Borges

y el laberinto Buenos Aires

Guillermo Samperio

Guillermo Samperio
Narrador. Ha colaborado en diferentes proyectos educativos, culturales y editoriales de algunas instituciones privadas, de la SEP y el INBA, en el que también ha fungido como director de Literatura. Son numerosas sus colaboraciones en diarios y revistas de América Latina, Estados Unidos y Europa. Desde 1974 suman ocho los volúmenes de cuentos que ha publicado, algunos de los cuales aparecen en las antologías Dos siglos de cuento mexicano (1979), Letras no euclidianas (1979), Jaula de palabras (1980), Josefina, badien die herren (1982), Los mejores cuentos mexicanos (1982) y Lo fugitivo permanece (1984). Su obra ha sido traducida al francés, inglés y rumano.

Y la ciudad, ahora, es como un plano
De mis humillaciones y fracasos;
Desde esa puerta he visto los ocasos
Y ante ese mármol he aguardado en vano.
Aquí el incierto ayer y el distinto
Me han deparado los comunes casos
De toda suerte humana; aquí mis pasos
Urden su incalculable laberinto.
Aquí la tarde cenicienta espera
El fruto que le debe la mañana;
Aquí mi sombra en la no menos vana
Sombra final se perderá, ligera.
No nos une el amor sino el espanto;
Será por eso que la quiero tanto.

Milonga de Jorge Luis Borges

Una construcción arquitectónica puede llegar a convertirse en metáfora de sus habitantes. Tal es el caso de “La caída de la casa Usher”, de Edgar Alan Poe, y de “Una rosa para Emily”, de William Faulkner; signo de la decadencia la primera casa y del olvido la segunda. “Cada escritor siente el horror y la belleza del mundo en ciertas facetas del mundo”, dijo Borges, quien sintió estos dos aspectos de la vida en ciertos rincones de Buenos Aires. Así lo confirma en su poema “Las calles”, donde dice: Las calles de Buenos Aires // ya son mi entraña. // No las ávidas calles, // incómodas de turba y de ajetreo,// sino las calles desganadas del barrio, // casi invisibles de habituales, //enternecidas de penumbra y de ocaso // y aquellas más afuera // ajenas de árboles piadosos // donde austeras casitas apenas se aventuran, // abrumadas por inmortales distancias, // a perderse en la onda visión // de cielo y de llanura.

