Leonor Paulina
Domínguez Valdés

Profesora de tiempo e investigadora en el Departamento de Humanidades de la UIA Torreón.

 

Todo, absolutamente todo es contingente, todo es fortuito, todo es efímero, y es por eso que el hombre se vuelve hacia Dios y posa su mirada en un ser trascendente, en el que sí es infinito... eterno, inagotable, todopoderoso, ahistórico... Dios.
        Lo demás, es incierto, contingente, pasajero y fútil, tanto como nuestras vidas. Pero lo que resulta absolutamente incomprensible e insoportable para todo ser humano, es entender que la muerte no es sino una conclusión del continum de la vida del hombre.
       
Ciertamente, las personas hemos sido dotadas de una enorme sensibilidad, misma que nos hace ser vulnerables y frágiles, y por tanto, nos conduce al apego hacia aquellas figuras u objetos amorosos en relación con los cuales mantenemos un vínculo. Ese apego a la o las figuras amadas, ese lazo de interdependencia que nos ata existencialmente, solamente se separa por la acción de dos fuerzas poderosas; una de ellas es la muerte y la otra, el odio. Sin embargo, aunque el odio rompe el vínculo del amor, mantiene viva a la persona mediante la fuerza del resentimiento (del latín resentire: “volver a sentir”), de tal manera que cuando el sentimiento del amor se ve eclipsado por el sabor a hiel y acíbar de la ira añeja y de los impactos de bala del maltrato, se torna en color negro de desesperanza y rabia que se superpone al blanco de la entrega absoluta, inocente —ingenua credibilidad a ciegas—.
        El resentimiento es un vínculo que el ser humano ha creado, para no separarse de aquello que en un momento dado amó intensamente, de aquello a lo que quiso tanto... es una resistencia a la muerte del objeto amado.
        La muerte, la muerte real, la muerte física, esa que llega cuando el corazón ha dejado de latir, cuando se ha exhalado el último suspiro, esa es la que nos separa definitivamente y para siempre de aquellos a quienes amamos o a quienes odiamos. Es esa experiencia dolorosa que nos deja su impronta cuando aquellos a quienes amamos nos dejan, cuando se separan temporal y espacialmente, para unirse definitivamente en ese todo cósmico que compone el universo.
        La muerte, la partida de aquellos con quienes tenemos un vínculo de amor, por más ambivalente que sea, viene a significar la vivencia de la propia muerte, la ausencia, la falta de capacidad para entender, para aceptar y asumir nuestra indefensión, nuestra vulnerabilidad, nuestra finitud y en última instancia, nuestra limitación.
       
La agonía, la anunciación de la separación, cuando es lenta y larga, se convierte en una situación que llega a parecer común para quienes la viven y la enfrentan, es parte de lo cotidiano, de lo ordinario; la vida diaria involucra la fatiga física, mental y psico–afectiva que ello representa.
       
