Raúl Olvera Mijares
Ensayista, novelista y traductor. Estudió filosofía en Monterrey y en el Principado de Liechtenstein. Su obra, aún inédita, comprende tres novelas, un libro de cuentos, otro de ensayos y diversas traducciones. Actualmente es editor y columnista del periódico Vanguardia en su natal Saltillo.

Techné y alétheia (técnica y verdad) son dos términos griegos que no coinciden por completo con nuestras definiciones modernas de arte y verdad. Techné era un término que se aplicaba en la antigua Grecia a todo tipo de producción que se hiciera con destreza, es decir, que se realizara de acuerdo con unos principios y reglas establecidos. Techné no tenía el sentido más bien especializado de bellas artes, sino que se refería a todo cuanto era producido por un artesano o un artista indiscriminadamente.
       
Alétheia tampoco se entendía como una concordancia entre la cosa y la inteligencia, sino como un desvelamiento prístino, originario del ser. En el fondo estas dos voces griegas nos traen a la memoria otras de origen latino: pulchrum y bonum (hermoso y bueno), que junto a id, unum, aliud, res y verum (ello, uno, otro, cosa y verdadero) conformaban eso que los filósofos del medioevo conocían como los trascendentales.
       
Fue en realidad Platón, en su diálogo “Cármides”, al tratar de las etapas que el alma humana ha de recorrer para alcanzar la sabiduría, el primer autor en la historia del pensamiento de Occidente en hacer referencia a lo bello y a lo bueno, demostrando el modo cómo ambos conceptos son intercambiables. Según Platón, el alma, antes de ser recluida en el cuerpo, contempla las realidades más altas. Al ser, sin embargo, encarcelada en algo físico, se olvida de todo. Es así que, poco a poco, a medida que crece, va recordando parcialmente las verdades de las que alguna vez gozara en todo su esplendor. Cuanto más avanza en su camino hacia la perfección, más participa de la visión del bien, bajo la especie de lo bello, lo verdadero, lo uno, la causa y la medida. Así adquiere el alma la noción cabal del ser y del no ser.
        Tomás de Aquino creía firmemente que los transcendentalia convertuntur (los trascendentales son intercambiables), que la verdad, el bien y la bondad podían transformarse entre sí. El verum era una adæquatio rei et intellectus (adecuación entre cosa y entendimiento). El bonum era una adæquatio voluntatis et boni eius (adecuación entre la voluntad y su bien) y el pulchrum era también una suerte de concordancia o consonancia de la voluntad con un bien contemplado mediante la inteligencia. El mismo Aquinate admitía que bonum et pulchrum ratione differunt, quia pulchrum addit supra bonum ordinem ad viam cognoscitivam (el bien y la belleza son diferentes por su razón de ser, pues la belleza implica sobre la bondad un camino hacia el conocimiento). Es evidente que esta definición no es todo lo clara que pretendía ser.

        Tomás de Aquino fue algo más claro cuando no intentó definir en estricto sentido lo bello, sino más bien describir algunos de sus rasgos esenciales. En el Comentario de los nombres divinos se refiere a la belleza como: a) claridad y consonancia en cuanto un objeto bello evoca siempre en nosotros un sentimiento equivalente, b) integralidad porque al objeto bello no le falta nada en el ser, c) equilibrio o uniformidad del objeto hermoso, y finalmente d) debida proporción de su simetría, esto es, la perfecta igualdad del objeto hermoso consigo mismo. Tampoco en estas notas encontramos una originalidad particular, sino más bien los ecos del “Fedro” de Platón, de la Poética aristotélica y de la no menos valiosa Epistula ad Pisones de Horacio.
        Una cuasi descripción fenomenológica se debe al doctor Angélico, pulchra sunt quæ visa placent (son hermosas las cosas que aun contempladas deleitan). Es la vista, como para el Estagirita, el más noble de los sentidos. También Alberto Magno ofrece una definición de lo bello recurriendo a una metáfora visual: claritas est resplendentia forma supra partes materia proportionatas (la claridad es el resplandor de la forma por encima de las partes debidamente proporcionadas). Tomás agrega que el sensus delectatur i Reus sibil similibus, quid i eius aspecto seu cognitione quietetur appetitus (el sentido se regodea en aquello que le es similar, pues con su contemplación o conocimiento se aquieta el apetito). En otro lugar apunta igualmente que solos humo delectatur i Pisa pulchritudine sensibilium secundum ipsam (solamente el ser humano se regodea en la belleza de las cosas sensibles a causa de ella misma). Es patente que la estética medieval hizo ciertos progresos y es como escribe Humberto Eco en La definizione dell’arte:

