|
|
|
Edgar Salinas
Uribe, licenciado en Filosofía y Ciencias Sociales, es profesor en el
área de Integración de la UIA Torreón, con el presente ensayo enviado bajo el seudónimo “El
jugador número 12”, obtuvo uno de los dos primeros lugares del
certamen “Padre Arupe Ser hombres y mujeres para los demás”,
convocado por la Universidad Iberoamericana Torreón a través del
Centro de Pastoral Universitaria y la revista Acequias,
con el tema Presencia ignaciana en la expresión artística. El otro
trabajo premiado corresponde a Margarita Hanhausen Cole, licenciada en
Historia y maestra en Filosofía por la uia
ciudad de México, institución en la que actualmente es académica de
tiempo; asimismo, estudia el doctorado en Historia del Arte en la UNAM,
desarrollando un proyecto acerca del arte jesuita; firmó su trabajo
bajo el seudónimo de “Onix”.
El
jurado estuvo integrado por Mónica Martí Cotarelo, candidata a maestra
en Estudios de Arte y estudiante del doctorado en Historia de la Cultura
en la UIA ciudad de México; es subdirectora técnica del Museo Nacional
del Virreinato y Marco Antonio Bran Flores, sj, es licenciado en Filosofía
por la UIA ciudad de México, licenciado en Filosofía y Ciencias
Sociales por el Instituto Libre de Filosofía y Ciencias y licenciado en
Ciencias Teológicas; es el actual rector del Instituto Cultural de
Tampico.
Ambos
textos serán publicados en la revista Acequias
a partir de este número. Aprovechamos este espacio para felicitar
nuevamente a los ganadores y agradecer a todos los participantes su
respuesta a esta convocatoria; también destacamos la profesional labor
de los miembros del jurado, ya que para nosotros es importante que el
certamen se consolide como un espacio que contribuya a estrechar cada
vez más los lazos con la comunidad del Sistema UIA–ITESO, ausjal
y que al mismo tiempo, sea un canal de promoción y divulgación de
temas ignacianos.
|
|
|
|
El
tema del certamen sugiere, en principio, dos cosas: que existe eso que
denominamos ignaciano y que eso puede o está presente en el arte.
Aunque parece una observación pueril, no lo es; por el contrario,
considero que allí radica un fontanal explicativo del porqué y para qué
de la llamada presencia
ignaciana en el arte. Y, así, podemos ir allende cualquier
intento, ya hecho lugar común, de exaltación de la actividad ignaciana
en las artes. No se trata de amainar las observaciones
—grandilocuentes las más de ellas— con respecto a esa labor. Además
de difícil, resultaría un miope soslayo de la ingente labor artística
ignaciana durante ya casi cinco centenarios. No en vano Octavio Paz
afirmó que el desarrollo artístico de la Nueva España no habría sido
posible sin la labor de los jesuitas. Y ejemplos en otras geografías
sobran: el ballet en Francia, el teatro en Europa, la música en ciertas
zonas de Suramérica, la regia arquitectura sacra de la cual, en México,
poseemos memorable herencia.
Considero conveniente
aprovechar el título del certamen para acercarnos a tres preguntas: ¿
Qué sería lo ignaciano? ¿Qué sería lo netamente ignaciano en el
arte? Y, finalmente, ¿arte ignaciano sería igual a arte jesuita?
Respondernos a lo anterior nos permitirá contextualizar de modo más íntimo,
y proyectivo a la vez, la presencia ignaciana en el arte.
Tradicionalmente al hablar de
lo ignaciano lo asociamos a la labor de los jesuitas en los más
variados campos de su apostolado, desde lo explícitamente pastoral
hasta la poca calidez de un remontado laboratorio, pasando por la
heroicidad de sus mártires. Tal diversidad de actividad es, no
obstante, motivada por una
misma matriz religiosa.
Carisma
y espiritualidad fructifican en identidad. En el caso de la ignaciana,
de la cual los jesuitas —lo jesuítico—, serían una de sus
columnas, la identidad se nos vuelve palpable en un modo de proceder que
nace no de un estatuto ni cuerpo doctrinal, ni siquiera de algunos
lineamientos, sino que surge, y para ser ignaciana necesariamente es así,
de una experiencia personal con la divinidad. Esta experiencia religa a
la persona de modo íntimo al Deus semper
Maior que Ignacio de Loyola encontró y ayuda a encontrar en
el apasionante itinerario de los Ejercicios
Espirituales. |
|
|
|
“A
la mayor gloria de Dios” y “ En todo amar y servir”, son rasgos
característicos del proceder cotidiano de quien, tocado por la
experiencia del Dios siempre Mayor, se vive en su realidad al modo
ignaciano. Las manifestaciones de tal situación son múltiples, tantas
como personas hayan tenido esa experiencia. De manera que, al parecer,
lo ignaciano sobrepasa lo jesuítico sin serle ajeno. Y, entonces,
encontramos mujeres y hombres comprometidos directamente con las causas
de dignificación de los pobres; pero también mujeres y hombres de
regio ardor pastoral o bien, ávidos investigadores en busca de
respuestas a las acuciantes necesidades de la humanidad. Todos
ignacianos: unos laicos y otros religiosos, unos jesuitas y otras
religiosas. A todos les es común, sin embargo, la experiencia que
Ignacio señala con respecto a la creación en su totalidad: hay que ver
a Dios en todas las cosas y a todas en Él. Y en consecuencia, servir a
Su Divina Majestad.
