto, que le conste a Alfonso.
        Tampoco son ajenas a mis sueños las mecanógrafas al servicio de la secretaría y las dependientas de los grandes almacenes. A pesar de mi bibliofilia, tal vez, ¿por qué no?, cambiaría el más valioso de mis incunables por un solo beso de la más guapa de mis alumnas. No crean en mi misoginia. Todo es culpa de mi timidez.
        A vencerla me ayudan mis amigos. Me siento feliz cuando puedo disfrutar con ellos de espectáculos frívolos, abundantes vicetiples y tonadilleras. El colmo de mi felicidad soterrada, cuando compartimos la mesa con Lupe Rivas Cacho, por ejemplo, y disfrutamos las delicias gastronómicas del café La Ópera. Luego, en alegre pandilla, ya solos, recorremos —pasados los postres y el ajenjo— los lugares secretos de la ciudad.
        Mi distracción favorita es la contemplación de la belleza femenina, y mi mayor goce, hasta ahora, acariciar las pastas de una edición príncipe, solazarme con la perfección, gracia y colorido de sus ilustraciones, leer multiplicadamente el año de edición y el pie de imprenta. Oler las hojas gruesas y palpar las huellas dejadas por los tipos de imprenta y las planchas de los grabadores.

        Si no fuera por uno que otro incunable, mi corazón y mi alma jamás hubieran latido y alentado con el ritmo y la dimensión del amor. Acompañado de mis libros es menos penosa la soledad. Abro con avidez los folios de algún volumen comprado a Gamoneda o los hermanos Porrúa. La hoja del cuchillo se desliza entre los folios con la misma intención que mi virilidad por el cáliz femenino. Violar el libro, aspirarlo, tocarlo en su textura de pasta española o percalina; pasar suavemente los dedos por el delicado relieve de las planchas, admirar los lomos y las guardas, mirar una y otra vez el año de impresión y la firma de la casa editora.
        Es la locura del amor que he conocido. Es el vicio del coleccionista y, también, por qué no decirlo, la pasión por la belleza. Después, guardar mi tesoro en el lugar de honor de mi biblioteca, dentro de un estuche transparente y contemplarlo, todos los días, con el franco anhelo de gustarlo y gastarlo a fuerza de mirarlo y olerlo. Pero, desflorar un libro con mi afilado abrecartas de marfil, penetrarlo, llegar al fondo de su entraña, absorber todas sus letras, es un lance que mucho tiene que ver con el erotismo y mi afán de coleccionista. Hace poco leí a un tal Sigmund Freud. Con mi voracidad de lector, no tardaré en hallar mi id, sin necesidad de postrarme en algún diván vienés.
        También vibra la felicidad en todo mi ser cuando, con mis amigos, especialmente con Alfonso Reyes (mi leal y verdadero), disfruto de algún hallazgo literario: una página ironizante de Oscar Wilde, un cuento de Gaspard de la Nuit, un “Mimo” de Marcel Schowb dando a luz quíntuples de poesía, un capítulo de Stevenson preñado de aventura, una noche florentina de Heinrich Heine, brillante de puñales y espadas desnudos, o una inservible, para mí, lección del Caballero de Seingalt, para aprender a ser galán.
        El peso del agobio me empequeñece más y quedo hablando solo, tartamudeando, incomunicado del mundo, si no recibo cartas de Pedro o Alfonso. Quizás me bastaría en ese momento la compañía de Antonio Castro Leal —aunque discutamos sobre Walter Pater—, o la conversación con Antonio Caso —a pesar de que casi siempre aturde— o la suave vecindad de Carlos Díaz Dufoo (hijo), de Alfonso Cravioto o de Valenzuela.
        Me entristece pensar que muchos ya no son mis amigos. Entonces sería formidable empaparme de Lugones y Laforgue, convertirme en un lunático apacible y gentil para poner mi grano de arena en la consecución de la paz universal.