La revelación de un arte como recta ratio factibilium (la causa correcta de aquello que puede producirse)), hecho técnico operatorio, disposición de materiales conforme a un orden impuesto no sólo por la sensibilidad, sino principalmente por el intelecto; la belleza sintetizada en los tres criterios de la integridad, la proporción y la claridad, no podía dejar de ejercer una función liberadora entre tantas hipótesis fútiles y decadentes de los románticos que constituían un lastre para la especulación estética.

         Desde la perspectiva de la semántica formal la pregunta por la relación entre arte y verdad no es sencilla. Una discípula de Ernst Cassirer, Susanne Langer, en su obra Sentiment and Form se plantea este difícil problema y llega a la conclusión de que las obras artísticas, a pesar de su fuerte carácter simbólico, no son símbolos en estricto sentido, sino cuasi símbolos, y su lenguaje, el arte, es un cuasi lenguaje, ya que su contenido semántico nunca es interpretable de una manera unívoca. En estricto sentido, el arte no nos diría nada en concreto, y sin embargo, nos comunicaría algo.
        Fue Alexander Gottlieb Baumgarten, en su celebérrima Aesthetica publicada entre 1750 y 1758, quien nos legara una iluminadora definición de esta disciplina en tanto que scientia cognitionis sensitivæ (ciencia cognoscitiva sensitiva). De nuevo, como en los medievales, nos encontramos aquí con un conocimiento y una sensibilidad, sólo que no meramente yuxtapuestos, sino amalgamados en la expresión “conocimiento sensitivo”.
       
Langer retoma esta aísthesis baumgartiana y la redefine en términos de una sensibilidad especializada en sentimientos de orden muy peculiar, dirigidos hacia el reconocimiento de la justa proporción, simetría y unidad de las obras de arte. No se trata en este lugar de sentimientos en tanto que meras sensaciones, como experimentar los cambios de temperatura o los influjos de un estado de ánimo, sino de verdaderos sentimientos de un orden superior. Es claro que al igual que algunos fenomenólogos, Langer admite una jerarquía de valores.
        Para hallar una solución plausible a este complicado problema de las relaciones entre arte y verdad habrá que esperar hasta 1935, cuando Martin Heidegger publica Der Ursprung des Kunstwerkes, donde enseña que techné no significa meramente artesanía ni mucho menos “técnica”, en el sentido que hoy en día asignamos a este término, sino más bien un modo de saber, de episteme.
        Para los griegos la esencia del saber radicaba en la visión, en la más alta acepción de este concepto. El haber visto algo supone siempre que ello se halla expuesto, develado ante nuestros ojos. Alétheia es precisamente el desocultamiento (Enthüllung) de lo existente. La alétheia es la verdad en el sentido no corrompido de un discurso categórico vacío, no es ya una mecánica concordancia o adecuación, sino el mostrarse mismo del ser. Desde luego, Heidegger no está solo al hacer una afirmación semejante, lo preceden los presocráticos, en particular, Heráclito, y modernamente, la rica tradición de la filosofía austriaca iniciada por Franz Brentano y seguida por Edmundo Husserl y Alejandro Pfänder, y de la cual el mismo Heidegger no sería más que un epígono. El arte, pues, nos muestra algo, nos enseña, nos devela el ser, y en esa medida, nos conduce a la verdad: es la Verdad.