Rafael Mondragón
Nació en Villahermosa, Tabasco en 1983. Es ex alumno de la Preparatoria Carlos Pereyra. Actualmente estudia de la Licenciatura en Lengua y Letras Hispánicas en la UNAM.

El día es frío. Él se encuentra sentado en esa mesa de allá; su silla está acomodada para mirar a la pared. Hay un espejo al lado de la puerta del baño de mujeres. Él observa por ese espejo, de cuando en cuando, examina con la mirada a la gente que llega. Su cara está llena de esa seguridad que produce observar a alguien a través de un espejo, esa seguridad que da el no estar con alguien cara a cara. Él saborea el chocolate caliente. En los meses que lleva viniendo aquí, he observado que le gusta ponerle canela al chocolate; lleva una bolsita con canela en el bolsillo de su abrigo. Le gusta venir aquí de dos a cuatro y media de la tarde, de lunes a viernes. Ella es uno de los muchos clientes que llegan de dos a cuatro. Seguro que a esa hora los dejan salir de alguna oficina cercana. A él le gusta irse a las cuatro y media; observo la mirada de él, fija en el espejo. Él observa, a través del espejo, el movimiento de las personas que se alejan cuando dan las cuatro de la tarde. Observa cómo se van, se ponen su sombrero para luego cruzar los brazos antes de cerrar los ojos y salir a la calle, llena de frío.
        Ella acaricia el borde exterior de la taza, calentando sus manos a través del tacto caliente. Tiene unos dedos largos y flacos; los huesos sobresalen entre la poca piel. Seguro se siente bien entrar a un lugar caliente, sobre todo con el viento de afuera. Cuando se entra a un lugar caliente pasan siempre unos minutos antes de que el cuerpo se acostumbre, y entonces se camina lentamente, mientras el cuerpo hormiguea; se busca un lugar donde sentarse; lleno de la certeza de que después de sentarse, tarde o temprano, llegará el café caliente, con el cual por fin se calentarán las manos. Cuando ella pide café caliente, me gusta poner unos sobrecitos de crema en el plato sobre el cual está la taza.
        Despierto y el cuarto es blanco. Abrir los ojos; lo terrible es el silencio. Las noches de insomnio están llenas de silencio. Me despierto con la certeza de que no podré volver a quedarme dormido esta noche. Camino y los pies descalzos sienten el tacto helado del suelo. Mi mano abre entonces la cortina. Muevo la mano en la mitad de la noche. Hay cuerpos que se mueven lentamente del otro lado, en la calle. Las figuras caminan, y yo pienso en fantasmas de niebla.
        Mi Café1 es un lugar muy pequeño, así que me puedo dar el lujo de revisar cada uno de los platos antes de que la mesera los lleve a los clientes. Me gusta hacerlo, uno por uno.2 Cuando ella pide café caliente, me gusta ponerle unos sobrecitos de crema al lado de la taza. Ella nunca los pide, pero me puedo imaginar cómo se siente cuando ve que llegan, imagino que sonríe y rasga con la uña del pulgar el envoltorio de uno de ellos. Pasa algo maravilloso cuando la crema en polvo cae dentro de la taza del café. En el fondo negro comienzan a aparecer figuras de blanco. Cuando la cuchara menea el café, parece como si se formara en la taza un camino blanco de estrellas. Después, el color negro cambia.
        El hombre negro de cabello canoso sabe que pronto no tendrá más dinero. Lo sabe porque lleva una semana despedido; la niña no sabe del despido del hombre canoso, come su flan y se adivina que está distraída por el movimiento revoloteante de la cuchara. El hombre negro alarga la mano cansada y acaricia con ternura el pelo de la niña. El hombre y la niña llegan siempre los jueves, alrededor de las tres de la tarde. Abren la puerta en caminar silencioso, la campanilla de la puerta tintinea y entonces se escuchan los pasos de la suela del hombre, que rechina por el agua de afuera. Sólo se escuchan los pasos del viejo, porque siempre lleva a la niña cargando en caballito sobre sus hombros. Entonces él voltea y saluda, con la mirada callada, haciendo únicamente un asentimiento de cabeza. Yo entonces sonrío y me le quedo viendo.
        La hora de abrir el Café es casi siempre la hora de mis fantasmas de niebla. La luz de la mañana es blanca, creo que es a eso a lo que llaman “luz del alba”. Luz del alba. La blancura de esa luz es como un río que inunda las pieles. Mis manos llenas de venas se llenan de frío mientras corro la cortina metálica, abro la puerta con las llaves que tiritan. Cuando yo tengo frío mis manos sudan. Dentro, paso una franela por el vidrio de la puerta. Limpio los espejos al lado de la puerta del baño. Me quedo detenido a la mitad del lugar. Todo está lleno de la luz del alba. Ahora es cosa de paciencia. El lugar tendrá calor cuando comience a llegar la gente.
