Marco Antonio Bran Flores, sj
Marco Antonio Bran Flores, sj
Licenciado en Filosofía por la UIA ciudad de México, en Filosofía y Ciencias Sociales por el Instituto Libre de Filosofía y Ciencias y en Ciencias Teológicas. Actualmente desempeña el cargo de rector del Instituto Cultural Tampico.

Los ojos son la luz de tu cuerpo.
Si tu ojo está limpio, todo tu ser será luminoso;
pero si tu mirada está enferma, todo en ti será confusión.
Y si lo que debiera ser luz en ti es oscuridad
¡Qué tinieblas habrá en ti!

Mateo 6, 22-23

La mirada tiene un papel importante en la espiritualidad ignaciana. Para Ignacio, mirar no consiste en aplicar la mirada ordinaria, que se fija en las apariencias; mirar significa sobre todo mirar con el corazón. Ignacio la llama vista imaginativa y es un sentido interno que se educa a través del ejercicio activo. ¿Por qué imaginativa? Cuando, por ejemplo, recuperamos una parte de nuestra historia, Ignacio recomienda que nos detengamos primero a recrear el sitio, el escenario donde se desarrollarán los misterios que se contemplarán, ya sea que se trate de realidades visibles o invisibles. Ahí se evidencia la importancia de la función que desempeña la imaginación en el ejercicio de la mirada interior. Además, para el mismo Ignacio, ejercitar la vista imaginativa prepara el terreno para el mejor uso de tres facultades: la memoria, la inteligencia y la voluntad. En otras palabras, ejercitar la mirada interior nos abre caminos de búsqueda para reencontrar los horizontes de sentido, los umbrales y las experiencias espirituales que estructuran nuestra propia vida.
        El ejercicio del que venimos hablando consiste en emplear la vista imaginativa mirando con atención, representando, viendo, observando, imaginando… Y esto sólo ocurre cuando destinamos un tiempo para hacerlo. En ese rato, de la misma manera que Jesús dijo “Effetá” (ábrete) cuando toco los ojos del ciego de nacimiento, nos lo dice en esos momentos privilegiados de interioridad que nos permitimos. Entonces descubrimos que mirar es abrir los ojos. Pero, ¿abrir los ojos a qué? A lo real tal cual es, a las propias realidades espirituales, a la realidad de Dios presente en nuestra vida.

        Mirar es abrir los ojos a la realidad tal cual es: a un mundo de violencia que culturalmente tratamos de ocultar para no ver. Es adquirir la capacidad de mirar cara a cara esa violencia, algo no fácilmente accesible a los ojos profanos. También es crecer en capacidad para detectar con claridad y lucidez la presencia operante del mal en la trama concreta de la realidad social, económica, política, cultural, y religiosa en que vivimos y de la cual formamos parte. Es abrir los ojos a los sistemas de costumbres, valores y aspiraciones que hemos ido incorporando a nuestro propio ser. En fin, es llegar a leer la realidad y sus dinamismos como el entramado en el que se ubica y se va haciendo nuestra propia persona. El escenario social en que se desenvuelve el drama de la propia vida, las opciones personales, las acciones, las actitudes; pero no como un telón de fondo neutral y aséptico, sino como la verdadera matriz de la cual los anhelos, los deseos y los esfuerzos personales toman el material para encarnarse y configurarse.
        Mirar es abrir los ojos a las realidades espirituales. Es aprender a contemplar los misterios de la vida de Cristo infiltrados en mi propia existencia, hechos carne y sangre en los misterios de mi propia vida. Es entrar en el misterio inagotable del Padre y captarme a mí mismo envuelto y abrazado en ese misterio. Es dejarme vulnerar por las cosas sencillas, por los sabores, los olores, las texturas, los sonidos, la presencia de otro, el calor de la cercanía corporal. Es descubrir en el fondo de todo suceso cotidiano una ternura infinita que lo sustenta, un abrazo sin fin que me revitaliza, una comprensión inconmensurable que me acoge. Es dejarme estremecer por el viento, la sonrisa, la mirada.
        Si atendemos a la experiencia amorosa sabemos que el lenguaje es siempre limitado y provisorio. Ninguna palabra o juego de palabras dice de la persona amada lo que ella es de modo definitivo. El hablar humano es siempre aproximativo, es siempre ejercicio. En este ámbito, la mirada se transfigura: el ojo aproxima y destaca, refleja y registra, envuelve y descubre. El ojo toca, acaricia, saca pedazos (Cant 4,9). Son los ojos que invaden y excitan a los otros ojos (Can 6,5). El ojo habla, pregunta y responde, desnuda sin ser visto, come, quita la calma, y calma… Más que su función ordinaria, en las relaciones interhumanas, los ojos devuelven en la mirada a la persona amada, querida, apreciada, en un espejo de belleza.
        Como podrá intuirse ya por lo dicho hasta aquí, Ignacio de Loyola nos propone liberar la mirada. Liberarla del lenguaje que la reduce, en la conversación, a la biología, la medicina y una cierta psicología reduccionista. Liberar la mirada de la prohibición impuesta a participar en lugares sociales como la política y el trabajo. Liberarla de su reduccionismo al mundo doméstico y las relaciones privadas que no participan de las conversaciones serias que definen políticas y economías. Liberarla del espacio privado y las revistas dedicadas a entenderla y manipularla. A fin de cuentas, vivir la experiencia de vida que sustenta el mirar. 
       
