Renata Chapa
Renata Chapa
Licenciada en Comunicación por la UIA Torreón y maestra en Educación Superior con especialidad en Investigación. Actualmente es docente en el área de Historia y Comunicación del ITESM, Campus Laguna y colabora en la sección editorial de El diario de Chihuahua.

Para mis renatas: Iberia, Aitana e Ivana

 Si es verdad que el futuro de una sociedad está en su educación, 
no es menos cierto que el futuro de la educación está en los seis primeros años de vida.
Juan Valls y Julio Riñón
, Los aprendizajes tempranos

“Nadie estudia para ser padre”, es una frase popular que necesita ser actualizada de inmediato. En sentido estricto, quien tiene hijos cuenta con el rol de padre y cree que con haberlos engendrado obtiene per se la condición de mayor peso, o quizá la única, para poder considerarse padre o madre. La formación de los hijos, pues, se deja al libre albedrío, a lo que el sentido común indique o a lo que marque el azar ya que, como se mencionó atrás, si nadie estudió para ser padre, es la “escuela de la vida” la que irá determinando cómo proceder con la educación de los hijos.
       Las consecuencias de esta manera casi ciega de enfrentar la paternidad pueden ser muy distintas entre sí —desde recién nacidos abandonados en basureros hasta niños sobreprotegidos y con la sombra del padre o de la madre siempre encima—, pero todas tienen un común denominador: la imposición del bienestar de los padres y el desperdicio de las potencialidades de los hijos. En este rango de comportamientos que van desde la desatención total hasta el cuidado excesivo, es comprensible la existencia de una conducta egoísta tanto en los padres como en los hijos porque, como es natural, ambos luchan por satisfacer sus necesidades y obtener lo que desean (reconocimiento, cariño, libertad y entretenimiento, entre otros elementos). 
       En la relación padre–hijo es de suponerse que son los primeros los que cuentan con más fundamentos para discernir y más experiencias de dónde partir, así que la voluntad del adulto es la que prevalece sin que ello signifique que tenga la razón. Es paradójico que en este tiempo caracterizado por el flujo y la abundancia de datos, la ausencia de una sencilla información sea lo que provoque que queden nulificadas múltiples oportunidades de desarrollo integral en los pequeños.
      
Entre las obras dedicadas al estudio de la enseñanza de los infantes destaca Los aprendizajes tempranos (Casals, Barcelona, 1998),* donde Juan Valls y Julio Riñón exponen que en la década de los años cincuenta, en Estados Unidos, un equipo multidisciplinario se preocupó por desarrollar una metodología que combinara contenidos de neurología y educación con la finalidad de poder estimular a los niños/as en el periodo en el que su cerebro cuenta con más plasticidad y aprende de manera significativa, es decir, de los cero a los siete años. Comentan los autores que

...existe un inmenso potencial de inteligencia al nacer que, por diversas razones —genéticas, traumáticas y ambientales— no llega a desarrollarse, y lo que es peor, se pierde. La causa principal es la falta de estímulos (...) La organización neurológica no se produce de forma gradual e indefinida, sino que existen momentos cruciales. Si en estos periodos de tiempo no recibimos la estimulación necesaria, quizá ciertas capacidades no puedan desarrollarse nunca (...) El crecimiento significativo del cerebro se acaba hacia los seis–siete años. A partir de esta edad, la facilidad para introducir nuevos datos en el cerebro es, de hecho, mucho menor (...) Las únicas limitaciones a la creación de un ambiente que favorezca la estimulación de nuestros hijos son las que los padres por ignorancia, egoísmo o comodidad, nos creamos.