        Él se queda mirando la esquina del Café, el espejo; ella entra y cómo explicar lo que sucede en él cuando aparece; entonces él se queda callado mientras su mano derecha se mueve distraída, meneando la taza de chocolate. Me quedo pensando en el Cuerpo Místico de Cristo. El Espíritu Santo habita en nosotros, la gente que camina en la calle es toda un Templo.3 A veces siento que yo mismo soy parte de algo más, que todos ellos forman parte de mí.4 Él se queda mirando mientras ella entra y pide café; a él le gusta la forma en que ella baja las pestañas cuando cierra sus ojos. Imagino que quizás ella lo sabe, y por eso baja los ojos a menudo. Ella tiene sueño; siempre pide café y tiene una marca delgada bajo los ojos, una marca que indica ojeras. 
        El hombre negro de cabello canoso sigue viniendo a mi Café; a su hija le gusta nuestro flan. Me gustaría tanto decirle que yo sé lo que sucedió con su trabajo. Me gustaría que se levantara y se acercara a contarme, que me dijera que necesita contarle algo a alguien; entonces yo podría decirle que lo sé, que yo puedo prestarle dinero. Le diría que a mí no me importa que no pague, que puede venir a comer siempre los jueves. Entonces conocería el nombre de su niña, y podría saludarlos con abrazos cuando llegan. Ojalá él se acercara y me dijera algo. Entonces yo podría decirles —les diría a todos— que yo amo a la gente.
        Son las dos, y él se sienta en su mesa de siempre. Siempre, cuando abro, acomodo la silla para que él, al sentarse, quede mirando la calle. Siempre, cuando llega, mueve la silla al otro lado de la mesa, se queda mirando el espejo que está casi en la esquina del Café.5 Entonces me enfurezco. Me dan ganas de gritarle que se acerque a ella. Que se levante.
        Me acuerdo que un día llegó más tarde de lo acostumbrado; cuando entró, ella ya estaba tomando su café. Él se quedó petrificado, ahí, a la mitad de la puerta. Las campanillas tintinearon y después se quedaron así. No me acuerdo qué sucedió después, pero me gustaría pensar que tomó fuerzas y recorrió paso a paso toda la longitud del Café, hasta llegar a su sitio de siempre, cambiar la silla de lugar intentando no hacer ruido. Me gustaría pensar que, cuando pasó junto a ella, él se sintió nervioso.

        A veces me quedo platicando conmigo mismo, en las noches. Comienzo a platicar conmigo mismo normalmente después de haber tomado un vaso con vodka. El sabor del vodka es húmedo y cortante, como el peso de una verdad. Me gusta platicar conmigo mismo. Me siento sobre la cama en cuclillas, vestido con mi camisón. Con el vaso de vodka en mis manos me siento como un marinero. Platico y me muevo a los lados. Pero ahora basta de menearse, me digo. Ahora se trata de discutir algo serio. Entonces me disculpo conmigo mismo y digo que prometo escucharme. Entonces escucho cómo me hablo a mí mismo, cuidadosamente, escogiendo cada palabra para no herir al que me escucha. El problema no está, no puede estar —me digo— en la Fuga Mundi; no. Más bien es otra cosa. No es fugarse del mundo sino huir, alejarse; viajar hacia el mundo. Sonrío; como un marinero.
        Un día, él llega tarde y ve que ella está sentada, al lado de ella hay una persona madura con el pelo engomado. La persona madura lleva traje negro y zapatos un poco usados. Él no sabe entonces qué hacer, se da media vuelta para salir a la calle y tropieza con el hombre negro de cabellos canosos que estaba a punto de entrar con la niña. Yo no sé qué está sucediendo, por qué sucede esto si yo siempre intenté que todo fuera bien, le daba sobrecitos de crema para que ella le pusiera a su café. Los sobrecitos de crema son milagrosos, porque hacen un dibujo sobre el café que parece como un camino de estrellas. ¿Es que ella no pudo darse cuenta de ese milagro? El hombre negro de cabello canoso pasa, y las suelas de sus botas hacen el mismo sonido de siempre. Esta vez no me saluda. Creo que es la última vez que viene, y yo sólo acierto a pensar que no quería que esto pasara. Pero es que la persona madura no había venido nunca antes. ¿Cómo iba yo a saber?