        Como Shakespeare, Borges creyó que la vida y el hombre son un sueño y que de ese soñar, como un reflejo, se desprende la obra de arte. Dos pesadillas rigen su obra: el laberinto y el espejo; pero no son distintas, ya que bastan dos espejos opuestos para construir un laberinto. En la conferencia que ofreció en el teatro Coliseo de Buenos Aires en 1977 bajo el título “La pesadilla”, confesó que en sueños: “A veces me veo reflejado en un espejo, pero me veo reflejado con una máscara. Tengo miedo de arrancar la máscara porque tengo miedo de ver mi verdadero rostro” (Siete noches, pp. 44).
        La trama de “El jardín de los senderos que se bifurcan” trata sobre un laberinto perdido. Si un laberinto es un lugar en el que nos extraviamos, la idea de un laberinto perdido es la de un lugar en el cual nos extraviamos en un lugar que se ha extraviado. Viene a ser una idea doblemente mágica, como el sueño de Borges enmascarado que se refleja en un espejo. Aunque los hechos no ocurren en Buenos Aires, el cuento ejemplifica el cosmos borgesiano. No sólo el individuo sino el universo son trastocados: el hombre se reconoce en el universo y el universo en el hombre, espejos contrapuestos que se multiplican hasta el infinito. Pero esa multiplicidad es unitaria: todos los Borges no son Borges, sino Borges.
        “Yo diría que tengo dos pesadillas que pueden llegar a confundirse. Tengo la pesadilla del laberinto y esto se debe, en parte, a un grabado en acero que vi en un libro francés cuando era chico. En ese grabado estaban las siete maravillas del mundo y entre ellas el laberinto de Creta. El laberinto era un gran anfiteatro, un anfiteatro muy alto. En ese edificio cerrado, ominosamente cerrado, había grietas. Yo creía (o ahora creo haber creído) cuando era chico, que si tuviera una lupa lo suficientemente fuerte podría ver, mirar por una de las grietas del grabado, al Minotauro en el terrible centro del laberinto” (“La pesadilla”, Siete Noches, pp. 43).
        “Un rasgo curioso en mis pesadillas, no sé si ustedes lo comparten conmigo, es que tienen una topografía exacta. Yo por ejemplo, siempre sueño con esquinas determinadas de Buenos Aires. Tengo la esquina de Laprida y Arenales o la de Balcarce y Cile. Sé exactamente dónde estoy y sé que debo dirigirme a algún lugar lejano. Esos lugares en el sueño tienen una topografía precisa pero son completamente distintos. Pueden ser desfiladeros, pueden ser ciénegas, pueden ser junglas, eso no importa: yo sé que estoy exactamente en tal esquina de Buenos Aires. Trato de encontrar el camino” (En voz de Borges, pp. 44).
        “El Aleph” esta basado en un pasaje real de la vida de Jorge Luis Borges. Cierto abril Carlos Argentino lo dejó encerrado en el oscuro sótano de la casa para que observara el maravilloso Aleph. Aterrado, Borges recordó “El barril de amontillado”, cuento de Allan Poe, y pensó que Argentino lo había preparado previamente, adormeciéndolo con una copa de coñac, para dejarlo morir. Pero se tranquilizó cuando vio el Aleph, tal como se lo había descrito el poeta: una pequeña esfera de dos centímetros que contenía todo el espacio cósmico, en el que se podía ver desde todos los puntos del universo.
        En la entrevista concedida a Waldermar Verdugo–Fuentes, Borges explica que: “Beatriz Viterbo estaba viviendo en el Once, y esto me resulta curioso porque era efectivo, aunque creo que un escritor debe alterar los datos para no estar limitado a escribir simples relatos periodísticos. Pero como creo que Once, Belgrado, Palermo y Almagro son barrios fácilmente identificables, no quise ponerle la calle Jujuy ni tampoco quería utilizar el Once dentro de la historia, de suerte que puse Constitución, que de alguna manera es equivalente al Once, e incluí la calle Garay” (pp. 134). Para “El Aleph”, Borges elige la calle Garay, porque, por ser descendiente de Juan Garay, le resultaba grato usar el nombre de alguno de sus antepasados. Además la consideraba una calle llena de sabor que podía ser tomada como una calle cualquiera de Buenos Aires, sin rasgos evidentes para diferenciarla.
        No es difícil encontrar en “El Aleph” una réplica de la esfera de Pascal: la naturaleza es una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y el centro en ninguna. Valéry acusa a Pascal de que su libro no proyecta la imagen de una doctrina o de un procedimiento dialéctico, sino la de un poeta perdido en el tiempo y el espacio. “En el tiempo, porque si el futuro y el pasado son infinitos, no habrá realmente un cuándo; en el espacio, porque si todo ser equidista de lo infinito y de lo infinitesimal, tampoco habrá un dónde” (“Pascal”, Otras inquisiciones, pp. 149).
        Borges plantea en su ensayo “La inmortalidad” —donde retoma la imagen de la esfera— que si el tiempo es infinito, en cualquier instante estamos en el centro del tiempo. Este momento tiene tras de sí un pasado infinito, un ayer infinito; sin embargo, este pasado pasa también por este presente. El tiempo y el espacio son dos aspectos de una misma realidad; por eso, es razonable pensar que en cualquier momento estamos en el centro de una línea infinita y en cualquier lugar del centro infinito estamos en el centro del espacio.
        En las Enéadas, dice Borges, se afirma que si se quiere definir la naturaleza del tiempo, es necesario conocer previamente la eternidad, que es el modelo y arquetipo de aquél. Dice Platón en el Timeo que el tiempo es una imagen móvil de la eternidad. El tiempo debe preceder a la eternidad, que es hija de los hombres. La eternidad es una imagen hecha de tiempo. Creer que el tiempo fluye del pasado al porvenir es tan verosímil e inverificable como la creencia contraria. Los eleatas refutan el movimiento: es imposible que transcurra un plazo de catorce minutos porque antes es necesario que hayan pasado siete, y antes de siete, tres minutos, y así hasta el infinito.

