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Como Shakespeare, Borges creyó que la vida y el hombre son un sueño y
que de ese soñar, como un reflejo, se desprende la obra de arte. Dos
pesadillas rigen su obra: el laberinto y el espejo; pero no son
distintas, ya que bastan dos espejos opuestos para construir un
laberinto. En la conferencia que ofreció en el teatro Coliseo de Buenos
Aires en 1977 bajo el título “La pesadilla”, confesó que en sueños:
“A veces me veo reflejado en un espejo, pero me veo reflejado con una
máscara. Tengo miedo de arrancar la máscara porque tengo miedo de ver
mi verdadero rostro” (Siete noches, pp. 44).
La
trama de “El jardín de los senderos que se bifurcan” trata sobre un
laberinto perdido. Si un laberinto es un lugar en el que nos
extraviamos, la idea de un laberinto perdido es la de un lugar en el
cual nos extraviamos en un lugar que se ha extraviado. Viene a ser una
idea doblemente mágica, como el sueño de Borges enmascarado que se
refleja en un espejo. Aunque los hechos no ocurren en Buenos Aires, el
cuento ejemplifica el cosmos borgesiano. No sólo el individuo sino el
universo son trastocados: el hombre se reconoce en el universo y el
universo en el hombre, espejos contrapuestos que se multiplican hasta el
infinito. Pero esa multiplicidad es unitaria: todos los Borges no son
Borges, sino Borges.
“Yo
diría que tengo dos pesadillas que pueden llegar a confundirse. Tengo
la pesadilla del laberinto y esto se debe, en parte, a un grabado en
acero que vi en un libro francés cuando era chico. En ese grabado
estaban las siete maravillas del mundo y entre ellas el laberinto de
Creta. El laberinto era un gran anfiteatro, un anfiteatro muy alto. En
ese edificio cerrado, ominosamente cerrado, había grietas. Yo creía (o
ahora creo haber creído) cuando era chico, que si tuviera una lupa lo
suficientemente fuerte podría ver, mirar por una de las grietas del
grabado, al Minotauro en el terrible centro del laberinto” (“La
pesadilla”, Siete
Noches, pp. 43).
“Un
rasgo curioso en mis pesadillas, no sé si ustedes lo comparten conmigo,
es que tienen una topografía exacta. Yo por ejemplo, siempre sueño con
esquinas determinadas de Buenos Aires. Tengo la esquina de Laprida y
Arenales o la de Balcarce y Cile. Sé exactamente dónde estoy y sé que
debo dirigirme a algún lugar lejano. Esos lugares en el sueño tienen
una topografía precisa pero son completamente distintos. Pueden ser
desfiladeros, pueden ser ciénegas, pueden ser junglas, eso no importa:
yo sé que estoy exactamente en tal esquina de Buenos Aires. Trato de
encontrar el camino” (En
voz de Borges, pp. 44).
“El
Aleph” esta basado en un pasaje real de la vida de Jorge Luis Borges.
Cierto abril Carlos Argentino lo dejó encerrado en el oscuro sótano de
la casa para que observara el maravilloso Aleph. Aterrado, Borges recordó
“El barril de amontillado”, cuento de Allan Poe, y pensó que
Argentino lo había preparado previamente, adormeciéndolo con una copa
de coñac, para dejarlo morir. Pero se tranquilizó cuando vio el Aleph,
tal como se lo había descrito el poeta: una pequeña esfera de dos centímetros
que contenía todo el espacio cósmico, en el que se podía ver desde
todos los puntos del universo.
En
la entrevista concedida a Waldermar Verdugo–Fuentes, Borges explica
que: “Beatriz Viterbo estaba viviendo en el Once, y esto me resulta
curioso porque era efectivo, aunque creo que un escritor debe alterar
los datos para no estar limitado a escribir simples relatos periodísticos.
