Claudio García Ehrenfeld
México, D.F., 1984. Estudia Letras Clásicas en la UNAM y es integrante del taller literario del escritor Guillermo Samperio.

 

People say you must play music to know her, that ain´t true
You must love her to know her

Sidney Bechet

El murmullo del tráfico se escucha en los cuartos del edificio que se levanta entre las calles de Juramento y Amenábar, en Buenos Aires. Imágenes y sonidos se confunden en la pequeña esquina.
        Las órdenes del semáforo son obedecidas solamente cuando algún claxón moviliza la mañana. Una cuadra adelante, el mercado atrae a ladrones de mujeres que buscan el pan de cada día. Las colegialas hacen, con sus risas y sutiles provocaciones, que los transeúntes desvíen la mirada hacia las faldas cortas. En la zona, los enormes árboles guardan el canto de los pájaros que, con sus desperdicios, amenazan a los viejos que se besan en las bancas cobijadas por la sombra de las hojas; un ciego cruza la calle y su perro lo cuida ladrando para que no sea atropellado por un ciclista. Además del movimiento y del ruido, en el edificio viven cuatro músicos de jazz, en separados y reducidos departamentos. Su contacto más común es levantar la mano o un simple ¿cómo estás?, actos de cortesía que impiden la comunicación. Sin embargo, todos ellos comparten una rutina u obsesión que los une: la mujer de rojo.
        Ella camina todos los días, entre las diez treinta y cinco y las diez cuarenta de la mañana. Pasa siempre puntual, provocativa con el vaivén de su cintura o deslizando sus manos blancas por el cabello rojizo que a veces cae sobre sus ojos. Ellos comparten el insomnio, síntoma de aquellos que tienen el corazón por delante del cerebro. Cuando clarea el sol, la estridencia interrumpe los sueños, incluso del vagabundo que duerme en el pórtico del edificio. El baterista, el mayor, despierta; inmediatamente prepara un café y se sienta en un viejo sillón a leer el diario. De vez en cuando recorta un obituario y lo pega en un corcho que cuelga de la pared. Luego, en la tenue luz, abre una cortina y se pone a tocar. Da golpes cansados por la artritis, que se descomponen en un tiempo sin lógica y desatinadas síncopas. El bajista no se preocupa siquiera por afinar su instrumento, da los bajos menos profundos que se puedan escuchar. “Soy un pelotudo”, se dice, y empieza con la primera cerveza. Cuando la termina, pone la botella junto a las otras en la mesa de la cocina; aplasta a alguna cucaracha. Sentado, hojea una revista pornográfica; después sigue tocando.

        La vecina del 402 se levanta por los incesantes chillidos del saxofón. Se escucha el timbre y, sin quitar la cadena, el saxofonista abre la puerta. Una ola de quejidos le da los buenos días y él los recibe con suaves ruiditos de aceptación, sin decir una palabra. Ella ve el cuarto lleno de pósters de un tal C.P. y olfatea un olor a hierba extraña. Después de cerrar la puerta, el saxofón continúa sonando a todo pulmón, sin tener consideración por los tímpanos de la anciana.
        Ya todo está en orden: el florero al centro de la mesa, las sillas acomodadas y los platos limpios. Tiende la cama; después, sus manos recorren el piano de pared que está junto a la ventana con escalas mayores y menores. Mueve los dedos de arriba a abajo, a corta velocidad y, luego, cuando alguna nota se escapa casi por voluntad propia, la cabeza cae como un martillo en las teclas. Llega la migraña, se levanta y desordena todo. El florero está ladeado, una de las sillas en el suelo, además de una cuchara sucia junto al bote de helado vacío. El joven que vende tiras cómicas en la planta baja se pone tapones en los oídos cuando ya el ruido alcanza a sofocarlo.
        Minutos antes de las diez treinta y cinco el ambiente cambia. La estridencia es opacada por el silencio, los vecinos descansan los oídos e incluso salen a los balcones. El pianista asoma la cabeza, el baterista acerca los tambores y timbales al balcón; el bajista sale también y el saxofonista se sienta en un riesgoso barandal. Se emboban con el simple hecho de saber que la mujer pasará dentro de un instante.
        Como si fuera un horizonte lejano que no está a más de dos cuadras, la mujer aparece en una esquina. Cuatro suaves golpeteos de madera marcan el inicio de una canción: cada día distinta según el movimiento urbano y la orientación del viento, pero la canción gira siempre en torno al rojo y la mujer.
        La batería toca figuras ondulantes, acordes no sólo con el ir y venir de las caderas de ella, sino también con los coches y los perros que pasan a su lado; incluso, con el platillo marca el ritmo de su cabello al moverse con el viento.
        El saxofón toca dulce y alocado la cobriza y femenina mirada. La respiración controlada y yuxtapuesta a la escucha de los tiempos se convierte en un rojo corazón. Entonces el aliento suena como un alivio, se vuelve el cantar de lo inalcanzable.
        El piano, amante fiel, va de su mano como un caballero, sin proezas. Limitado conscientemente a acompañar con acordes arpegiados el paso de la mujer, va tocando los cambios de su semblante. Funciona también como protector invisble de ella, de los transeúntes y del resto de los instrumentos. Por momentos el piano proteje su propia lujuria.
        El bajo sirve de zapatos rojos, cuida los errores del grupo, los vidrios y las piedras que están en el camino de la mujer. Toca el rojo que trae puesto, el de su vestimenta y su actitud. Se puede saber que la música la invita al baile cuando ella se mueve al unísono del fraseo que llevan los músicos. Pero jamás se ha dignado a voltear hacia el edificio.
        Continúan todos en una orquestación hasta que la mujer desaparece, ahí termina la canción, pero siempre a sabiendas de que sonará al día siguiente. Desde sus balcones, los músicos se felicitan y saludan con señas, regresando a las malas entonaciones, al destiempo y a la depresión.
        Un día como todos la mujer no pasó: un taxista que desobedeció las instrucciones del semáforo la atropelló. Esa noche el baterista sufrió un infarto fatal. Entregados al alcohol, lloran; sólo el piano toca a la memoria de ella creyendo que la mujer escogió una ruta más corta a la calle Cabildo donde trabajaba. El resto abandonó la música. La mujer del 402 hace visitas, no para quejarse, sólo para saber si todo está en orden con el de barba espesa. Únicamente quedó el murmullo de la esquina de Juramento y Amenábar.