Este Buenos Aires soñado por Borges es un laberinto que contiene en sus recovecos otros laberintos. Cinco de los mejores laberintos de la literatura se encuentran en esta ciudad imaginada o reinventada: “Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius”, “Funes el memorioso”, “La muerte y la brújula”, “El Congreso” y “There Are More Things”.
        “Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius” plantea la creación de un planeta ficticio, con sus lenguas, su geografía, fauna, mitos y religiones —vasta obra de generaciones de filósofos, poetas y científicos—, que termina por desplazar nuestro mundo, el cual quizá no sea más que una ficción literaria de Uqbar. Para Borges, la obra de arte es como la flor mágica de Coleridge: la transmisión de un sueño que soñamos para que otros, a su vez, se sueñen y nos sueñen. Pero en ese sueño podemos quedar atrapados, como Alicia en el País de las Maravillas: Alicia ve en su sueño al rey Rojo que sueña a Alicia; si el rey despierta, Alicia desaparecerá y con ella el sueño que es el rey. 
        “Funes el memorioso” es una larga metáfora del insomnio. Un laberinto de signos que la memoria no altera. “La muerte y la brújula” ocurre en un Buenos Aires soñado: la Rue de Toulón es el Paseo de Julio; Triste–le–Roy el hotel donde Herbert Ashe, personaje de “Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius”, recibió el undécimo tomo de una enciclopedia ilusoria. La trama de “El Congreso” propone una empresa que de tan enorme termina por confundirse con el cosmos y la eternidad. There Are More Things” es un homenaje a H. P. Lovecraft. En el cuento, la anfisbena se encuentra perdida en un Buenos Aires, para ella no menos laberíntico de lo que a nosotros nos resultan los espacios de dimensiones paralelas. 
        Borges, como Chesterton —quien creía que uno crece para envejecer al amor y a la mentira, pero no envejece para el asombro— guardó, según él mismo, la capacidad de asombro de la infancia, por el hecho de sentirse perdido en un mundo vasto y plagado de espontaneidad y sorpresa, pero a la vez plagado de monotonía y reiteraciones. Sin embrago, las repeticiones de las mismas cosas pueden llegar a ser experiencias sorpresivas y dichosas.
        Aceptamos esas cosas incompatibles que sólo por razón de coexistir llevan el nombre de universo. Para ver una cosa hay que comprenderla. El sillón presupone el cuerpo humano, sus articulaciones y partes. El rey Tupac Amaru no pudo percibir la Biblia del misionero; el pasajero no ve el mismo cordaje que los marineros. Si en verdad viéramos el universo, tal vez lo entenderíamos.
        Lo milagroso da miedo, quienes fueron testigos de la resurrección de Lázaro habrán quedado horrorizados. Lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. El mundo de todos los días es el mundo de todos los días: qué portento. Los místicos invocan una rosa, un beso, un pájaro que es todos los pájaros, un sol que es todas las estrellas y el sol, un cántaro de vino, un jardín o el acto sexual. “Acá en Buenos Aires, se prueba que una ciudad puede estar toda en una esquina” (En voz de Borges, pp. 106).
        Las varias eternidades postuladas —la de los nominalistas, la de Irineo y la de Platón— son la simultaneidad del pasado, presente y futuro; no una agregación mecánica de esos tres tiempos. Dice Borges que “Es sabido que la identidad personal reside en la memoria y que la anulación de esa facultad comporta la idiotez. Cabe pensar lo mismo del universo. Sin una eternidad, sin un espejo delicado y secreto de lo que pasó por las almas, la historia universal es tiempo perdido, y en ella nuestra historia personal —lo cual nos afantasma incómodamente—” (Historia de la eternidad, pp. 38). La eternidad es el arquetipo, cuya desplazada copia es el tiempo, que comprende y exalta a los demás arquetipos.
        El laberinto es un símbolo de estar perplejo, de estar perdido en la carrera de la existencia. Sin embargo, la idea del laberinto como símbolo del hecho de estar perdido no es para Borges una simple evasión mental, puesto que en la idea de los laberintos hay una especie de esperanza; porque si descubriéramos que este mundo es laberíntico, nos sentiríamos seguros, un centro que nos diría que estamos salvados, porque existe una arquitectura dentro de todo. En cambio, no sabemos si el universo tenga un centro y, por lo mismo, quizá no sea un laberinto, sino un simple caos, y en este caos estamos perdidos.
        Pero puede haber un centro secreto en el mundo, o para el mundo; centro que puede ser divino o demoníaco; pero por eso no es peligroso descubrir que vivimos dentro de un laberinto, porque ello implica una arquitectura coherente. Felizmente hay algunos hechos que nos inducen a creer que existen ciertas coherencias dentro del mundo, como lo dicen las estaciones, las rotaciones astrales, las edades del hombre, la aurora, el mediodía y el ocaso, la puesta de sol, los dos crepúsculos de la vida.
        Una casa monstruosa requiere de un habitante monstruoso: el laberinto es connatural al minotauro. Un habitante laberíntico requiere una ciudad compleja: el Buenos Aires de Borges es como Las Mil y una noches: Sherezada cuenta al rey un cuento que narra la historia del rey y Sherezada, y monstruosamente se incluye e incluye todas las noches. Buenos Aires, para Borges, es un laberinto hecho de tiempo.
        “Pocas ciudades son tan feas como Buenos Aires, y con el obelisco y las macetas en la calle Florida terminan de afearla definitivamente, pero con todo, yo prefiero sufrir en Buenos Aires que sufrir de nostalgia en el extranjero” (En voz de Borges, pp. 105 y 106).