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A veces me quedo platicando conmigo mismo, en las noches. Comienzo a
platicar conmigo mismo normalmente después de haber tomado un vaso con
vodka. El sabor del vodka es húmedo y cortante, como el peso de una
verdad. Me gusta platicar conmigo mismo. Me siento sobre la cama en
cuclillas, vestido con mi camisón. Con el vaso de vodka en mis manos me
siento como un marinero. Platico y me muevo a los lados. Pero ahora
basta de menearse, me digo. Ahora se trata de discutir algo serio.
Entonces me disculpo conmigo mismo y digo que prometo escucharme.
Entonces escucho cómo me hablo a mí mismo, cuidadosamente, escogiendo
cada palabra para no herir al que me escucha. El problema no está, no
puede estar —me digo— en la Fuga Mundi; no. Más bien es otra cosa. No es fugarse del mundo sino
huir, alejarse; viajar hacia
el mundo. Sonrío; como un marinero.
Un
día, él llega tarde y ve que ella está sentada, al lado de ella hay
una persona madura con el pelo engomado. La persona madura lleva traje
negro y zapatos un poco usados. Él no sabe entonces qué hacer, se da
media vuelta para salir a la calle y tropieza con el hombre negro de
cabellos canosos que estaba a punto de entrar con la niña. Yo no sé qué
está sucediendo, por qué sucede esto si yo siempre intenté que todo
fuera bien, le daba sobrecitos de crema para que ella le pusiera a su
café. Los sobrecitos de crema son milagrosos, porque hacen un dibujo
sobre el café que parece como un camino de estrellas. ¿Es que ella no
pudo darse cuenta de ese milagro? El hombre negro de cabello canoso
pasa, y las suelas de sus botas hacen el mismo sonido de siempre. Esta
vez no me saluda. Creo que es la última vez que viene, y yo sólo
acierto a pensar que no quería que esto pasara. Pero es que la persona
madura no había venido nunca antes. ¿Cómo iba yo a saber?
Me
levanto en la noche, con los pies helados, camino a la ventana y ahí
descorro la cortina. Toco con mis manos el cristal de la ventana,
entonces pienso que yo mismo no tengo historia. Siempre pensé que
caminaba por praderas oscuras, en la noche, que no necesitaba abrir los
ojos, y sin embargo, jamás he salido de mi cuarto, solo. Me pregunto
quién estará narrando ahora mismo mi historia; el dolor de narrar las
historias de otros es tan grande que ahora se me ocurre que debería
marcar mi lengua para señalar
que, para mí, vivir la vida rodeado de gente a la que observo ha sido
demasiado. Ojalá alguien más
estuviera narrando mi historia, ahora; sería esperanzador pensar que
alguien sufre el dolor de narrarme, tal como yo. Tal como yo. Pienso que
la idea de marcar la lengua es una dulce metáfora. Sin embargo, estoy
aquí. Estoy sentado sobre la cama, en cuclillas. Me pregunto en dónde,
entonces, está el mundo. El mundo real, fuera de mí.
En
la mañana me levanto y me visto para salir de la casa. Mis manos sudan
con el frío. Estoy encorvado. Me quedo observando el edificio del Café,
sin decidirme a abrirlo. Entonces, me quedo en silencio.
—Dime,
Amado mío,
¿a dónde llevas a pastar tu rebaño,
dónde lo llevas a descansar a mediodía,
para que yo no ande como vagabunda
detrás de los rebaños de tus compañeros?
—Oh tú, la más bella de las mujeres,
si no estás consciente de quién eres
sigue las huellas de las ovejas,
y lleva tus cabritas a pastar
junto a las tiendas de los pastores.
Cant 1, 7–8.
Recuerdo cuando compré el Café. Debía ser 1930, o algo así,
lo recuerdo porque el anterior propietario había muerto. Eran
un par de meseras, grandes y macizas y con el pelo cubierto con
un trapo negro. Podía imaginarlas llorar, calladas y con sus
cuerpos grandes, con el trapo negro que les cubría el pelo.
Comenzaron a trabajar conmigo. No pregunté por qué se
quedaron, seguro el Café tenía algún significado especial
para ellas. Ambas murieron en silencio, por vejez, cuando pasó
el tiempo.
Una de las dos meseras había muerto. La otra siempre estaba
callada, el pelo blanco amarrado; poco a poco veía cómo se
convertía en una viejecita humedecida, enferma, los ojos se le
hundían más en el cráneo, se le llenaban de agua y se convertían
en pozos negros. Entonces ella, un día, trajo a una muchacha
morena y me la presentó poniéndola en frente mío al jalarla
delante con su manos. “A partir de ahora, ella trabajará en
mi lugar”. Yo asentí, nervioso, sudando y sin decir nada. La
mesera vieja dejó de ir a partir de ese día. Yo no tuve que
observar cómo moría. Muy a menudo me he preguntado cuánto
tiempo más vivió. A veces me dan ganas de preguntarle a la
muchacha, me dan ganas, pero no quiero. Me da miedo saber sobre
la muerte de alguien.
Me levanto en la noche, con los pies helados, camino a la
ventana y ahí descorro la cortina. Entonces toco con mi mano el
cristal de la ventana entumecida. Camino en las praderas por la
noche y no necesito abrir mis ojos porque conozco el lugar en
que camino. Conozco la pradera del deseo en que camino, no
necesito salir del cuarto; miro a la ventana y los fantasmas
caminan por la acera. Poco a poco está comenzando a nacer el
alba…
…Sé que estoy buscando algo más allá de mí.
El recuerdo de una conversación, una vez. Hablo con alguien. La
persona con la que estoy me dice que quizás mi problema es la Fuga
Mundi. Yo le respondo entonces que no creo que sea eso. Pero
esa otra persona no quiere escucharme. Está enojada conmigo. Me
dice. Dice que soy un irresponsable y después se va, se levanta
de la mesa y escucho cómo suena la puerta del lugar sin
levantar mis ojos de la mesa.
…sin levantar mis ojos de la mesa. La mutilación corporal,
dentro de la tradición judía, es una señal de la excedencia.
Recuerdo que hay un libro de Emmanuel Levinas que habla sobre
eso. Allí mismo se habla también de los viajes.
Creo que es Schlegel quien dice que cada hombre de los que se
han formado en el mundo es, en su interior, una novela. Por eso
yo pienso que leer es narrar. Es como cuando somos muy niños y
leemos un libro en voz alta; cada palabra escrita en el libro
comienza a adquirir sentido en el momento en que la
pronunciamos. Pasa lo mismo cuando se es más grande y se ha
aprendido ya a leer en silencio; pasamos mentalmente por cada
palabra, y el discurso pasa por nosotros, y nos narramos lo que
pasa en el discurso para que éste adquiera en mí un sentido. Vivir también es narrar; el mundo, lo que
ocurre, adquiere sentido en mí en el momento en que lo vivo.
Entonces, ¿cómo vivir? ¿En dónde encontraré el fuego que da
sentido a lo narrado?
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