Pero como creo que Once, Belgrado, Palermo y Almagro son barrios fácilmente
identificables, no quise ponerle la calle Jujuy ni tampoco quería
utilizar el Once dentro de la historia, de suerte que puse Constitución,
que de alguna manera es equivalente al Once, e incluí la calle Garay”
(pp. 134). Para “El Aleph”, Borges elige la calle Garay, porque, por
ser descendiente de Juan Garay, le resultaba grato usar el nombre de
alguno de sus antepasados. Además la consideraba una calle llena de
sabor que podía ser tomada como una calle cualquiera de Buenos Aires,
sin rasgos evidentes para diferenciarla.
No
es difícil encontrar en “El Aleph” una réplica de la esfera de
Pascal: la naturaleza es una esfera infinita cuyo centro está en todas
partes y el centro en ninguna. Valéry acusa a Pascal de que su libro no
proyecta la imagen de una doctrina o de un procedimiento dialéctico,
sino la de un poeta perdido en el tiempo y el espacio. “En el tiempo,
porque si el futuro y el pasado son infinitos, no habrá realmente un cuándo;
en el espacio, porque si todo ser equidista de lo infinito y de lo
infinitesimal, tampoco habrá un dónde” (“Pascal”, Otras inquisiciones, pp.
149).
Borges
plantea en su ensayo “La inmortalidad” —donde retoma la imagen de
la esfera— que si el tiempo es infinito, en cualquier instante estamos
en el centro del tiempo. Este momento tiene tras de sí un pasado
infinito, un ayer infinito; sin embargo, este pasado pasa también por
este presente. El tiempo y el espacio son dos aspectos de una misma
realidad; por eso, es razonable pensar que en cualquier momento estamos
en el centro de una línea infinita y en cualquier lugar del centro
infinito estamos en el centro del espacio.
En
las Enéadas,
dice Borges, se afirma que si se quiere definir la naturaleza del
tiempo, es necesario conocer previamente la eternidad, que es el modelo
y arquetipo de aquél. Dice Platón en el Timeo
que el tiempo es una imagen móvil de la eternidad. El tiempo debe
preceder a la eternidad, que es hija de los hombres. La eternidad es una
imagen hecha de tiempo. Creer que el tiempo fluye del pasado al porvenir
es tan verosímil e inverificable como la creencia contraria. Los
eleatas refutan el movimiento: es imposible que transcurra un plazo de
catorce minutos porque antes es necesario que hayan pasado siete, y
antes de siete, tres minutos, y así hasta el infinito. |
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Este
Buenos Aires soñado por Borges es un laberinto que contiene en sus
recovecos otros laberintos. Cinco de los mejores laberintos de la
literatura se encuentran en esta ciudad imaginada o reinventada: “Tlön,
Uqbar, Orbis, Tertius”, “Funes el memorioso”, “La muerte y la brújula”,
“El Congreso” y “There Are More Things”.
“Tlön,
Uqbar, Orbis, Tertius” plantea la creación de un planeta ficticio,
con sus lenguas, su geografía, fauna, mitos y religiones —vasta obra
de generaciones de filósofos, poetas y científicos—, que termina por
desplazar nuestro mundo, el cual quizá no sea más que una ficción
literaria de Uqbar. Para Borges, la obra de arte es como la flor mágica
de Coleridge: la transmisión de un sueño que soñamos para que otros,
a su vez, se sueñen y nos sueñen. Pero en ese sueño podemos quedar
atrapados, como Alicia en el País de las Maravillas: Alicia ve en su
sueño al rey Rojo que sueña a Alicia; si el rey despierta, Alicia
desaparecerá y con ella el sueño que es el rey.
“Funes
el memorioso” es una larga metáfora del insomnio. Un laberinto de
signos que la memoria no altera. “La muerte y la brújula” ocurre en
un Buenos Aires soñado: la Rue de Toulón es el Paseo de Julio;
Triste–le–Roy el hotel donde Herbert Ashe, personaje de “Tlön,
Uqbar, Orbis, Tertius”, recibió el undécimo tomo de una enciclopedia
ilusoria. La trama de “El Congreso” propone una empresa que de tan
enorme termina por confundirse con el cosmos y la eternidad. “There
Are More Things” es un homenaje a H. P. Lovecraft. En
el cuento, la anfisbena se encuentra perdida en un Buenos Aires, para
ella no menos laberíntico de lo que a nosotros nos resultan los
espacios de dimensiones paralelas.