       

        Los conocimientos sobre enseñanza precoz o aprendizaje temprano (AT) en el caso de España, señalan Valls y Riñón, comenzaron a aplicarse hace muy poco, en 1980; y en México, sólo unos cuantos investigadores y maestros conocen sobre el tema del AT, mientras que un grupo aún más reducido de profesores —no se diga de padres de familia— lo lleva a la práctica. La mayoría de los educadores quizá intuyan la capacidad de aprendizaje de los niños al referirse a ellos con una frase trillada (y cursi, por cierto): “Son como esponjitas: todo lo absorben”; sólo la enuncian y nunca ofrecen una explicación pedagógica completa y profunda que explique el porqué de dicha habilidad cognitiva y la manera en que puede ser aprovechada esa capacidad de aprendizaje de los pequeños. Los aprendizajes tempranos afirma que “si nos planteáramos seriamente lo que podemos hacer para dar a los niños y niñas la oportunidad de materializar sus capacidades de aprendizaje en el período de máxima plasticidad del cerebro tomaríamos conciencia de lo desfasado o inadecuado de muchos de los planteamientos que les proponemos”.
      
Como refuerzo de los principios del AT, existe la teoría de las inteligencias múltiples (Nicholson–Nelson K., Developing student’s multiple intelligeces, New York, http://galeon.hispavista.com/aprenderaaprender/intmultiples/intmultiples.htm); ésta plantea que los hijos, junto con sus padres y maestros, deben desarrollar
de manera integral las áreas lingüístico–verbal, lógica–matemática, espacial, corporal–kinestésica, artística, naturalista, interpersonal e intrapersonal con la finalidad de que los pequeños no accedan a una sola clase de conocimiento, sino que tengan un mosaico de experiencias y conceptos afianzado desde sus primeros años de vida para que los aprendizajes subsecuentes se lleven a cabo de una manera más sencilla, rápida, con sentido y, por tanto, motivante. Sin embargo, la realidad es muy distinta. 
       Se ha señalado que, como las decisiones sobre la formación de los hijos se toman en una especie de ambiente laissez faire, prevalece la idea de que al enviarlos a la escuela quedan cubiertas las necesidades educativas más apremiantes. El resto de la información que los niños reciben con insistencia por otras fuentes y que, según enuncian los investigadores, su cerebro aprehende con demasiada facilidad, no se analiza ni se discrimina y mucho menos es contextualizada por sus padres. Éste es el caso de los mensajes televisivos que han tomado el lugar de los padres y de los maestros en lo que a formación cultural corresponde. 
      
En diferentes investigaciones, estudiosos mexicanos de la comunicación han demostrado que los alumnos de primaria recuerdan a largo plazo los contenidos televisivos, mientras que los adquiridos en la escuela son olvidados con gran rapidez. Al estar expuestos por periodos prolongados al televisor sin restricción u orientación alguna, se fortalece cada vez más este estímulo en el cerebro de los niños, quienes manifiestan lo mucho que les apetece ver y oír la TV y no así, ver y oír a sus maestros o a sus padres. De la televisión, entonces, adoptan modelos de vida, ejemplos a seguir, al grado que ser “como los de la tele” es un valor deseable dentro de la cosmovisión de los infantes.
       Los constructores y patrocinadores de los mensajes televisivos saben que si existe un segmento del mercado fácilmente manipulable: es el de los niños; y que las ventas quedan aseguradas al mantenerlos entretenidos. Caricaturas, series, telenovelas, concursos y programas de distinta índole han sido diseñados para atraer de los pequeños su atención y no su reflexión. El caso más reciente, y emblemático, es el del programa musical Código Fama, un producto más dentro del boom de los reality shows
      
Código Fama surgió para encontrar nuevos talentos infantiles en las áreas de la actuación, el baile y, principalmente, el canto. Uno de los ganchos con los que se buscó convencer a la audiencia de la importancia del programa musical fue que, de los concursos de canto pasados (Juguemos a cantar; América, ésta es tu canción), había nacido un grupo de cantantes que ahora se escuchan en la radio, que aparecen en la TV y que cuentan con proyección internacional. Con esta idea como premisa fundamental inició la fuerte campaña promocional de esta emisión cuyo eslogan fue el siguiente: “Para ser famoso, sólo necesitas el código correcto: Código Fama”.
      
