La urbe en mi memoria:
un recuento

deefeñólatra

Jaime Muñoz Vargas
Jaime Muñoz Vargas
Licenciado en Ciencias de la Información y candidato a maestro en Historia. Investigador en el Archivo Histórico Juan Agustín de Espinoza, sj, y coordinador del taller literario de la uia Torreón. Ha publicado, entre otros, El augurio de la lumbre, Pálpito de la sierra tarahumara y El principio del terror. Recientemente obtuvo el premio nacional de novela “Jorge Ibargüengoitia” con Fervor de Santa Teresa.

Primer tranco: iniciación deefeñolátra
Como la mayoría de los provincianos de este tiempo, la noción del df me fue dada por la tele. Recuerdo que en el inicio de la primaria una maestra nos explicó en el aula que México era, además de nuestro país, la capital de la República, el df. Por supuesto, no quedó muy claro a qué demonios se refería. En la infancia, los mapas son abstracciones de compleja asimilación y apenas entendí que en México había otro México llamado oficialmente Distrito Federal. Pero la tele, como digo, ya era muy poderosa a mediados de los setenta. Televisa no tenía competencia. Chespirito comenzaba el ascenso a su fama con el usufructo de la ñoñería; Raúl Velasco ya era totalmente vacuo, aún tenía pelo y —gracias a México, magia y encuentro, Siempre en domingo y Aún hay más— duraba seis maratónicas y peligrosas horas en el aire dominical; Los Polivoces —Armándaro Valle de Bravo y el policía Enrique Cuenca, para más señas— se correteaban en jardineras de Insurgentes o Reforma; Jacobo Zabludovsky ya era nuestro Goebbels y usaba sus espantosos audífonos de caparazón; Ángel Fernández gritaba ¡gooooooool! como ningún otro y Fanny Cano, con su Yesenia, hacía estragos en la educación sentimental de las señoras. Ése era nuestro ingenuo contacto con la capital. La tele era, como todo, un negocio centralista y nos creaba a los provincianos la idea de que en el país lo más importante, lo único, era la capital, el df, el punto del universo donde estaba La Televisión.

        Menos frecuente, el roce con el df nos llegaba a los niños de La Laguna como enigmático fetiche. Algunos compañeros de la primaria tenían primos, tíos, abuelos en la Gran Ciudad. Yo frisaba apenas los 8 ó 9 años cuando escuché por primera vez una curiosa palabrilla: chilango. Supe por un compañero de primaria y afortunado vacacionista que él tenía “primos chilangos”, y que en verano se pasó dos meses en el df, compartiendo con ellos largos paseos en Chapultepec, en el metro, en el Zócalo, en la basílica, en la Torre Latinoamericana, en Bellas Artes, en el estadio Azteca. Por esa sola aventura, mi cuate se erigió en el cosmopolita del salón, en el único que había establecido contacto con la ciudad donde jugaban el América, el Atlante, el Cruz Azul, el Atlético Español y los Pumas, es decir, el 25 por ciento de los equipos de primera división. Y recuerdo con reciclada envidia cuánto me asombré cuando narró su incursión al “coloso de Santa Úrsula” para ver un cotejo de la Máquina tricampeona contra las Chivas. Él no lo supo, pero gracias a sus elogios del Gato Marín, del Flaco Quintano, del Kalimán Guzmán y anexas, me convertí en un creciente fan de los Cementeros. En otras palabras, debido a los ojos de un buen cuate y por magia contaminante, como postula J.G. Frazer en La rama dorada, yo tuve contacto con los seres mitológicos de la capital, los futbolistas que sudaban la gramilla del Azteca y que todos los fines de semana salían en la tele de mi lagunera y provinciana buhardilla.

