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Mirar es abrir los ojos a la
realidad tal cual es: a un mundo de violencia que
culturalmente tratamos de ocultar para no ver. Es adquirir la capacidad
de mirar cara a cara esa violencia, algo no fácilmente accesible a los
ojos profanos. También es crecer en capacidad para detectar con
claridad y lucidez la presencia operante del mal en la trama concreta de
la realidad social, económica, política, cultural, y religiosa en que
vivimos y de la cual formamos parte. Es abrir los ojos a los sistemas de
costumbres, valores y aspiraciones que hemos ido incorporando a nuestro
propio ser. En fin, es llegar a leer la realidad y sus dinamismos como
el entramado en el que se ubica y se va haciendo nuestra propia persona.
El escenario social en que se desenvuelve el drama de la propia vida,
las opciones personales, las acciones, las actitudes; pero no como un
telón de fondo neutral y aséptico, sino como la verdadera matriz de la
cual los anhelos, los deseos y los esfuerzos personales toman el
material para encarnarse y configurarse.
Mirar
es abrir los ojos a las realidades espirituales. Es
aprender a contemplar los misterios de la vida de Cristo infiltrados en
mi propia existencia, hechos carne y sangre en los misterios de mi
propia vida. Es entrar en el misterio inagotable del Padre y captarme a
mí mismo envuelto y abrazado en ese misterio. Es dejarme vulnerar por
las cosas sencillas, por los sabores, los olores, las texturas, los
sonidos, la presencia de otro, el calor de la cercanía corporal. Es
descubrir en el fondo de todo suceso cotidiano una ternura infinita que
lo sustenta, un abrazo sin fin que me revitaliza, una comprensión
inconmensurable que me acoge. Es dejarme estremecer por el viento, la
sonrisa, la mirada.
Si atendemos a la experiencia amorosa sabemos que el lenguaje es siempre
limitado y provisorio. Ninguna palabra o juego de palabras dice de la
persona amada lo que ella es de modo definitivo. El hablar humano es
siempre aproximativo, es siempre ejercicio. En este ámbito, la mirada
se transfigura: el ojo aproxima y destaca, refleja y registra, envuelve
y descubre. El ojo toca, acaricia, saca pedazos (Cant 4,9). Son los ojos
que invaden y excitan a los otros ojos (Can 6,5). El ojo habla, pregunta
y responde, desnuda sin ser visto, come, quita la calma, y calma… Más
que su función ordinaria, en las relaciones interhumanas, los ojos
devuelven en la mirada a la persona amada, querida, apreciada, en un
espejo de belleza.
Como
podrá intuirse ya por lo dicho hasta aquí, Ignacio de Loyola nos
propone liberar la mirada. Liberarla del lenguaje que la reduce, en la
conversación, a la biología, la medicina y una cierta psicología
reduccionista. Liberar la mirada de la prohibición impuesta a
participar en lugares sociales como la política y el trabajo. Liberarla
de su reduccionismo al mundo doméstico y las relaciones privadas que no
participan de las conversaciones serias que definen políticas y economías.
Liberarla del espacio privado y las revistas dedicadas a entenderla y
manipularla. A fin de cuentas, vivir la experiencia de vida que sustenta
el mirar.
Mirar
es abrir los ojos a la acción del Espíritu en mí y
en otros. En el tejido de la propia vida y de la vida en la sociedad. Es
dejarse acompañar en el sufrimiento por el error cometido. Es dejarse
gozar los logros no pretendidos. Es atreverse a anhelar intensamente.
Salir de uno mismo para manifestar la propia palabra. Transgredir los
estrechos límites del pequeño mundo para ir al encuentro de Otro, de
lo diferente. Es permitirse agradecer el don de la existencia.
En la tradición hebrea la mirada es una figura que expresa el anhelo más
profundo del pueblo de Dios. La nostalgia de una felicidad total surca
toda la Biblia. Esa nostalgia es expresada como deseo de ver a Dios, de verlo
cara a cara. Se trata de una mirada colmada de una esperanza infatigable
por descubrir Su rostro y verlo sonreír. Eso expresa nuestro todavía
habitual “Dios te bendiga”. Desde esta perspectiva, mirar es
atreverse a desear, a soñar, a anhelar con todas las fuerzas, con toda
el alma, y con todo el corazón. Es dejarse sacudir por el más íntimo
e inexpresable deseo humano: la plenitud en el amor. Y decimos
“dejarse sacudir” no de una manera casual. Ejercitar la mirada
interior implica también dejarse mirar, descubrirse a la mirada de
Otro. En efecto, dejarse ver por Dios supone que le demos crédito a lo
que Él hace por nosotros: creer en nuestra experiencia, ser fieles a
nuestros sentimientos, confiar en el corazón. Cuando esto ocurre, las
experiencias de la vida cotidiana se tornan acontecimientos
privilegiados de ser mirados por Él. En Su mirada la ternura de todas
las miradas humanas se concentran. Así, Ignacio de Loyola confiesa que
al inicio de su conversión “la mayor consolación que recibía era
mirar el cielo y las estrellas. Lo hacía a menudo y por largos ratos
porque con ello sentía en mí una gran fuerza para servir a nuestro Señor”
(Autobiografía,
n.11).
Reconsideremos el papel de la
mirada interior. Dicha mirada es fruto de darse tiempo para uno mismo.
Nadie puede ser auténtico sin dedicarse tiempo para sí. No se puede
ser humano sin mirar. Y esa mirada variará en intensidad según la
persona que se autoriza estar con ella misma invierta energía afectiva
y espiritual.
Mirar es desarrollar paulatinamente un modo de visión que consiste en
tomar en serio las innumerables imágenes que acompañan el pensamiento
para acceder a una visión más auténtica de la realidad que nos
permita decidir acertadamente. Es acoger las imágenes interiores que se
dibujan y se perfilan sobre el telón de fondo (en el espacio interior
de la conciencia) al recorrer con la vista imaginativa las escenas, los
personajes, sus acciones, sus silencios, sus palabras, sus movimientos.
En el proceso de ejercitar
la mirada interior, llega un momento en que súbitamente una imagen se
impone por sí misma en nuestro interior: ya sea alguien o algo
relacionado con la situación existencial presente, un elemento del
entorno de ese momento, un grupo al que se rememora, o una escena del
Evangelio. Esa es la señal de que la mirada ha alcanzado su nivel óptimo
de atención y empatía. Entonces, es el momento de pasar de la mirada a
la palabra: de comenzar el diálogo. |