David Fernández, sj
Licenciado en Filosofía y Ciencias Sociales por el Instituto Libre de Filosofía, licenciado en Teología por el Colegio Máximo de Cristo Rey y maestro en Sociología por la UIA ciudad de México. Director del Centro Miguel Agustín Pro Juárez de 1994 a 1998, rector del ITESO de 1998 a 2002 y actual asistente de Educación de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús. Obtuvo el premio Human Rights Watch en 1996 y es miembro del International Council on Human Rights Policy desde el 2000. Ha publicado entre otros, Malabareando. La cultura de los
niños en la calle y Este es el hombre. Vida y martirio de Miguel Agustín Pro.
Para la Compañía de Jesús un humanismo históricamente transformador ha de ser la orientación fundamental de la educación que imparte. Y entiende, además, que la educación constituye el compromiso humanista con el cambio de época que estamos viviendo. Esta postura no es gratuita, tomando en cuenta que según la encíclica Evangelii Nuntiandi, el drama de nuestro tiempo es la ruptura entre Evangelio y cultura; esto quiere decir que la mayor tragedia en este inicio de milenio está en la ruptura que se ha dado entre los valores que se profesan y la cultura hegemónica de la época. Este es, en mi opinión, el desafío primordial que está llamado a enfrentar todo esfuerzo educativo contemporáneo: el divorcio entre finalidades e instrumentos, entre espíritu y objetivos a corto plazo. Con la acción educativa se requiere entonces alcanzar y transformar los criterios de juicio, los valores determinantes, las prácticas sociales, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, desde una concepción que postule la centralidad de la persona, de los seres humanos, por encima de cualquier otra consideración. No olvidemos que la tarea educativa es, en el fondo, una tarea de amor, y que nada que valga la pena puede hacerse sin pasión.

Características externas del humanismo 
educativo de la Compañía de Jesús

En realidad, nuestra tarea es contracultural, porque lo que intentamos es formar profesionales que sean hombres y mujeres para otros; en el concreto de la licenciatura, formar profesionales “formadores de otros” y que se formen con los otros. Como dice mi hermano Xabier Gorostiaga, el corazón del planteamiento educativo de Ignacio de Loyola fue la priorización de la formación del carácter y los valores humanos, para contar con un capital humano capaz de transformar el mundo y no sólo para llenar puestos ya existentes, sino para crear nuevas perspectivas e instituciones que transformen la realidad. Es el conocido magis ignaciano y su obsesión por superar la mediocridad, sobre todo en momentos de crisis profundas. Así, la primera característica clave de nuestro profesional no es su capacidad de “hacer algo para el otro”, ni de “dirigir al otro”, sino de “formar al otro para que se autodirija”.
        Los jesuitas sabemos que el elemento esencial de la formación radica en las personas, más que en las ideas. El ser humano capaz, no es el gran intelectual, sino el que sabe conocer de una manera integrada y convencida, no abstracta; innovadora, no atada a las reglas. Como dice Ortega y Gasset, la vida es una faena que se hace hacia adelante. Por ello, las disciplinas educativas sólo son tales en la medida en que son visionarias, en la medida en que invierten el orden tradicional en el cual se parte del pasado, de lo ya hecho o logrado, se analiza el presente y después se avizora el futuro. La ciencia educativa procede a la inversa y al hacerlo, apuesta por un futuro incierto y plural, pero que se constituye como un desafío estimulante. Y así, el sentido del educador es siempre la apuesta por un futuro mejor para los hombres y las mujeres, y para la sociedad entera.
       
Porque nuestro humanismo estaría trunco si no lo calificamos como un humanismo social, alejado de las corrientes más pragmáticas e individualistas del pensamiento educativo. Porque si bien queremos que la educación esté efectivamente centrada en el crecimiento de la persona, también pretendemos la humanización de las estructuras sociales, de las condiciones de vida de las mayorías, de la economía, del comercio, del trabajo y de la empresa.
        Nuestras uiversidades y nuestras aulas no pueden ser espacios monopólicos y privilegiados del aprendizaje. Los escenarios tienen que ampliarse a los contextos comunitarios, familiares, laborales, a los diferentes ámbitos de la realidad social, a sus necesidades y cuestionamientos.
        De esta manera, el humanismo que pretendemos es social, y también popular y latinoamericano, referido a nuestra concreta realidad mayoritaria e histórica. Por lo tanto, la excelencia de nuestras universidades está por ejemplo, en dominar nuestra propia realidad nacional, en propiciar una conciencia de transformación y en aportar eficazmente nuestros valores y pensamiento al proceso de cambio. Así, la búsqueda de la excelencia académica, la calidad y eficiencia, para que no se convierta en elitismo intelectual, tiene que ser el resultado de un proceso educativo que se realiza a través de la investigación integrada a la docencia, de la inserción social en la vida regional mediante el servicio social y la práctica profesional, de la reflexión teórica activada por la experimentación y la participación en los concretos procesos de transformación de la realidad.
        Por eso nuestro paradigma educativo es dialógico: en permanente intercambio con la realidad siempre cambiante, y como seres humanos siempre en transformación. El humanismo que guía nuestros esfuerzos educativos es un humanismo social–popular, históricamente situado.

Características internas del humanismo 
educativo de la Compañía de Jesús

En primer lugar, una educación humanista busca desarrollar en los educandos la capacidad de reflexión e indagación de fondo, la capacidad de asombro, de sorpresa, ante nuestra propia realidad como personas, y pretende lograr que se acepten los enigmas del mundo y de la existencia como propios.
       
