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Ricardo
Coronado Velasco
Maestro en Ingeniería, maestro en Letras Modernas y candidato a doctor
en Historia. Director del Departamento de Ciencias Físico Matemáticas
de la UIA Torreón. Ha
publicado, entre otros, Nocturnancia,
Por
las que van de arena, Los
refugios de la memoria y Epistolario
de un sueño. |
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El
modelo de competencias se ha
convertido en la respuesta típica de las universidades a los desafíos
de la globalización. Se propone, en esencia, replantear la relación
dialógica entre la teoría y la práctica; establecer una
correspondencia verdadera entre los saberes, aptitudes y valores que se
infunden en el universitario, con las necesidades y problemas de la
realidad.
Desde esa perspectiva, la educación profesional plantea, en general,
tres niveles: las competencias básicas, las específicas y las genéricas.
Las primeras se refieren a las capacidades intelectuales indispensables para el aprendizaje de una
profesión; en otras palabras, los niveles previos a la universidad. Las
específicas comprenden el rasgo que distingue el ejercicio
profesional determinado y están vinculadas a condiciones particulares
de ejecución. Las
genéricas constituyen el basamento común profesional que permitirá al
egresado responder de manera eficiente, eficaz y pertinente ante las
situaciones concretas de la práctica. De éstas últimas, la
Universidad Iberoamericana ha adoptado las siguientes: liderazgo
intelectual,
comunicación, organización de personas y ejecución
de tareas, innovación
y cambio, perspectiva global humanista,
y manejo
de sí.
Por
supuesto, las seis gozan de similar importancia. Sin embargo, el
liderazgo intelectual debería
ser una cualidad inherente de todo universitario, dentro o
fuera del contexto de la educación por competencias.
Pero
¿qué significa liderazgo intelectual? Aunque existen muchas
definiciones, los autores prefieren abundar acerca de sus atributos, que
limitar la connotación del término a una lacónica explicación. No
obstante, la mayoría coincide en dos peculiaridades actuales de este
liderazgo: lo colectivo, por una parte; y por la otra, su capacidad para
entender y asumir la realidad.
En
cuanto a lo primero, ya no es válida la idea del líder como el
extraordinario en su especie, el inaccesible… En palabras de John
Milliken, nuestro tiempo reclama este liderazgo como “una función de
todos los académicos de una universidad”. En efecto, se trata de una
cualidad basada en las relaciones interpersonales, el aprendizaje en
conjunto —maestros y alumnos—, el trabajo en equipo para la solución
de problemas, la realización interdisciplinaria de planes, en un
proceso grupal para influir y producir cambios, en un esfuerzo común
para el crecimiento de la persona y del grupo, con actitudes positivas
como la congruencia, el entusiasmo, la apertura a la crítica y la
criticidad. Se trata de una colectividad que acepta el poder de su
fuerza y la impotencia de su debilidad, y que las amalgama armónicamente
para tomar los riesgos que le impone el mundo; que escucha más de lo
que habla; que comparte sus logros, problemas y tareas; que sabe
conectar ideas con personas; pero que, por encima de todo, persevera
para no perder la esperanza.
Por
otro lado, este liderazgo intelectual concibe su trabajo vinculado a la
realidad concreta. De nada sirven todos los esfuerzos, la docencia y la
investigación realizados, ni los valores infundidos, si no responden a
las demandas —de educación, salud, política y economía— de la
sociedad. La universidad alejada del mundo actual es ya una obscenidad.
Kolvenbach
agrega que el líder intelectual, además de alcanzar los logros del
intelecto humano, debe avanzar hacia la trascendencia. Sus valores
irrenunciables deben ser la autonomía, la libertad, la verdad y el bien
común. Ante todo debe evitar caer en la tentación de la eficiencia a
corto plazo y los resultados rápidos.
Vale
destacar la postura de la Filosofía Educativa de la Universidad Iberoamericana sobre
el tema: la Universidad no es para sí misma, sino para la sociedad;
debe distinguirse por su inquebrantable capacidad de autocrítica;
proponer modelos educativos acordes al momento histórico; formar
personas competentes, desde luego, pero con un enorme aforo de compasión
y solidaridad; la sapientia
—sabiduría—, debe estar por encima del conocimiento y la ciencia.
Ahora
bien, ¿qué habilidades, actitudes y valores debería desarrollar el
liderazgo intelectual? Sin pretender aquí un análisis exhaustivo, las
esenciales son: competencia metacognitiva, pensamiento crítico y
creativo, e inteligencia convenientemente pertrechada para la solución
de problemas.