        Cuando mi amigo Alfonso Reyes me escribe de París, Madrid o Brasil, el corazón me quiere brincar del pecho y convertirse en un enorme globo rojo que, inflado de vanidad, se eleve por encima de los edificios y del monumento a Cuauhtémoc, hasta perderse entre los vapores del infinito.
        Qué orgullo si Azorín o Valle–lnclán me envían un recadito elogioso por mis Ensayos y poemas. Entonces vuelve a correr la sangre por mis venas y me olvido que estoy condenado a ser un personaje chejoviano lleno de musarañas toda la vida; entonces, para no invalidar mi pasaje por esta tierra, con un pico y pala me entrego a la tarea de encontrar vetas preciosas de oro y diamantes literarios para ofrecerlas a Circe, que no podrá negarme el brillo de sus escamas, la dulzura de su voz y la humedad de sus cabellos que refresque el ardor de mi frente, aunque, luego, me convide el veneno de sus labios.
        Siempre me he preguntado si vale la pena ser importante. Ministro plenipotenciario de México en Madrid y pasear en carruaje para presentar al rey mis cartas credenciales. Si escribir y leer y amar los libros vale tanto la pena, en lugar de perseguir y devorar a las muchachas “frescas como coles”, según López Velarde, ese poeta tan inferior a Rafael López. Lucir, apenas, una familia discreta de hijos formales y una esposa que conserve siempre su encanto de Venus Calipeia, y no se convierta en una vaca pastando en mi jardín. ¿O, será mejor seguir el camino de Carlos Díaz Dufoo (hijo) o Jorge Cuesta, y desaparecer por lo sano sin dejar tras de uno más que el breve y acompasado respiro de unas cuartillas que pronto arrastre el viento, sabe a dónde?
        Me acuerdo, a veces, de Torreón y el ruido desesperante que hacían los chinos en su cafetería al lavar platos y tazas. De esa ciudad, que siempre es un terregal. Apenas recuerdo de mi infancia los paseos con el poeta Manuel José Othón, y las enseñanzas primitivas, y el periodiquito del profesor Delfino Ríos.

        En mi juventud me asustaba presentarme a la casa de mis padres y enseñar las notas de la universidad, porque papá siempre reclamaba la escasez de excelencia en ellas. Pero, cuando paseaba por la Plaza 2 de Abril, en Torreón, no dejaban de entusiasmarme los cuellos de las señoritas y el ruido que producía el almidón de sus faldas limpísimas al arrastrar por el suelo o chocar con la tibieza de los muslos.
        Cómo me gustaría pasar largas veladas en París, en compañía de Reyes, Borges, Kafka, Schowb, Stevenson, Wilde, Pater y Foujita. Qué gusto. Hablar con Villon y los hermanos Grimm, de los argivos y los unicornios, de las sirenas de cfrenchas inacabables sembradas de conchas, y de las bibliotecas infinitas. Una de esas veladas podría estar amenizada por Charles Chaplin y la Bella Otero. Si del más allá pudieran llegar don Francisco Goya y Lucientes y su Maja, obviamente que desnuda, sería de lo más agradable. Alfonso con su don de gentes podría convencer a Marcel Proust a que abandonara su habitación forrada de corcho para venir a mojar la magdalena con nosotros y sus muchachas en flor, y recordarnos para siempre.
        No deja de vislumbrar mi pensamiento las formas de aquella empleada, mi compañera en la dirección de correos, ¿o fue en Gobernación?; de mi alumna texana, de la Rivas Cacho o de Tina Modotti; las señoritas Terrés también llegaron a inquietar mi corazón; pero aquella rotundez de formas de sirvientas y lavanderas en la flor de la vida, a las que perseguía como abejorro montado en mi bicicleta, no tienen punto de comparación con nadie. Tiene razón Andrés Henestrosa cuando afirma que los intelectuales sentimos una irresistible atracción por las fámulas, esas, agrego yo, olorosas a maíz recién tostado.