        Mi tacto frontal del DF se dio en 1977. Un maestro de secundaria organizó para mi grupo un viaje de estudios —ésta es una metáfora— en el destartalado autobús de la federal “Ricardo Flores Magón”. Fue un periplo formidable, pues cuarenta y tantos espinilludos salimos de La Laguna para recorrer Tamaulipas, Veracruz, Morelos, el df y no sé cuántos sitios más. En Tampico vi barcos gigantes, en Tecolutla me inauguré en el estupor marino, toqué los muros de San Juan de Ulúa, entré a las grutas de Cacahuamilpa. Cuando llegamos al DF, no se me olvida, mis hormonas estaban en ebullición por una compañera de la secundaria llamada Claudia, la primera mujer a la que apetecí con instinto de perro. Quizá por eso la capital de esa primera excursión hoy me parece afantasmada, demasiado nebulosa en la memoria. No me interesaron Bellas Artes, el Zócalo, las líneas del alucinante metro, el castillo de Chapultepec. No. Nada. El mundo, el universo estaba en Claudia y mis sentidos eran sus esclavos. Recuerdo que subí los escalones de la Pirámide del Sol junto a ella, y mi único deseo era seducirla, no comprender el sentido de las ancestrales edificaciones. Claudia —así suele suceder— no accedió a mis demandas y lo único que conseguí con ese prendamiento fue desperdiciar mi primer encuentro con la capital, con la gran urbe que ya nos llegaba por la tele convertida en un monstruo complejo, voraz, indescifrable.
        Volví al df en 1983. Era estudiante de la carrera de Comunicación en la que invertí, no sé si bien, cuatro años de mi vida. Como tal, todavía con densa credulidad, me integré a un corro de ocho compañeros que anhelaban conocer los intestinos de Televisa y de Imevisión. Con una carta de nuestro rector, los ocho mocetones entramos a los foros de San Ángel y a los estudios del Ajusco. Vimos la grabación, vaya horror, del xe–tu conducido por René Casados y Érica Buenfil; también entramos al foro donde César Costa y Alejandro Suárez urdían La carabina de Ambrosio. Con enorme vergüenza nostalgio ese tiempo inútil, pues en lugar de establecer relación con las innumerables zonas de interés en la capital, ambicionaba saber, con respetuosas mayúsculas, cómo se hacía Televisión Profesional. En resumen: un viaje de asco, incluidas las ingentes bacanales despachadas en alguna habitación del hotelito La Fayette, ubicado en el centro histórico.