Pero un día, la muerte, esa silente presencia siempre anunciada y nunca hecha realidad, por fin se nos presenta con su rostro impasible e inexpresivo, con su paso sigiloso y suave, con su implacable vocación, con su irrenunciable encomienda, con su voluntad férrea e inamovible ante la cual no pueden los rezos ni las súplicas, ni todo el llanto que habrá de salvarnos algún día, ni todo el dolor, ni la angustia, ni la ofrenda de la vida misma o del amor.
        La muerte se instaura en un instante, en un solo momento que no es sino el momento justo, porque no hay otro, no es antes ni después, es solamente ahora, en este instante, en este segundo... ahora, ahora entrará con su altivez acostumbrada, con toda su soberbia que nos desafía, ahora helará de un solo tajo nuestros huesos, nuestras almas, nuestras mentes. Ahora nos cegará y nos dejará sordos y mudos, y nos taponará el llanto y dejará en nuestro corazón una profunda herida narcisista que nos recordará que somos frágiles y vulnerables y que inevitablemente, también estamos envejeciendo y habremos de morir un día.
        Cuando el otro agoniza y muere, todos aquellos y aquellas que le rodean mueren con él–ella un poco: mueren a la realidad imaginariamente construida por todos y cada uno de ellos, mueren a los roles que eternamente han desempeñado, mueren al estereotipo creado en torno a ellos por las figuras totémicas, que sin haber sido devoradas, han muerto. Todos morimos un poco también a la inocencia, a la bondad innata que a fuerza de golpe y golpe se fue pulverizando... morimos con el–la que muere, cuando se mueren de una vez y para siempre, también mueren los vínculos que nos unen y nos atan consanguíneamente, si es que la relación que existe entre los diversos miembros de la familia, se ha sostenido solamente gracias a la existencia de un ancestro común.
        El inminente advenimiento de la muerte marca un hito en la vida de aquellos cuyas existencias han sido trastocadas por el tipo de relación que se ha establecido entre los diferentes integrantes del sistema familiar y el o los ancestros comunes ahora próximos a irse.
        La enfermedad prolongada, la agonía y la separación final no dejan nada oculto, no permiten que nada se esconda, nada se puede disfrazar y aquellos sentimientos que “no existían”, que estaban suprimidos, aquellos movimientos “del alma” que nunca irrumpieron en las vidas de las personas, poco a poco y repentinamente surgen para causar una total revolución interna en los sujetos, misma que a través del fenómeno de abreacción cobra forma como una realidad evidente y ostensible.
        Las filias y las fobias se exacerban, los recuerdos que celosamente se guardaban en el inconsciente se disparan y emergen, para dar paso al desfile de actitudes que emanan de toda una historia “desconocida”, “suprimida”,de celos, envidias, experiencias de abandono, traición, manipulación, dominación, ingratitud, maltrato y abuso, de competencia, de la experiencia vívida de libertad ante la desidealización y muerte simbólica de las figuras totémicas que los diversos miembros de la familia han erigido de entre los grupos de pares.
        Todos, absolutamente todos los descendientes de los ancestros comunes, se sitúan en la misma posición y ninguno de los miembros de la familia tiene un rango superior que le ubique como figura de autoridad en relación con los demás integrantes del sistema. Ante las situaciones límite y el desmoronamiento de la pirámide familiar, el sistema toma una estructura diferente y así como éste sufre cambios, sus miembros también los experimentan.
        La homeostasis familiar que otrora se mantenía intacta, se descompone y se altera para dar paso al caos, al desorden y a la inestabilidad. Los hijos e hijas atraviesan una serie de procesos internos producto del impacto doloroso que causa en ellos el inexorable advenimiento de la muerte de los padres. Cada uno de los miembros de la familia vivirá su realidad, de acuerdo con su única y personalísima manera de vincularse con sus figuras parentales.
        Ante el drama de la experiencia límite, no queda espacio alguno que permanezca oculto al secreto y al silencio eterno. Todos los misterios se develan y todos los mitos sucumben ante la implacable certeza de la realidad. Todo se mueve y se trastoca: los afectos, sentimientos y emociones; la salud física y mental; las rutinas y los ritmos de vida personales.
        Las experiencias límite, también ponen al sujeto frente a frente con su historia personal y familiar, le sitúan ante sí mismo y ante los demás, con toda su desnudez. El sujeto se mira a sí mismo con sus azules y sus rosas, sus luces y sus sombras, sus fantasías y sus deseos ocultos, sus sentimientos “buenos” y “malos”, mismos que para ser precisos, no son ni lo uno ni lo otro, sino que sólo son lo que son.
        Las relaciones familiares organizadas en subsistemas que forman coaliciones y colusiones se desintegran, dejando solos a cada uno de los integrantes del sistema en proceso de reestructuración y ahí, en la soledad, en la tremenda indefensión y en el desvalimiento, todos y cada uno de los miembros de la familia se ven obligados a mirarse a sí mismos, a volcarse sobre sí mismos, para así poder redefinirse ante los otros y entonces, poco a poco y de repente, como por arte de magia, se cumple el desideratum freudiano que nos recuerda que ¡ahí donde ello es el yo debe advenir! y sin jamás haberlo deseado, sin sospecharlo siquiera, los caballos sin nombre cabalgan por la mente del sujeto a todo galope y en tropel, mostrándole a su paso con toda la firmeza de que son capaces, aquella parte de la historia de su vida que había permanecido en las cavernas de la inconciencia, aquella angustia sin nombre, aquel temor y dependencia extrema capaz de paralizar al más libre; esa depresión eterna, amiga acompañante y compañera de existencia, aquel temor que pudo permitir que casi llegaran a matar al ruiseñor... temor disfrazado encantadora, cautivadoramente de amor. Amor que aprisionó a Edipo y Electra, que encadenó a Prometeo y lo hundió en las cavernas, amor–temor–rencor, disfraz multicolor que mantenía cautivos a todos los actores de la obra de teatro que si tiene fin, la obra de la vida que acaba cuando alguien se muere.
        Edipo, Electra, Prometeo Encadenado y nuestro ruiseñor que casi ha muerto se levantan uno a uno, silentes, mudos, maltrechos y dolidos. Se yerguen sobre sus pies deformes y aletean queriendo despegar aún cuando se miran a sí mismos con las alas rotas y con las manos y los pies encadenados, los ojos ciegos después de cincuenta años en la oscuridad, para afirmarse de una sola vez y para siempre como mujeres y hombres intensos y sensibles, y finalmente libres.
        El reconocimiento de la libertad les otorga el don de la visión y les arranca de los ojos el velo que los mantenía encadenados y presos. Pero el poder de ver, el poder de convertirse en un guerrero águila, exige un precio y obliga al sujeto a mirarse a sí mismo como realmente es: en su desnudez .
        El hombre, la mujer que ahora se ha diferenciado de sus figuras parentales; el hombre, la mujer que ya no está muriendo con el padre, con la madre, renace en medio de la tragedia y del drama... nace a la vida, a su vida, ya no como una extensión de la figura del padre–madre o de ambos, sino como él–ella misma.
        En un primero momento, Prometeo Liberador del Fuego llora amargamente por los años perdidos durante el cautiverio; el ruiseñor herido desea morirse al no poder reconocer su canto, al no poder volar; Edipo se horroriza de sus pies deformes y Electra se extasía en su diferencia y se paraliza. El hijo–hija liberado y vuelto a la vida por la muerte, se arrastra penosamente por el suelo que pisa, llora su pena y su condena largamente vivida. Ante sus ojos desfilan uno a uno sus victimarios, sus verdugos, quienes los traicionaron, los abandonaron, maltrataron, engañaron, utilizaron, manipularon, reprimieron, ofendieron, golpearon física, psicológica, verbal o intelectualmente.
        De pronto, sin más ni más, la vida le reclama al guerrero que se convierta en águila para volar con las alas extendidas, el rostro desafiante y la mirada proyectada como una lanza que se arroja al universo. El ruiseñor ha muerto, lo mataron y se perdió su canto y su ternura, pero el espíritu guerrero del niño muerto despertó a la mañana siguiente y era un ave de presa.
        Prometeo Liberador del Fuego se ha aferrado a la vida con sus manos, Edipo camina y está dispuesto a devorar a Yocasta, Electra a Atlas y el hombre–mujer sometidos en el nombre del padre, de la madre, de los otros, están dispuestos a reconocer su sombra (en el sentido junguiano) y a saberse capaces de lo sublime y lo terrible, saberse amables y amantes, ángeles y demonios, víctimas y victimarios, y nunca más rescatadores de alguien, más que de sí mismos.
       