        Con dificultad me mantengo en mis cabales al recordar o sufrir lo estrepitoso de la vida. El ruido insufrible de los chinos de aquel restaurante de Torreón cuando lavaban los platos; los rugidos oratorios de Antonio Caso; los desplantes del otro Antonio (Castro Leal), y el teclear de las máquinas de escribir en las oficinas públicas donde tanto padecí el infernal y monótono alborotar del mundo. A pesar de la suavidad y el ritmo reposado de los cantos metodistas en aquel poblado del sur de Texas, no dejaban de serme fastidiosos, sobre todo confundidos con el profundo mugir de las vacas y el ronroneo de los fotingos.
        En cambio, el barullo de las calles del barrio de San Ildefonso o de Santa María o de la Estación Colonia nunca me disgustaron. Al contrario, disfrutaba la alegría de las ferias y el pregonar de los mercados. En ellos volvía a escuchar las voces de mi admirado Arcipreste, de la Trotaconventos y del Caballero de Seingalt, cuyas memorias me desvelaron —en vano— tantas veces.
        La tristeza me invade cuando pienso en la soledad y la vejez. En que voy a quedar solo, sin amigos ni mujer. No soy afecto al llanto ni al moqueo de los pobres personajes de Chejov, soy más bien estoico de alma, pero mi corazón es de epicúreo, no dejan de nublarme las lágrimas cuando recuerdo los regaños de mi padre en Torreón, por las malas calificaciones obtenidas; la ceguera de mi madre; la acusación infundada de Alfonso sobre el robo del Covarrubias–Aldrete, y el pensar en todos los años perdidos en cátedras —inútiles en ocasiones— y en simiescas oficinas burocráticas repletas de empleados siniestros, o empleados simiescos en oficinas siniestras, lo mismo da.
        Me invade el pánico cuando pienso en que pude haberme casado y perder mi libertad. Pero vuelvo a mi sueño de la entrega absoluta de una frágil doncella que, al cabo del tiempo, descubriré, es la misma de alguna estampa de mis libros franceses. En donde nunca se volverá ni vaca ni serpiente, y, al cabo del tiempo, aparecerá como una graciosa estampa de Rubens, colmadas de rubores las mejillas y encendidos sus labios, recién besados por mí.

        Me produce angustia la posibilidad de morir como un can sin tener siquiera una sirvienta que me tienda la mano cuando llegue el momento del terrible e ineluctable trance.
        Quisiera ser embajador de México en Italia, pero no me atrevo a pedirlo, por no lograr que me lo concedan. Ni siquiera me he casado, y ya saben ustedes... a un hombre pequeño de estatura como soy yo y... además tartamudo, le es difícil aspirar a puestos tan importantes. Pido a nuestra Señora de Rocamadour, ya que soy una de las hojas más altas de su árbol, y —por lo tanto— estoy más cerca de ella, que me permita ver el desfile de los que vienen y de los que van, para poder describirlo en una novela de muchas páginas, como las que quiere Alfonso que invente; pero temo que al acercarme al altar de Nuestra Señora para rogar que me escuche, se atraviese en mi camino el incesante reloj burocrático, el de las obligaciones, el que nunca alcanza para ganar el pan, y menos para dedicar todo el tiempo a escribir volúmenes y volúmenes como los que perpetra Alfonso, impunemente, ayudado por Manuela, ¿la zafia?