Borges,
como Chesterton —quien creía que uno crece para envejecer al amor y a
la mentira, pero no envejece para el asombro— guardó, según él
mismo, la capacidad de asombro de la infancia, por el hecho de sentirse
perdido en un mundo vasto y plagado de espontaneidad y sorpresa, pero a
la vez plagado de monotonía y reiteraciones. Sin embrago, las
repeticiones de las mismas cosas pueden llegar a ser experiencias
sorpresivas y dichosas.
Aceptamos
esas cosas incompatibles que sólo por razón de coexistir llevan el
nombre de universo.
Para
ver una cosa hay que comprenderla. El sillón presupone el cuerpo
humano, sus articulaciones y partes. El rey Tupac Amaru no pudo percibir
la Biblia del misionero; el pasajero no ve el mismo cordaje que los
marineros. Si en verdad viéramos el universo, tal vez lo entenderíamos.
Lo
milagroso da miedo, quienes fueron testigos de la resurrección de Lázaro
habrán quedado horrorizados. Lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja
de ser aterrador. El mundo de todos los días es el mundo de todos los días:
qué portento. Los místicos invocan una rosa, un beso, un pájaro que
es todos los pájaros, un sol que es todas las estrellas y el sol, un cántaro
de vino, un jardín o el acto sexual. “Acá en Buenos Aires, se prueba
que una ciudad puede estar toda en una esquina” (En
voz de Borges, pp. 106).
Las
varias eternidades postuladas —la de los nominalistas, la de Irineo y
la de Platón— son la simultaneidad del pasado, presente y futuro; no
una agregación mecánica de esos tres tiempos. Dice Borges que “Es
sabido que la identidad personal reside en la memoria y que la anulación
de esa facultad comporta la idiotez. Cabe pensar lo mismo del universo.
Sin una eternidad, sin un espejo delicado y secreto de lo que pasó por
las almas, la historia universal es tiempo perdido, y en ella nuestra
historia personal —lo cual nos afantasma incómodamente—” (Historia
de la eternidad, pp. 38). La eternidad es el arquetipo, cuya
desplazada copia es el tiempo, que comprende y exalta a los demás
arquetipos.
El
laberinto es un símbolo de estar perplejo, de estar perdido en la
carrera de la existencia. Sin embargo, la idea del laberinto como símbolo
del hecho de estar perdido no es para Borges una simple evasión mental,
puesto que en la idea de los laberintos hay una especie de esperanza;
porque si descubriéramos que este mundo es laberíntico, nos sentiríamos
seguros, un centro que nos diría que estamos salvados, porque existe
una arquitectura dentro de todo. En cambio, no sabemos si el universo
tenga un centro y, por lo mismo, quizá no sea un laberinto, sino un
simple caos, y en este caos estamos perdidos.
Pero
puede haber un centro secreto en el mundo, o para el mundo; centro que
puede ser divino o demoníaco; pero por eso no es peligroso descubrir
que vivimos dentro de un laberinto, porque ello implica una arquitectura
coherente. Felizmente hay algunos hechos que nos inducen a creer que
existen ciertas coherencias dentro del mundo, como lo dicen las
estaciones, las rotaciones astrales, las edades del hombre, la aurora,
el mediodía y el ocaso, la puesta de sol, los dos crepúsculos de la
vida.
Una
casa monstruosa requiere de un habitante monstruoso: el laberinto es
connatural al minotauro. Un habitante laberíntico requiere una ciudad
compleja: el Buenos Aires de Borges es como Las
Mil y una noches: Sherezada cuenta al rey un cuento que narra
la historia del rey y Sherezada, y monstruosamente se incluye e incluye
todas las noches. Buenos Aires, para Borges, es un laberinto hecho de
tiempo.
“Pocas
ciudades son tan feas como Buenos Aires, y con el obelisco y las macetas
en la calle Florida terminan de afearla definitivamente, pero con todo,
yo prefiero sufrir en Buenos Aires que sufrir de nostalgia en el
extranjero” (En
voz de Borges, pp. 105 y 106). |