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La
primera apunta al conocimiento y control que se debe ejercer sobre el
propio sistema cognitivo. Permite identificar qué se sabe y qué no;
desarrollar estrategias cognitivas para sí mismo y para los demás;
reconocer las fuerzas y debilidades intelectuales y disponerlas
apropiadamente para la solución de problemas.
El
pensamiento crítico y creativo habilita el entendimiento para captar y
comprender el mundo. La aprehensión de la realidad es su cometido; el
discernimiento y la imaginación, sus potentes armas. Pero cuidado: la
desmesurada capacidad perceptiva del ser humano exhibe ante sus
asombrados ojos un mundo polisémico. Conviene aquí estimar en su justa
medida las ocho inteligencias que declara Howard Gardner. Por supuesto,
la teoría de los cerebros izquierdo y derecho juega un papel
definitivo. En suma, la educación universitaria debería enfilar sus
baterías al cultivo de este pensamiento, a la luz de las nuevas ideas.
Sin
embargo, es en la solución de los problemas en donde las dos
habilidades anteriores manifiestan su poder. Porque los problemas
representan un reto a la creatividad y al pensamiento crítico. Y es que
los problemas no son de naturaleza física, sino de orden psicológico.
Nacen de la diferencia que existe entre lo que un individuo o grupo
tiene, y lo que quiere o necesita. No en vano se dice que el hombre es
de natural problematizador.
Se
trata, en efecto, de una competencia heurística a la que se asocian
determinados valores, actitudes y saberes.
Valores,
porque detrás de los procesos psicológicos que se despliegan está una
filosofía práctica y una escala cultural reflejadas en las estrategias
y tácticas de solución. De aquí se desprenden los tipos de
pensamiento para afrontar los problemas: el pensamiento analítico —en
sus versiones suave
y duro—, y pensamiento sistémico
—con su peculiaridad holística
o totalitaria—.
Actitudes,
ya que resignifica la toma de decisiones como el resultado de un proceso
audaz y creativo. La solución de todo problema exige acción; la acción,
demanda iniciativa, compromiso y la admisión de riesgos. “No resolver
los problemas es garantizar un problema mayor”, sentenciaba el político
español Joaquín Almunia Amann; mas se puede agregar que resolverlos y
no llevar la solución a la acción —o toma de decisiones—
desperdicia todo el esfuerzo invertido. De poco sirven los creativos teóricos,
incapaces de la realización.
Saberes,
debido a que reúne, organiza y sintetiza el caudal intelectual
acumulado y lo dispone como una poderosa herramienta en los procesos de
solución. Este capital se concreta en estrategias disponibles como el Método
Osborne, el Proceso de Koestler, el modelo de cuatro pasos de Polya, las
tácticas de Solow y, por supuesto, el Paradigma Ignaciano. Todo un
arsenal, un área de conocimiento que va desde la simple tipología de
los problemas hasta la construcción de modelos verbales, matemáticos o
analógicos.
Ahora
bien, al principio de este ensayo se estableció que el liderazgo
intelectual “debería
ser una cualidad inherente de todo universitario”. Debería ser, porque en la
realidad está más presente en el discurso que en la acción. Son más
los mitos que el ejercicio verdadero. Saleh los expone sin paliativos:
“donde hay docentes, hay liderazgo intelectual”, “quien tiene el
potencial lo desarrolla”, “la universidad forma líderes”, “el líder
es de ocasión” —contrario a la idea de liderazgo asumido por todos
los académicos—, “ser administrador es ser líder”, y otros
lugares comunes del mundo académico.
Para
ejercer un liderazgo real primero hay que someterse a un proceso de
autocrítica y abrirse a la crítica para evaluar las propias fuerzas y
debilidades. Esconder la cabeza como el avestruz y decir “aquí todo
está bien” no es más que perpetuar el orden establecido, resistirse
al cambio. Es necesario formar a las personas involucradas con el ámbito
académico, poniendo el acento en la incorporación de este liderazgo a
su práctica profesional y experiencia de vida; el líder deberá surgir
de todos y cada uno ellos. El liderazgo intelectual, en suma, debe ser
el objetivo de todo académico; una herramienta indispensable para el
logro de la excelencia.
Sin
embargo, la capacidad intelectual por sí sola no hace al líder. Ésta
es sólo una de las alas del águila, la otra está constituida por los
sentimientos. Goleman lo define como el líder resonante. Cierto, el líder guía, motiva, persuade,
resuelve problemas, inspira… pero sobre todo, sintoniza los
sentimientos de las personas y los encausa en una dirección
emocionalmente positiva.
En
otras palabras, y parafraseando a Einstein, no convirtamos al intelecto
en un dios; si bien posee una corpulencia impresionante, carece de
personalidad. Su encomienda no es tanto la de dirigir, como la de
servir.
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