Salvador Sáenz
Egresado de la Licenciatura en Sistemas Computacionales e Informática e integrante del taller literario de la UIA Torreón. Ha publicado cuentos y poemas en distintos periódicos y revistas de la región.

Los dos se subieron en una de tantas esquinas del Centro; uno se sentó al lado de una señorita y el otro acaparó todo el asiento donde estaba la ventanilla abierta. Con su llegada quedaba completo el cupo del autobús que los llevaría a Matamoros. Los dos vestían con ropa holgada y cachucha; uno tenía tatuada la cara con una gota verde deslizándose por el ojo. Antes de que el autobús tomara la carretera, hizo su última parada en un centro comercial. Subió solamente una señora cargada de bolsas y se fue a sentar junto a uno de los malvivientes. La señora, por su apariencia y su manera de hablar, parecía una de esas mujeres de “alta sociedad” que salen en la sección de sociales de los periódicos; aunque uno se puede preguntar inmediatamente por qué siendo una dama de categoría se transporta en rutas urbanas, pero así sucede en una ciudad donde a todos emociona la tentadora llegada del progreso, como en las grandes capitales.
        Una vez en camino, y cuando el autobús adquirió cierta velocidad, el aire que se colaba por la ventana estropeaba el peinado de la “dama de sociedad”. La mujer se movía incómoda, protegía su pelo y cambiaba de posición en su mismo sitio, pero no se decidía a pedir al joven que cerrara la ventana: el tipo aquel tenía su cabeza afuera, echando piropos a todas las muchachas que veía; cantaba de vez en cuando unas cumbias y casi gritaba al platicar con su acompañante.
        La señora finalmente se decidió a hablar:
        —¿Podría ser tan amable de cerrar la ventanilla, joven?— pidió la dama.
        El malandro cerró la ventanilla de golpe sin decir nada. Todos los pasajeros quedaron sorprendidos ante la actitud tan servicial del muchacho que contrastaba totalmente con su apariencia, pues es bien sabido o aceptado generalmente que los pandilleros, como aquel joven, hacen y deshacen de acuerdo a su antojo, no respetando la ley ni las imposiciones morales de la sociedad.
        —Gracias, joven, qué amable de su parte. Es muy bueno saber que todavía existe gente educada como usted.
        De pronto, los ojos del pandillero se abrieron como dos mundos: por su mente transitó aquella palabra confundiendo su cerebro: educado, educado. Sintió que los sucesos que habían sido parte de su vida, como la de todo pandillero (pintar paredes, tomar cerveza en las esquinas del barrio, golpear a transeúntes sin razón o armar pleitos en los bailes) de pronto habían sido traicionados con esta buena actitud. Al borde de la locura, no pudo soportar la tremenda desesperación, abrió la ventana de golpe otra vez y la corriente de aire, que entró como huracán, le arrancó a la “dama de categoría” la peluca que llevaba puesta; mientras él y su acompañante aullaron su acción como un triunfo y bajaron del autobús golpeando la cabeza de los pasajeros, reivindicando así su condición de malvivientes.