Por si aún estaba en duda la penetración de la TV en la población mexicana, específicamente de las producciones de Televisa, basta indicar que fueron 38 mil 234 niños y niñas los que respondieron a las audiciones de Código Fama en las plazas de México, Veracruz, Tijuana, Guadalajara, Chihuahua y Villahermosa. De esta impactante cifra fueron seleccionados cuarenta niños y niñas que a partir del primer domingo de febrero del 2003 compiten para quedar entre los diez finalistas. Quien obtenga el primer sitio del concurso será contratado de inmediato para protagonizar la siguiente telenovela infantil de la empresa de los Azcárraga y, con ello, arrancar una sólida carrera en el mundo del espectáculo musical. 
       Ante los ojos de un padre ingenuo y de un pequeño enamorado de la TV, Código Fama representa la oportunidad soñada, más aún si los niños cuentan con habilidad para cantar. Quién podría sospechar siquiera que entre tantas sonrisas, música y diversión este reality show esconde un intento macabro, digno del mismo Luzbel, que busca perpetuar los esquemas de venta y consumo de productos masivos chatarra, incapaces de agregar un dato valioso al marco referencial de los concursantes, de sus familias y de los televidentes. 
       Los señalamientos a Código Fama han sido múltiples. El primero tiene que ver con el tipo de personajes que promueve como ejemplos para los niños. Luis Miguel, Paulina Rubio, Cristian Castro, Paty Manterola, Thalía... cuesta trabajo comprender por qué le desean a un niño inocente un futuro lleno de poses, de arrogancia, de bloof, de despilfarros, de vacuidad. No puede ser posible que los pequeños crean que su felicidad radica en llegar a ser como Chayanne o como Eduardo Capetillo. Las niñas están deseosas de dejar de serlo para mostrar su cuerpo, ser fotografiadas en poses seductoras, cantarle al amor y al desamor en medio de contoneos, y sentir que por ello son personas valiosas y queridas por la multitud. Sólo basta imaginar a cualquiera de estos chicos dentro de diez años más, tal vez enfermos de egolatría, con severas limitaciones para comunicarse de manera verbal, con ningún texto de calidad leído, pero eso sí, con esas ínfulas de quien trae el bolsillo rebosado de billetes por ser un “artista famoso”.
       Otro señalamiento es el de la explotación ilimitada del sentimentalismo. En el sitio de internet de Código Fama se enuncian los siguientes casos registrados durante las audiciones. Los hechos, al haber sido protagonizados por niños, toman más fuerza por su autenticidad (no se olvide que los pequeños, con la intención más transparente, sí creen en la TV y ella forma parte de su mundo) y son manejados con todo el amarillismo y el chantaje posible para capturar a la audiencia y conmoverla:

(Llegó un) niño que reunió dinero con la ayuda de sus amigos y familiares, además de trabajar como paquetero para conseguir el dinero necesario para viajar al lugar donde realizaría su audición. Otro niño derramó lágrimas por ver el apoyo de su mamá, quien se formó en el lugar del casting desde un día antes para lograr alcanzar una ficha. Una niña teme no ser seleccionada porque no puede ver, pero piensa seguir luchando por su sueño. Otra niña, también invidente, quiere llevar a través de su música mensajes de paz. Otro pequeño, a quien siempre le ha gustado cantar, piensa ganar en Código Fama para ayudar a su papá, que trabaja como mecánico. Un niño viajó desde muy lejos para llegar a la audición, sin importarle el frío y el cansancio. Otro más lloró al interpretar su canción, porque le recordó a un ser querido. Una niña, con la ayuda de su papá, compuso un tema especial de Código Fama.

       