La sombra se revela ante el hombre–mujer que ha sido liberado como el misterio develado de su verdad oculta. La sombra es la fuerza de la bestia que le rescata de la muerte y que es capaz de dar muerte también. La sombra es la pasión oculta e ignorada, el sentimiento no sabido, no conocido, inexistente, insensible. La sombra es la pulsión de agresión en toda su expresión, la sombra es el deseo de destrucción, la envidia, los celos, el odio y la venganza. La sombra se dibuja como el aura bordeando el cuerpo de Edipo, de Electra, de Prometeo Encadenado, el del hijo–hija parental, el del niño herido, y como el águila rapaz, les defenderá de la agresión de las sombras ajenas; de los miedos, de la manipulación, de las penas, de las vergüenzas ajenas; de las historias, los sufrimientos, los complejos, los miedos, las culpas y las incapacidades ajenas.
        El guerrero águila, poderoso Nahual, se yergue sobre sus patas en la cima del mundo, para hacer su mundo, para construir su mundo y su vida... aunque sea tarde, muy tarde, demasiado tarde quizás. Los demás miembros del sistema familiar, todos y cada uno de ellos, habrán de buscar y encontrar lo suyo propio, y habrán de construir y edificar sus existencias desde su propia realidad, desde su circunstancia y su situación en el mundo en donde todo, absolutamente todo es contingente, todo es incierto, todo, menos la muerte.