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Federico Garza Ramos
Alumno de la Licenciatura en Derecho e integrante del taller
literario de la uia Torreón. |
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“Un caballero errante, garboso y galante, por florestas y por prados cantando una canción, viajó y viajó en busca de Eldorado”.
Edgar Alan Poe
En el capítulo quinto del famoso libro que
nadie ignora (o al menos que ningún filósofo respetable ignora), Questionaes
Metaphisicum de Franz Zeit, escrito en el siglo xvi, cuenta que los estudiosos de la metafísica en Krejin
consideraban la vida humana como un simple recuerdo intemporal de nuestras
vidas pasadas, que verdaderamente somos estrellas que soñamos haber vivido, que
el hombre al llegar a la muerte realmente es el sueño de la estrella que se
extingue y que olvida su recuerdo. El valor metafórico de los versos inscritos
por los eruditos de Krejin es altísimo. Sabemos que las estrellas significan un
vago concepto del alma, quizá de la conciencia en su acepción antigua.
Schopenhauer en una entrevista se declara amante de la cultura metafísica de
Kejin; en la misma entrevista, diría que la conciencia era la comparación de
nuestro conocimiento interno, con el conocimiento de las demás cosas, sin que
éstas deban ser forzosamente de carácter físico. Valdría pues la acepción de
que el alma puede estar soñando una vida que nos es revelada por los juegos y
artificios que el alma primera nos plantea, que la inteligencia eterna
(Dios) delinea y construye, como un arquitecto de nuestras vidas ilusorias.
En este momento a cualquiera le
resultarían irrisorios o quiméricos estos laberínticos planteamientos. La
cultura en la que vivo cree en un lugar ultraterreno (como el cielo o el
infierno), pero no le interesa si existe o no. Yo pienso al revés, no creo en
un lugar ultraterreno pero estoy sumamente interesado en él.
De Krejin nunca había oído hablar,
no sabía si era una ciudad antigua o un reino, o quizá una provincia lejana en
los confines de la tierra. Parecía un juego o un invento de algún escritor
medieval, acaso la creación de un grupo de sabios, lingüistas, poetas y
arquitectos, jugando a la utopía, describiendo la vida, los tratados, las
costumbres, la religión, inclusive los árboles, los cielos y los pastos con sus
hormigas y arañas, de un pueblo que probablemente jamás habría existido. Me
remití a la enciclopedia para buscar aquel nombre; después, sin éxito, traté
consultando en testimonios de viajeros, y hasta en un diccionario, agotando
todas las combinaciones posibles. Luego busqué en una serie de enciclopedias
alemanas que la Biblioteca Nacional guardaba en un cuarto lleno de soledad y de
polvo. Mi búsqueda fue en vano. Investigué en libros de metafísica, de
teología, de cualquier ciencia. Krejin simplemente no parecía haber existido.
Días más tarde un libro de poesía
escandinava, originalmente escrito en alemán (Eskandinavische Gedichte,
Estocolmo, Ed. Har—Olf, 1923; majestuosamente traducido al español por Hans
Münter) me reveló un poema épico escrito en 1434, que habla sobre un aventurero
vikingo perdido en las tierras del sur, anclado “en el mar de la media
tierra”(justo cuando la gente dejó de llamarle Mare Magnum), que siguió
a pie su camino al norte, pasando por el reino de Krejin, vecino al reino
defendido por Knez Lazar. La estrofa es como sigue:
“Antigua Krejin, paso del
turco,
la sangre negra de molusco
derramada en tus murallas
¡Oh!, espada de Lazar llegaste a
redimir.”1
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Este poema posee una
belleza misteriosa. Para mí no tenía
significado, creía que habían sido escrito para significar nada y sin embargo,
los versos se sostienen como un objeto bello. Tal es un fragmento poético de
Morris que me recuerda la belleza literaria sin significado: “Therefor, said
Yoland of the flowers, this is the tune of the seven towers.”2 El
verso carece de significado, pero aún saboreamos una exquisita belleza
indescifrable. Días más tarde supe que las “seven towers” a las que se refería
Morris, eran en verdad las siete torres o siete ciudades (Siebenburgen) que los
sajones construyeron en el sitio que hoy llamamos Transilvania.
Supe de inmediato que Krejin
debió estar situada en algún lugar entre los campos de Kosovo y el Banato
Rumano (antigua región valaca). Nadie ignora que Knez Lazar, príncipe Serbio,
defendió y perdió Kosovo ante los turcos en 1389.
Para
mi fortuna encontré un libro titulado Von Siebenburgen nach Krejin (Ed.
Traume, Berlín, 1937), el autor es ignorado, pero fue traducido con pobreza al
español por Alonso Líber (De Transilvania a Krejin, Ed. Sol, Madrid,
1948) y cuenta un viaje hecho de Transilvania a Krejin en 1566 y de los lugares
mágicos que han alimentado a la fantasía y a la fábula por años.