Así
pues, tenemos ante nosotros lo nuclear de lo ignaciano, esa experiencia
de divinidad que nos impele a verla en todo y servirla en todo. Y allí
podemos encontrar también el eslabón que nos permitirá respondernos a
las preguntas por lo ignaciano en el arte.
La presencia ignaciana en el
arte es, sin duda, una presencia apostólica. Es decir, lejos de
suscribir aquello del arte por el arte, en el caso de los jesuitas, el
arte es un medio cuyo fin es la alabanza a Su Divina Majestad. El arte
por el arte es la expresión del espíritu de un individuo; el arte
ignaciano es la expresión de un espíritu abrasado por la divinidad,
donde el absoluto no son ni la obra ni el artista. Son ellos,
finalmente, criaturas también. Los frescos del hermano Pozzo en Roma o
los versos del padre Hopkins, no terminan donde ellos los dejaron, pues
en tal punto sólo señalan, es decir, esbozan la grandeza de Dios,
balbucean Su Gloria. La obra artística jesuítica es, en un primer
momento, respuesta a la voz divina sembrada en la intimidad personal.
Pero
ese momento no es el único del arte ignaciano. Hay otro, quizá el
principal en términos apostólicos: servir como vehículo de comunicación
estética, con la humanidad entera, de la presencia de Dios en la
creación. En otras palabras: hay presencia ignaciana en el arte porque
hay presencia divina, cotidiana, en la creación. Ignacio insiste: hay
que encontrar a Dios en todas las cosas y a todas en Él. Así, el
barroco de Tepotzotlán no sólo será espacio de formación educativa y
de culto; se pretende, primordialmente, medio de evangelización,
acequia por donde el observador y el educando beban de la divinidad.
Puerta al misterio, el barroco del ahora Museo del Virreinato, es una
invitación a dejarse arrobar por el Dios Mayor. |
|
|
|
Pero, ¿por qué de lo suntuoso en las sacristías, en los templos y en
los ornamentos sacros de los jesuitas? ¿No será esto una contradicción
con el espíritu de humildad y austeridad exigido por Ignacio a los de
su Compañía? En modo alguno. A Dios había que alabarlo de la manera más
excelsa posible. En el caso de lo elementos mencionados, son, repetimos,
vehículos para llevar al observador al encuentro con su Creador. Por
otro lado, hay casos donde esa teofanía artística está sellada por la
sobriedad. Así, por ejemplo, la arquitectura de los colegios de la
Compañía, previa a la supresión, tiene un modo común: lo mismo el
hoy día herido edificio de San Ildefonso en México que el Clementinum
en Praga, o el bellísimo palacio Clavijero de Morelia, allí en contra
esquina del conservatorio de las Rosas. No sólo se busca funcionalidad
sino un estilo que hable por sí mismo de la notoriedad de esos espacios
pensados, también, como vías evangelizadoras. Dignos monumentos
consagrados al saber, al encuentro con la verdad. Salas, bibliotecas y
pasillos que albergaron a otros que más tarde brillarían, por su lado,
en diversas artes: Moliere, Voltaire y Calderón en la dramaturgia,
Joyce en la narrativa o Buñuel en el cine. La presencia de los jesuitas
en el arte se pretende, pues, expresión teofánica.
Resta
un tercer cuestionamiento. Hasta ahora hemos usado indistintamente los términos
ignaciano y jesuítico al referirnos a su labor artística. De modo que
la presencia ignaciana en el arte sería, de entrada, la presencia de
los jesuitas en el arte. Pero sucede que lo nuclear de la identidad
ignaciana, esto es, la espiritualidad y el carisma, dado su fundamento,
trasciende claustros y derriba fronteras institucionales. Decíamos: es
la experiencia personal del Dios siempre Mayor y lo que ella acarrea,
quien distingue lo ignaciano. El Espíritu es más amigo de la libertad
que afecto a las exclusividades. Como se lee en el Evangelio: sopla
donde quiere. De tal suerte que lo ignaciano no necesariamente es, nada
más, lo jesuita.
El
padre Arrupe hizo famosa la frase “hombres para los demás”, refiriéndose
a los alumnos y ex alumnos de las instituciones educativas jesuíticas.
Pues bien, la Congregación General 34 de la Compañía de Jesús
recuperó esa frase y la proyectó de un modo más amplio: no sólo se
trata de ser hombres para los demás, sino mujeres y hombres para y con
los demás. Esto es característica central del carisma ignaciano y
ayuda a profundizar en la propia identidad, a decir de la Congregación.
De este modo, lo ignaciano no sólo es herencia para la Compañía de
Jesús, sino testamento, también, para mujeres y hombres de diversas
condiciones. Lo central radica en el modo de proceder que surge de una
espiritualidad compartida, otra vez, la del Dios siempre Mayor:
Principio y Fundamento de todo lo creado.
Así
las cosas, la presencia ignaciana en el arte no glosa, solamente, y a
manera de recuerdo glorioso, las obras artísticas y la promoción del
arte por los jesuitas. Es también la obra del artista cuya motivación
para la creación nace al beber del pozo espiritual heredado por Ignacio
de Loyola.
Llegados
a este momento, seríamos consecuentes al afirmar que la presencia
ignaciana en el arte no es sinónimo de un arte meramente religioso,
sino, fundamentalmente, religante, esto es, un medio para que el Creador
y la criatura se encuentren. No se trata de un pietismo estético, sino
de una teofanía a través de las artes: creación multiforme y gestos
poéticos Ad
maiorem Dei gloriam. |