Mirar es abrir los ojos a la acción del Espíritu en mí y en otros. En el tejido de la propia vida y de la vida en la sociedad. Es dejarse acompañar en el sufrimiento por el error cometido. Es dejarse gozar los logros no pretendidos. Es atreverse a anhelar intensamente. Salir de uno mismo para manifestar la propia palabra. Transgredir los estrechos límites del pequeño mundo para ir al encuentro de Otro, de lo diferente. Es permitirse agradecer el don de la existencia.
        En la tradición hebrea la mirada es una figura que expresa el anhelo más profundo del pueblo de Dios. La nostalgia de una felicidad total surca toda la Biblia. Esa nostalgia es expresada como deseo de ver a Dios, de verlo cara a cara. Se trata de una mirada colmada de una esperanza infatigable por descubrir Su rostro y verlo sonreír. Eso expresa nuestro todavía habitual “Dios te bendiga”. Desde esta perspectiva, mirar es atreverse a desear, a soñar, a anhelar con todas las fuerzas, con toda el alma, y con todo el corazón. Es dejarse sacudir por el más íntimo e inexpresable deseo humano: la plenitud en el amor. Y decimos “dejarse sacudir” no de una manera casual. Ejercitar la mirada interior implica también dejarse mirar, descubrirse a la mirada de Otro. En efecto, dejarse ver por Dios supone que le demos crédito a lo que Él hace por nosotros: creer en nuestra experiencia, ser fieles a nuestros sentimientos, confiar en el corazón. Cuando esto ocurre, las experiencias de la vida cotidiana se tornan acontecimientos privilegiados de ser mirados por Él. En Su mirada la ternura de todas las miradas humanas se concentran. Así, Ignacio de Loyola confiesa que al inicio de su conversión “la mayor consolación que recibía era mirar el cielo y las estrellas. Lo hacía a menudo y por largos ratos porque con ello sentía en mí una gran fuerza para servir a nuestro Señor” (Autobiografía, n.11).
        Reconsideremos el papel de la mirada interior. Dicha mirada es fruto de darse tiempo para uno mismo. Nadie puede ser auténtico sin dedicarse tiempo para sí. No se puede ser humano sin mirar. Y esa mirada variará en intensidad según la persona que se autoriza estar con ella misma invierta energía afectiva y espiritual.
        Mirar es desarrollar paulatinamente un modo de visión que consiste en tomar en serio las innumerables imágenes que acompañan el pensamiento para acceder a una visión más auténtica de la realidad que nos permita decidir acertadamente. Es acoger las imágenes interiores que se dibujan y se perfilan sobre el telón de fondo (en el espacio interior de la conciencia) al recorrer con la vista imaginativa las escenas, los personajes, sus acciones, sus silencios, sus palabras, sus movimientos.
        En el proceso de ejercitar la mirada interior, llega un momento en que súbitamente una imagen se impone por sí misma en nuestro interior: ya sea alguien o algo relacionado con la situación existencial presente, un elemento del entorno de ese momento, un grupo al que se rememora, o una escena del Evangelio. Esa es la señal de que la mirada ha alcanzado su nivel óptimo de atención y empatía. Entonces, es el momento de pasar de la mirada a la palabra: de comenzar el diálogo.