Segundo tranco: re–conocimiento del DF
o la vindicación del chilango

En 1984 se dio mi conversión a la secta literaria, y mi saludable y beligerante apostasía de la ingenua ambición televiscosa. A partir de ese año, puedo decirlo sin afán proselitista, mi vida cambió por el contacto de los libros. Como era previsible, muchas de mis ideas han sido modificadas gracias a una página, gracias a un párrafo, gracias incluso a una frase. Debo mi primera revelación verbal de la ciudad de México, la más notable y acaso la más duradera, a Función de medianoche (Era–sep, 1986), el libro que recoge los ensayos de vida cotidiana que José Joaquín Blanco publicó en unomásuno entre 1978 y 1979. Allí están, como a flashazos, mis primeros reconocimientos ciertos, auténticamente hondos, sensibles, de la capital. La crónica brillante de José Joaquín, su desgarrada ternura, su insobornable juicio del poder y, sobre todo, su minuciosa bitácora de solitario/solidario transeúnte capitalino me dejaron tan entusiasmado que, a mi modo, durante algunos meses intenté el estilo de aquellos textos pero aplicado a las ciudades laguneras. No olvidaré, por ejemplo, las obras maestras de Función de medianoche, ensayos–crónicas que no caerán de mi memoria porque debido a ellas entendí, o creí entender, el fascinante amor/odio que le profesan al DF quienes lo habitan, quienes gozan/padecen las ventajas de su centralismo y el turbio decurso de su inmediatez. “Panorama bajo el puente”, “Mercado sobre ruedas”, “Plaza Satélite”, “La plaza del metro”, “Frío de sábado por la madrugada”, “Un Fausto de Lindavista” y otras piezas del minucioso Blanco me guiaron por la capital mucho mejor que cualquier viaje de estudios. Función de medianoche me pareció desde aquel primer acercamiento una especie de manso apocalipsis, una descripción poética y rigurosa, delicada e implacable, de aquella megalópolis que por su grandiosa monstruosidad obliga al ciudadano a elegir en un resignado águila o sol: amarla/odiarla o huir.
        Luego vinieron otros libros, claro, y casi todos me confirmaban el pálpito de Función de medianoche. Uno de ellos fue Perspectivas mexicanas desde París: un diálogo con Carlos Fuentes (Corporación Editorial, 1973), entrevista donde el autor de Terra nostra se explaya frente a James R. Fortson, director en aquel momento de la revista Él, una especie de Playboy azteca. A mediados del 73, Fortson interroga a Fuentes en París y le pregunta si piensa regresar a México para residir permanentemente allí. El novelista responde que viaja a la capital con mucha frecuencia, que tiene amigos y esas cosas, y en sus palabras asoma demasiado la oreja una visión catastrofista que desde entonces es referencia obligada cuando pienso en el DF: Ahora México es una ciudad sin misterio, sin comunicación entre la gente (…) una ciudad donde el obrero emplea tres o cuatro horas en trasladarse todos los días de su casa al trabajo. Es terrible; no se ha resuelto el problema básico de los medios de transporte urbanos. Pero abundan los yates en Acapulco. México es una ciudad donde no se puede caminar, tienes que andar en el periférico todo el tiempo, te ahoga el polvo, el smog, sólo hay avenidas inmensas, grises, despersonalizadas, de concreto, dedicadas a la muy divina pareja del señor Cocacoatl y su esposa Pepsi–ídem. Es horrible, ¿verdad? Hay que reconstruir la ciudad de México. Quizás sea demasiado tarde. Yo creo que ya no tiene salvación esa pinche ciudad. Se la llevó la chingada, de plano… (p. 40; el subrayado es mío). Como se lee, al final de este comentario Fuentes oscila entre el optimismo y la certeza de un df leviatánico, un sitio al que se lo llevó, sin ambages, “la chingada”, la chingada que hoy es la polución, el congestionamiento, la delincuencia, el hacinamiento, el subempleo, la indefensión económica de millones, el tenaz centralismo, la falta de transporte, la descomunal necesidad de agua y de luz, el caos. Pese a todo, un porcentaje muy alto de mexicanos, resignados o no, viven allí con la legítima esperanza de ser felices hasta que llegue, si es que llega, la posibilidad de escapar.
        Junto con los libros, junto con los suplementos (sábado, El Búho, El Dominical, La Jornada Semanal), llegaron las primeras amistades chilangas. Al revés de lo que dicta el estereotipo, los chilangos que conocí en aquel tiempo no eran los irredentos malvados descritos por la mitomanía popular de tierra adentro (debo señalar, parentética y casualmente, que mis mejores cuates de la prepa y de la carrera son un par de chilangos ya algo descafeínados, pero todavía con suficiente acento tepiteño). Conocí a Guillermo Samperio, a José Agustín, a Nacho Trejo Fuentes (de Pachuca, sí, pero chilango por ósmosis), a Vicente Quirarte y a otros capitalinos no menos generosos. En lo que me toca, pues, los deefeños me ha tratado, hasta hoy, con buena mano, así que no comparto el precavido estereotipo resumido en la divisa “haz patria, mata un chilango”. Antes bien, el aroma que me deja la ciudad de México es simétrico al de José Joaquín, el amor/rencor que luego encontré en “Declaración de odio” (Poemas prohibidos y de amor, Siglo xxi, 1973), una de las obras legendarias del ilustre Cocodrilo:

        Te declaramos nuestro odio, magnífica ciudad (…)
        Y si te odiamos, linda, primorosa ciudad sin esqueleto,
        no lo hacemos por chiste refinado, nunca por neurastenia,
        sino por tu candor de virgen desvestida…

Tercer tranco: el asentamiento
de la deefeñolatría distante

Ahora, desde hace tres años, por asuntos de trabajo visito la capital con relativa periodicidad. Siempre busco librerías, y por sistema ingreso a Gandhi, al Sótano, a la Octavio Paz y a la de la unam. En este tiempo han llegado a mí nuevos textos para convalidar mi afecto del DF —Enseres para sobrevivir en la ciudad, Grupo Editorial Norma, de Vicente Quirarte; México, ciudad de papel, Tusquets, de Gonzalo Celorio, entre otros— y enfatizar lo que apenas sospeché con la lectura de José Joaquín Blanco. El arraigado amor/rencor de quienes a diario transitan sus calles y se filtran en sus recovecos de concreto. En las visitas recientes, ya más afinada la atención, la metrópoli me ha enseñado su rasgo más evidente: la despersonalización. En México —esto es una hipérbole— parece que nadie le interesa a nadie, y ésa, paradójicamente, es la ventaja/desventaja del oximorónico DF. El desdén por los otros millones de desdeñosos le da al individuo la certeza de una libertad cierta, real, pero esa libertad se ve sujeta por la presión de los horarios, las distancias, el revoltijo de vidas, la competencia laboral, la maldad despersonalizada. En el DF todo mundo es libre a condición de que acepte vivir en una cárcel. Por eso no hay gratuidad, sino puntería, en el uso del oxímoron amor/odio.
        Y como digo, ya visito la ciudad de México frecuentemente. Siempre salgo allá con un temblor de piernas que amaina apenas piso la irónica región más transparente. Como mi memoria es más fotográfica que nominal, no ubico nunca los nombres de ninguna calle, de ninguna colonia, de ninguna línea del metro. Toda la nomenclatura entra sin concierto al caos de mi diccionario metropolitano: Tacuba, Tlalpan, Parque Hundido, Colonia Roma, metro Nativitas, Iztapalapa, Narvarte, Polanco, Xola, Presidente Mazarik, Ajusco, San Ángel, Izazaga, Copilco, estatua del Caballito, la Diana, Chapultepec, Lagunilla, Minería, Indios Verdes… Por tal razón, cada vez que visito la capital llevo una agenda ligera, simple, consistente en dos o tres actividades que después se convierten en cuarenta. Bien sé que México posmopólitan devora a cualquiera, y a mí, temeroso lagunero, me arrastra en su infatigable turbamulta despersonalizada, atroz, perfectamente caótica. Pese a todo, uno va queriendo a la ciudad y entiende mejor a los poetas que la han loado, desde Bernardo de Balbuena a José Emilio Pacheco. La capital es fea, en las mañanas luce ojerosa y pintada, cierto, pero tiene un veneno que fascina, un veneno que, por lo menos, vale la pena ingerir de vez en cuando. Lejos, separado a diario por más de mil kilómetros, mi amor por el horrible Distrito Federal ha sido, como todo lo que nos sucede, inevitable, tan inevitable como mi frecuente recuerdo del poema “Crónica” (Tarde o temprano, fce, 1986, p. 166), de jep

        La guerra terminó o tal vez no ha empezado
        El fuego derribó nuestras murallas
        y hacemos guardia entre las armas rotas

        En el aire se palpa un rumor de lluvia
        Aún no desciende pero está manchada
        por nuestra sangre

                                ¿Somos inocentes
        somos los culpables de la matanza?
        ¿Quién desertó o está muerto como un héroe?

        No lo sabremos nunca
        En esta noche
                           que se ha vuelto destino
        toda nuestra ventura se reduce
        a esperar aquella guerra
        que aún no comienza
       
o se encendió hace siglos.

Cada vez que viajo a la capital, por superstición, leo este poema.