        Me levanto en la noche, con los pies helados, camino a la ventana y ahí descorro la cortina. Toco con mis manos el cristal de la ventana, entonces pienso que yo mismo no tengo historia. Siempre pensé que caminaba por praderas oscuras, en la noche, que no necesitaba abrir los ojos, y sin embargo, jamás he salido de mi cuarto, solo. Me pregunto quién estará narrando ahora mismo mi historia; el dolor de narrar las historias de otros es tan grande que ahora se me ocurre que debería marcar mi lengua6 para señalar que, para mí, vivir la vida rodeado de gente a la que observo ha sido demasiado.7 Ojalá alguien más estuviera narrando mi historia, ahora; sería esperanzador pensar que alguien sufre el dolor de narrarme, tal como yo. Tal como yo. Pienso que la idea de marcar la lengua es una dulce metáfora. Sin embargo, estoy aquí. Estoy sentado sobre la cama, en cuclillas. Me pregunto en dónde, entonces, está el mundo. El mundo real, fuera de mí.
        En la mañana me levanto y me visto para salir de la casa. Mis manos sudan con el frío. Estoy encorvado. Me quedo observando el edificio del Café, sin decidirme a abrirlo. Entonces, me quedo en silencio.

—Dime, Amado mío,
¿a dónde llevas a pastar tu rebaño,
dónde lo llevas a descansar a mediodía,
para que yo no ande como vagabunda
detrás de los rebaños de tus compañeros?
—Oh tú, la más bella de las mujeres,
si no estás consciente de quién eres
sigue las huellas de las ovejas,
y lleva tus cabritas a pastar
junto a las tiendas de los pastores.
Cant 1, 7–8.

1 Recuerdo cuando compré el Café. Debía ser 1930, o algo así, lo recuerdo porque el anterior propietario había muerto. Eran un par de meseras, grandes y macizas y con el pelo cubierto con un trapo negro. Podía imaginarlas llorar, calladas y con sus cuerpos grandes, con el trapo negro que les cubría el pelo. Comenzaron a trabajar conmigo. No pregunté por qué se quedaron, seguro el Café tenía algún significado especial para ellas. Ambas murieron en silencio, por vejez, cuando pasó el tiempo.
2
Una de las dos meseras había muerto. La otra siempre estaba callada, el pelo blanco amarrado; poco a poco veía cómo se convertía en una viejecita humedecida, enferma, los ojos se le hundían más en el cráneo, se le llenaban de agua y se convertían en pozos negros. Entonces ella, un día, trajo a una muchacha morena y me la presentó poniéndola en frente mío al jalarla delante con su manos. “A partir de ahora, ella trabajará en mi lugar”. Yo asentí, nervioso, sudando y sin decir nada. La mesera vieja dejó de ir a partir de ese día. Yo no tuve que observar cómo moría. Muy a menudo me he preguntado cuánto tiempo más vivió. A veces me dan ganas de preguntarle a la muchacha, me dan ganas, pero no quiero. Me da miedo saber sobre la muerte de alguien.
3 Me levanto en la noche, con los pies helados, camino a la ventana y ahí descorro la cortina. Entonces toco con mi mano el cristal de la ventana entumecida. Camino en las praderas por la noche y no necesito abrir mis ojos porque conozco el lugar en que camino. Conozco la pradera del deseo en que camino, no necesito salir del cuarto; miro a la ventana y los fantasmas caminan por la acera. Poco a poco está comenzando a nacer el alba…
4  …Sé que estoy buscando algo más allá de mí.
5 El recuerdo de una conversación, una vez. Hablo con alguien. La persona con la que estoy me dice que quizás mi problema es la Fuga Mundi. Yo le respondo entonces que no creo que sea eso. Pero esa otra persona no quiere escucharme. Está enojada conmigo. Me dice. Dice que soy un irresponsable y después se va, se levanta de la mesa y escucho cómo suena la puerta del lugar sin levantar mis ojos de la mesa.
6 …sin levantar mis ojos de la mesa. La mutilación corporal, dentro de la tradición judía, es una señal de la excedencia. Recuerdo que hay un libro de Emmanuel Levinas que habla sobre eso. Allí mismo se habla también de los viajes.
7 Creo que es Schlegel quien dice que cada hombre de los que se han formado en el mundo es, en su interior, una novela. Por eso yo pienso que leer es narrar. Es como cuando somos muy niños y leemos un libro en voz alta; cada palabra escrita en el libro comienza a adquirir sentido en el momento en que la pronunciamos. Pasa lo mismo cuando se es más grande y se ha aprendido ya a leer en silencio; pasamos mentalmente por cada palabra, y el discurso pasa por nosotros, y nos narramos lo que pasa en el discurso para que éste adquiera en mí un sentido. Vivir también es narrar; el mundo, lo que ocurre, adquiere sentido en mí en el momento en que lo vivo. Entonces, ¿cómo vivir? ¿En dónde encontraré el fuego que da sentido a lo narrado?