Sabía
entonces que Krejin realmente existió. Los tratados de metafísica que narra
Zeit, el poema escandinavo y el libro de viajes daban una prueba irrefutable de
la existencia de aquel lugar. Sólo me quedaba una duda por resolver, y sucede
que es inevitable indagar más al respecto, dado que si Zeit estudió los
tratados de metafísica de Krejin para plasmar los comentarios en su libro, aquellos
tratados deberían existir, probablemente en alguna biblioteca, escondidos,
acaso olvidados. Ya los puedo imaginar, llenos de polvo, y las esquinas del
librero hecho de madera, atrapados en infinitas telarañas, tomos y más tomos de
libros con sus pastas de cuero del siglo xvi,
antiguos, consagrados, en lenguajes fascinantes, misteriosamente hermosos.
Pasé
cinco años buscando algo que pudiera darme algún rastro de los escritos de
Krejin, traté por varias bibliotecas, a las cuales mandaba cartas insistiendo
en que buscaran aquellos tratados que parecían ya como mi centro, mi quehacer
cotidiano; la búsqueda se convertía en mi propia vida. Escribí a la Biblioteca
Nacional de Rumania en Bucarest, a la de Cluj—Napoca, a la de Belgrado, a
Skopje, Timisoara, Sarajevo, traté inclusive con las bibliotecas de Berlín y de
París. Dedicaba las horas del día a escribir cartas, pedimentos; yendo a la
oficina postal, esperando al cartero para ver si había llegado algún paquete
dirigido a mí. Cinco años agonizando, cinco años al borde de la enfermedad
mental.
No
recuerdo cuando, pero no hace mucho, estoy seguro, escuché el silbido del
cartero, bajé como de costumbre a recibirlo, pero esta vez era diferente, esta
vez y para siempre, mi corazón se amotinó, soborné a mis sentidos con un
maravilloso paquete que había llegado a mi domicilio. Venía de la biblioteca de
Berlín. Lo abrí desesperado, adentro estaban dos tomos escritos por un tal
Konstantin Dobravoda, eran los tratados de Krejin A close study of Krejin en
su traducción inglesa (Ed. Kinpatrick, Dublín, 1878) y al fondo del paquete, un
libro en alemán titulado Das wunderbar Krejinland wo da ist kein Zeit3
de Whillhem Köns.
También
encontré una nota en la que se advertía que los libros que tratan la metafísica
en Krejin no habían existido, que no habían aparecido en el catálogo o en el
índice de la biblioteca, que al momento en que llegó mi carta, los libros
aparentemente se crearon o aparecieron. También dicen que el libro de Köns no
fue difícil de encontrar, porque de hecho es muy popular en Klagenfurt, de
donde es originario su autor.
Los
tratados de metafísica venían escritos en un latín lleno de palabras eslavas,
inclusive pude detectar cierta influencia turca y alemana. No nada más hablaban
de metafísica, sino de las costumbres de Krejin y acerca de cómo los filósofos,
los sabios, los teólogos y los poetas eran quienes dominaban y conformaban la
administración del reino. Lo que me parecía extraño es que muy pocos
extranjeros habían conocido Krejin y además, casi nadie había escrito algo
sobre aquellas tierras. Los libros de historia, las enciclopedias y los
diccionarios no están enterados de que alguna vez Krejin existió. Parecía como
si el único rastro de que Krejin había existido alguna vez fueran los libros
que estaban en mis manos, los mismos libros que quizá Zeit o Schopenhauer
leyeron y releyeron, los libros de aquel Konstantin Dobravoda de quien no se
guarda ni la más leve pista de su imagen, de quien ni siquiera la historia de
la noche lo recuerda; un gran filósofo, un teólogo, un poeta olvidado; un
hombre de espadas y de libros que la memoria colectiva borró.
Dobravoda
había dejado al mundo un estudio sobre las costumbres de Krejin. Supo, por los
nombres de los días de la semana en krejiano, que sus dioses eran extractos o
interpretaciones de la mitología escandinava, por ejemplo, el día lunes se
llamaba freash, el viernes era torac, el martes wodenc. Dobravoda comparó a los dioses escandinavos Frea, Thor y
Woden (Odin) y descubrió la coincidencia. Pero las personas de Krejin, cada día
de cada dios, por decreto debían pronunciar ciertas metáforas que honraban a la
deidad en turno. Si un leño en la fogata del lunes tronaba, la gente alrededor
del fuego debía decir “Es Frea gritándole a sus hijos”, o si a un niño se le
caía un diente en martes el padre debía tirarlo al agua y pedir oro a Odin. La
gente de ahí era extremadamente ceremoniosa, solemne, verdaderas creyente de
una doctrina metafísica que se acoplaba a sus vidas. En Krejin las dudas eran
escasas, inclusa parecía que ni siquiera tenían dudas metafísicas, sus vidas
eran diariamente interpretadas, sabían que cada día era diferente, que nada o
nadie es igual, que todo es un símbolo de un mundo más allá del que podemos
ver. Las cosas y ellos mismos no eran nada más que símbolos, interpretables y
efímeros. Dios era la suma de almas de aquellos que habían muerto, por lo que
la adoración de los ancestros era divina, terriblemente enorme y parte de cada
actividad. Sabían que ellos eran deudores de un mundo anterior, que aquel que
usaba un bote en el agua era deudor del inventor olvidado, que aquel que hacía
la guerra con una espada le debía al guerrero que por primera vez forjó una. Su
conciencia por aquella deuda era tan grande, que Dobravoda descubrió que había ochenta
y nueve diferentes maneras de decir gracias. De los treinta y cuatro capítulos
de que consta el libro, tres de ellos están dedicados al estudio de los
vientos. Se creía que los vientos del sur preñaban a las potras y que los del
norte arrastraban las conversaciones hechas por los pueblos de aquellas
regiones, pero sólo los sabios tenían la capacidad de escucharlas.