En segundo lugar, no sólo cultiva el desarrollo de la razón, sino que potencia capacidades no estrictamente racionales para percibir y transformar la realidad; ayuda a intuirla, recrearla, gozarla, adivinarla. Estas capacidades son en la vida tanto o más importantes que las racionales. Ahí están para atestiguarlo las teorías sobre la inteligencia múltiple, la filosofía zubiriana que habla de la inteligencia sentiente o de la sensibilidad inteligente y los hallazgos psicológicos sobre la parte derecha del cerebro.
       
Todos somos conscientes de que los ideales de disciplina y uniformidad que postula la educación tradicional temen a los actos libres, castigan la fantasía y la aventura. Aún hoy, en esta institución renombrada por su orientación humanista, existen maestros que exigen de sus alumnos la repetición exacta de los textos que les proponen memorizar. Una educación humanista debe llevar a relativizar, por supuesto, sin despreciar el ideal de la ciencia exacta y comprobable, del pensamiento duro, debe despertar la sensibilidad e introducir en el mundo que habita la “loca de la casa”: la imaginación. Enseñar a pensar sin sofocar la inconformidad, la inventiva; entregar la tradición sin empañar la mirada de quien mira al mundo por primera vez.
        En tercer lugar, es necesario recordar que en el corazón de toda educación está planteada la pregunta por la ética: por los valores, por el destino del ser humano, por el ejercicio responsable de la libertad. Entender que el “otro” está en nosotros —como dice Octavio Paz—, es tarea central de una educación humanista y es condición fundadora de toda moral. Una educación humanista hace comprender nuestra propia indigencia y nuestra apertura intrínseca frente a los demás; la responsabilidad que tenemos frente a los “otros” que habrán de venir en el futuro, así como la dignidad compartida de todos los seres humanos.
        Para Pablo Latapí, viejo amigo, humanista y pedagogo, esta triple apertura al misterio, a la belleza y a la plenitud de nuestra libertad, es lo que lleva a la educación humanista a formular “visiones desiderativas” del mundo (“
Las fronteras del hombre y la investigación educativa”, Espiral. Estudios sobre Estado y Sociedad, vol. IV, núm. 12, mayo/agosto de 1998, pp. 81–92). Sin utopías no hay avance humano ni educación humanista: la educación sin utopía sería inconcebible, contraria a su tarea de mejoramiento constante del ser humano, a su propósito de mantener a la persona siempre abierta a mejores posibilidades y en rumbo hacia la excelencia humana y profesional. Las utopías no son, hay que decirlo con fuerza, un falseamiento de la realidad, sino un recurso necesario para explorar sus posibilidades reales. No es posible hablar, pues, de educación humanista sin poner en juego el deseo, la fantasía, la reflexión profunda, la libertad y la utopía.

La educación, constructora 
de la ciudadanía

Los jesuitas estamos convencidos de que la educación es factor central para la edificación de una sociedad más equitativa, democrática y justa y que, por ello, la educación ha de constituir una prioridad para todas y todos aquellos que pretendemos hacer de este mundo un espacio más humano y fraterno.
       
La educación —es una certeza nuestra— crea la ciudadanía. Por tanto, en un contexto de fragmentación y globalización simultáneas, requerimos pensar y construir sistemas e instituciones educativas que puedan contribuir a crear ciudadanos aptos para la convivencia pacífica y plural, en múltiples sentidos, facilitando el entendimiento mutuo, la preocupación por el prójimo, la anteposición del bien común al propio, la adhesión libre a los valores de justicia, pluralidad, equidad y participación.
        También somos conscientes de que la educación misma es y ha de ser un modelo para la democracia. Por eso pensamos que los cambios en los sistemas de enseñanza–aprendizaje, indudablemente necesarios, han de acordarse a través de un debate público y abierto, en el que participen todos los actores involucrados: los padres de familia, los alumnos, las autoridades, los docentes, la sociedad civil toda. Sólo de esta manera la educación puede coadyuvar a consolidar nuestras incipientes democracias. El sistema educativo, nuestras instituciones, tienen que ser democráticas en sí mismas, jerárquicamente organizadas, con participación funcionalmente asignada, pero finalmente participativas.
        Un grupo de ganadores del Premio Nobel ha propuesto recientemente seis principios clave a incorporar en la educación que necesitamos para el siglo XXI:
        1. Respeto por la vida, es decir, una concepción y práctica educativa que se oponga al racismo, a la discriminación en la educación y la sociedad; que promueva el respeto por distintas tradiciones y culturas de nuestros países, y que procure, además, la igualdad de género. 
        2. Rechazo a la violencia, sea ésta de cualquier índole, sustituyéndola por una capacitación para la resolución pacífica de las controversias y educando para la paz. 
        3. Compartir con los demás, es decir, que la educación ha de estar cercanamente vinculada con valores como la justicia social y la justicia económica, postulando la educación gratuita y pública como un derecho universal. 
        4. Escuchar para entender, acogiendo la diversidad cultural, proveyendo de elementos para el entendimiento y garantizando la libertad de expresión.
        5. Conservación del planeta, la educación ha de impulsar el uso racional de los recursos para un desarrollo sostenible. 
        6. Redescubrimiento de la solidaridad, propiciando la plena participación de todas las personas, la incorporación de las mujeres, los indígenas y todos los sectores marginados al desarrollo con equidad.
       
Estoy seguro de que con estos principios y un diálogo compartido y fecundo, podremos continuar construyendo una Universidad que una los proyectos de vida de cada uno de sus integrantes con el proyecto institucional, una Universidad que sea pertinente para los tiempos de hoy y que contribuya a realizar el sueño de hacer que México sea un país más justo, generoso y equitativo para todos y todas.

* Fragmento de la conferencia dictada el 18 de octubre de 2002, con motivo de las Jornadas Ignacianas en la UIA Torreón