        Aunque, bien mirado, ¿para qué quiero pedir nada más que llevar bajo el brazo las pocas páginas que pude arrebatar al misterio de la creación? Me siento satisfecho. Con ellas logré llevar a cabo grandes hazañas literarias, tantas o más que aventuras tuvo don Quijote, con una bacía de casco y un escudo de cuero y una lanza de maltrecho palo. Me cuesta trabajo escribir. No he podido saber si por flojera, desidia, compromisos de trabajo o porque no me amo lo suficiente para ser más que Alfonso, Antonio, Martín Luis, Pepe o Pedro. Me identifico algo con Carlos, será que, en el fondo, tengo vocación de suicida. Soy un equilibrista de todos los caminos. Un cazador frustrado de la hermosura gozable con los cinco sentidos. Un escritor venido a menos. Un mártir de la cátedra, de los horarios y los trámites burocráticos. Me siento, a veces, como el hazmerreír de las personas, las circunstancias y las cosas. No tengo estatura de estatua épica ni rostro para un busto municipal. Destilo una salivilla para atrapar a las mujeres, pero no tiene siquiera la resistencia de las redes que tejen las arañas para sorber y gustar a sus víctimas. Soy una paradoja porque el mundo, casi en su totalidad, me da risa y entristece a la vez. Probablemente me sentiría a gusto haciendo el papel de polichinela.
        Nadie me gana en mis especialidades librescas, en mi conocimiento de los autores medievales de poesías eróticas. ¿Quién podría, como yo, escribir en una cuartilla todo el resquemor de la vida y, además, sin cometer ninguna falta contra la gramática, ningún solecismo? Soy el mejor cazador de erratas de imprenta y el mejor autocrítico de mi obra literaria. Aprendí el secreto de la ironía y la sutileza. Mi pluma sólo hiere, pero causa más dolor que la misma muerte. Cuando menos es lo que imagino por las reacciones de quienes han sentido sus desgarraduras.
        Algo influí en cultivar al vulgo con mis verdes ediciones de los Clásicos; y más de un escritor, que ahora presume, debe a mi cátedra y consejos más de lo que se imagina. Fui un gnomo escurridizo y mágico, un Gaspar de la Noche. Me prodigué en saraos y francachelas; vestí en mi juventud como Dios manda; gocé de las delicias de la gastronomía y de los encantos de la contemplación pura. Ahora el polvo se acumula sobre los estantes de mi biblioteca y pienso, a veces, que juego ping–pong con Jorge Luis Borges, tenis con Franz Kafka y carreras de caballos con Alfonso Reyes. Si pudiera me casaría con la Sirenita de Copenhague, y luego la invitaría a que pasáramos a ver a las rameras, en los escaparates, ejerciendo su oficio.
        Nadie lo sabe, pero me aterra la vejez, no tanto por su proximidad con la muerte como por lo que tiene de estorboso. Las bielas no responderán a la energía que mis débiles piernas impriman a mi bicicleta. Cada día veré menos, se escaparán las mil formas de la belleza que huelo y veo aletear en las calles y plazas, a mi alrededor. Sería terrible morir  en mi sillón, frente a mi mesa de trabajo, encima, una hoja virgen de literatura. Mi cadáver sería descubierto días después, ya avanzado el proceso emprendido por los agentes que descomponen la carne y la vuelven polvo.
        Me aterroriza que mi obra escasa perdure muchos años más allá de mi muerte y que pudieran celebrar el centenario de mi nacimiento con sesudas conferencias de investigadores extranjeros y el descubrimiento de mi busto, en bronce color rojizo, en el vestíbulo del Ateneo Fuente de mi natal Saltillo.
        Más que nada me gustaría reposar en la tumba del olvido, que no removieran mis huesos de la morada que les toque, para llevarlos —por ejemplo— a la Rotonda de los Hombres Ilustres y que —en todo caso— cuando quieran hacerlo, las raíces de los abedules y la tierra pródiga ya le hayan ganado sitio a lo que algún día fue mi entraña.
        En el umbral de la senectud deseo, con fervor, que alumbre más la luz de mi entendimiento, hasta los últimos instantes. Entonces imaginaría mi vuelta a la infancia para volver a perderme entre las páginas de los libros de los hermanos Grimm y desear otra vez violar a la núbil Blancanieves.

* Texto publicado en la revista La paloma azul, enero–junio de 1989.