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La
teología en Krejin era fascinante. Duns Scotto en su Tratado del Primer
Principio, había dicho que la verdad de los atributos de Dios
(omnipotencia, ubicuidad, misericordia, veracidad y justicia) no era
demostrable, mas era creíble gracias a la revelación de Dios. Por otro lado, la
gente de Krejin podía demostrar la existencia de aquella inteligencia divina.
Su manera favorita de describir a Dios era “La mente que se piensa a sí misma”.
Dobravoda descubrió que esa acepción era sin duda alguna la mejor de todas, era
una metáfora que desahogaba su significado: “si una mente se puede pensar a sí
misma, existe en el pensamiento, por lo tanto puede ser posible, porque es
pensado e imposible a la vez, porque no existe fuera del pensamiento. Pero si
consideramos al pensamiento como lo más real de todas las cosas, Dios existe”.
Así como aquel guerrero sajón en la batalla de Brunanburgh antes de morir le
dice a su hijo: “let me be” (déjame ser), no sólo le dice que lo deje
morir, si entendemos estas palabras literalmente, antes de morir lo menos que
podemos decir es “déjame ser”, ya que al morir uno deja de ser, pero ese
hermoso “let me be” presupone una trascendencia eterna, una continuación
segura del ser. Estoy cierto de que antes que muriera ese guerrero sajón, el
pensamiento de seguir siendo después de la muerte le pareció tan real como su
agonía.
Los
krejianos no parecían haber evolucionado en su lenguaje, las palabras no eran
palabras en sí (o al menos como nosotros las entendemos), sino que estaban
dotadas de un fondo metafórico enorme. Es cierto que en algún momento todas las
palabras fueron metáforas. Existía un aire misteriosos donde la imagen
metafórica era concebida como un símbolo idéntico en cada razonamiento.
Acabé
de leer a Dobravoda y su gran exposición acerca de Krejin, cerré el libro,
causando una explosión de polvo, y recordé que cinco días atrás no poseía el
más mínimo conocimiento acerca de aquel lugar. Caminé en círculos por mi
habitación tratando de aclarar algunos conceptos acerca del tiempo y de cómo en
Krejin la vida giraba alrededor de la idea de la inexistencia del tiempo. Tal
actitud me parecía inconcebible, pero a la vez hermosa. No recuerdo bien quién
dijo que el tiempo es terrible porque es irreversible y de hierro. Para los
krejianos la idea de volver a un pasado mejor no existía, no había tal
concepción temporal, no había nostalgia. Nadie ignora que el tiempo es real
porque sabemos de un pasado en el cual aún no existíamos. En Krejin la
eternidad era un atributo natural de cada persona.
Salí
a tomar un paseo, caminé con cierta indiferencia. Recuerdo que me detuve en una
tienda de libros que mostraba en su vitrina un mapa de Europa del siglo xiv. Comencé a escrutarlo, recorriendo
fronteras y pasando mi dedo índice sobre él, dibujando una línea imaginaria o
el deseo de un viaje. Mi dedo se detuvo y yo quedé perplejo. Ahí estaba aquel
nombre, aquella tierra que tanto había buscado en los libros; entonces fue que
decidí escribir este relato. Quise, como aquellas personas que escribieron
sobre Krejin, participar en su creación. El deseo de darle vida a una tierra me
abrumó y sin embargo, la nota de la biblioteca de Berlín decía que los libros
aparecieron cuando los pensé y me di cuenta de que al arrastrar mi dedo sobre
el mapa invocando el nombre de Krejin, apareció. Entonces supe que todo era
parte de un juego artificioso, de una nueva obra creada por un grupo de inteligencias
que me atrapó, y que no pude descreer. Ahora me doy cuenta de todo esto, y al
fin supe que soy partícipe del mismo juego.
Torreón, Coahuila 14 de
enero de 2002
1 Alt Krejin, der Türkische pass
das schwarze blut des Weichtieres
Von der mauer fliessend
Oh! Schwert Lazars du kamst um zu befreien.
2 “Entonces, dijo Yolanda de las flores, esta es la canción de las siete torres”.
3La maravillosa tierra de Krejin, donde el tiempo no existe, Klagenfurt, 1788.
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