        La misma sensiblera explotación continuó en las dos emisiones especiales transmitidas antes del arranque formal del concurso. Los niños rompían en llanto emocionados al entrar en el escenario y ver un resumen de su vida con imágenes de sus padres, hermanos, amigos, mascotas, etcétera. Ernesto Laguardia, conductor del programa, con toda la escuela lacrimógena adquirida en las telenovelas, les hablaba bajito y se apoyaba en algún dato del video para preguntarles mañosamente qué le dirían en esos momentos a la hermanita que ya no está, qué sienten por su papi que se encuentra en el Cereso, cómo ayudarían a su papá que es jardinero. Los niños lloraban más y más; sus padres, sentados entre el público, también lo hacían, y los camarógrafos no dejaban de registrar aquellos rostros invadidos por la emoción.
       Un tercer aspecto criticable de Código Fama es el de las letras de las canciones elegidas para el concurso. Con edades que van de los nueve a los trece años, algunos participantes se encuentran en la última etapa de su infancia y otros comienzan la adolescencia. Luego entonces en ninguno de los dos casos resulta coherente escuchar letras que dicen “confundí tu piel de nácar con la mañana/ tu cabello con la noche y tu cuerpo con mi almohada/ el que calla otorga y sé que estás enamorada”; “que la mujer se someta a su hombre/ pero una mujer como yo no te merece/ te quedó grande la yegua”; “muchos quieren escalar a mi altura/ los que intentan se han ido muriendo/ soy el jefe de jefe, señores”; “corro, vuelo, me acelero/ por estar contigo/ y empezar el juego/ y encender el fuego del amor”; “acariciar y besar a mi amor como no lo hice nunca/ descubriré que el amor es mejor cuando todo esté oscuro”; “es tu palpitar, es tu cara, es tu pelo, son tus besos, me estremezco”. Los niños son entrenados durante una semana para su presentación dominical y entre gemiditos, meneos sexys y caritas emocionadas exponen a través de la letra de las canciones el rencor, el desamor, los apetitos sexuales, la vida del narcotraficante más poderoso, etcétera. Y mientras interpretan los éxitos de los Tigres del Norte, de Límite o de Timbiriche, sus padres les aplauden y siguen entre dientes las canciones.
       No cuesta mucho trabajo adivinar qué tipo de datos fueron consumidos por estos “chaparros”, como les llama Laguardia, durante sus primeros años de vida, especialmente en la etapa en la que el cerebro aprende con más facilidad y marca el futuro desarrollo, cuando los niños son como “esponjitas”. Con honda tristeza se puede inferir que 35 mil niños mexicanos, y seguramente muchos más, están convencidos que el código correcto para ser famoso lo encontrarán al ser cantantes que estremecen a la muchedumbre con letras infames (tanto en forma como en contenido) y con un estilo interpretativo por demás chabacano. Nuestros chicos creen que la fama radica en el show bussiness y no en las ciencias exactas o en las humanidades, por ejemplo.
       A todas luces queda evidenciado un fenómeno psicosociológico propio de esta época. Los niños quieren más afecto, más reconocimiento, más atención y en su intento por dejar de pertenecer a la masa y salir del anonimato, buscan la opción que está a su alcance y, como es de esperarse, ésa se la brinda la televisión, su padre/madre sustituto/a. Ser cantante es el ideal tanto de niños como de jóvenes y adultos, y generación tras generación se va reproduciendo este esquema sin que salte a la vista un posible remedio. No es que dedicarse al canto sea en sí criticable. Si se tiene la habilidad y la destreza, es prudentísimo usarlas, pero con ciertos lineamientos que promuevan la integridad de quien puede defenderse a plenitud como artista, así como de los que lo escuchan. Y por lo visto, esto no es propio del ambiente de la farándula.
       Mientras en varios comerciales aparecen Laura Flores y Ernesto Laguardia previniendo sobre los distintas maneras en que se abusa de los niños y recuerdan con precisión que “maltratar a un niño es dañarlo para siempre”, por el otro lado la misma Televisa promueve Código Fama, un concurso donde los niños y sus padres son usados para reforzar los cuadros de cantantes que seguirán embobando a miles a cambio de dinero. ¿Qué es muy complicado advertir que con concursos como Código Fama también se daña a los niños para siempre? Mientras la educación de los hijos siga depositándose en el “ahí se va” o en los medios masivos, mientras los padres refuercen con su ignorancia la promoción de basura mediática y dejen de acercarse a sus hijos, el cerebro de los más indefensos seguirá atiborrándose de escoria. Es una infamia que por la culpa de otros un niño pierda la valiosa oportunidad de vivir experiencias que lo harán un ser humano pleno en mente y en espíritu, un individuo satisfecho de haber aprovechado su vida a cabalidad, humanamente.

*Le agradezco a Sergio Raúl García —doctor en Educación por la Universidad de Barcelona y director del Instituto Pedagógico de Formación Profesional, A.C.— haberme facilitado la bibliografía adecuada para la configuración de este artículo.