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1. No decida por ellos, sino con ellos
Vaya si es una costumbre de los padres decidir
por sus hijos. Con el pretexto de que son bebés o niños, los papás se pasan
diciéndoles a los hijos qué hacer y cómo ser. No sé por qué con el paso del
tiempo no se dan cuenta que con frecuencia los hijos no salen como los padres
esperaban, situación que se explica por una inadecuada postura principalmente,
en este caso, acerca del significado y relevancia de la toma de decisiones
tanto en la educación como en la vida. Cabe notar que, desafortunadamente, en
la vida cotidiana casi no se diferencian e integran claramente decisiones y
acciones; y que distingo e integro a la decisión como una actividad mental,
consciente que debe ser requisito de las acciones concretas. En otras palabras,
tomar una decisión es reflexionar sobre la acción antes de llevarla a cabo; “tapar el pozo antes de que se ahogue el
niño”.
Hace
algunos años, durante una reunión familiar, una mamá que vivía fuera de la
ciudad comentó que su hija —quien estudiaba en la Ibero de Puebla— le había
pedido permiso para ir con unos amigos en Nochebuena, y que le había contestado
que no. Cuando le pregunté por qué no la dejó ir respondió algo así como:
“Ahora que vine de visita a Puebla tiene que hacer lo que yo digo; ya cuando me
regrese y se quede sola otra vez, hará lo que ella quiera”.
Esta inocente manera de ser tiene
deplorables consecuencias educativas, pues cuando los hijos están solos, no
saben cómo decidir lo que deben hacer y con frecuencia se equivocan
drásticamente o se dejan llevar ciegamente por las musas de los tiempos. Creo
que la responsabilidad fundamental de los padres es enseñar a sus hijos a decidir por ellos mismos, pero
razonadamente, qué quieren ir haciendo con sus vidas. Observe que dije enseñar,
que implica no tomar decisiones por ellos ni dejar que hagan simplemente lo que
se les antoje. La importancia de aprender a decidir estriba en que toda decisión
diseña o implica un futuro diferente, no sabe uno si mejor o peor, pero si que
será diferente. Podemos afirmar con certeza existencial que el futuro no será
el mismo para una persona que estudia una carrera universitaria que para quien
no la estudia, ni tampoco será el mismo si la estudia en una universidad o en
otra, ni si la estudia en su ciudad natal o en otra, ni si la estudia en su
país o en otro. Estoy hablando del ámbito moral de la educación; de la búsqueda
incansable y riesgosa del bien humano.
Este rasgo educativo, ser capaz de
decidir, se desarrolla dejando que ellos mismos, desde niños, tomen sus
decisiones, pero no al estilo lidereado por Norteamérica, que implica que los
niños y jóvenes hagan lo que quieran sin dar cuentas a nadie, sino que el papel
de los padres en este asunto es fungir como “abogados del diablo” y exigir
—siempre exigir— razones válidas en la toma de decisiones previas a hacer algo,
para fundamentar sus posturas sobre lo bueno y lo malo; promover su
razonamiento en cuanto a lo que es correcto o no hacer. Las razones pueden ser
por ejemplo, gustos o preferencias, pero siempre cuestionados en las
consecuencias inmediatas y previsibles en ellos mismos y en las personas con
quienes conviven.
Una excelente oportunidad para enseñar
a decidir, para trabajar los aspectos morales y éticos de la educación, es
cuando un hijo dice: “quiero...”; esta dinámica educativa familiar es la que
promueve que los hijos ganen en capacidad para tomar sus propias decisiones, lo
que implica capacitarse para en un futuro elegir sus propios valores con
pertinencia. Un valor es aquello a lo que las decisiones tienden; es un
verdadero bien para alguien.
En los inicios de la vida familiar
las decisiones son apropiadas a ese ámbito: ¿qué ropa uso?, ¿qué cosas compro?,
¿a dónde voy o vamos de vacaciones?, ¿voy o no a una fiesta?, ¿hago o no la
tarea hoy?, ¿salgo con fulano o no?... Más adelante, las decisiones se
complican: ¿estudio una carrera o no?, ¿qué carrera estudio?, ¿en qué
universidad?, ¿tengo novio o no mientras estudio?, ¿trabajo mientras estudio?,
¿me caso con Guadalupe antes de terminar mis estudios?... Es clara la
dificultad que experimentan la generalidad de los y las jóvenes universitarios
para tomar sus decisiones. Se puede afirmar que evidentemente las toman, pero
algunos de ellos padecen dolores de parto al no saber cómo hacerlo, otros
simplemente dejan que alguien más decida y la mayoría, las toman por ellos
mismos sin chistar, irresponsablemente. Este hecho indica una formación inadecuada
durante su educación anterior tanto en el hogar como en la escuela.
El tipo de decisiones cambia a lo
largo de la vida de cada persona, pero la dinámica para atenderlas o tomarlas
es siempre la misma: cuando niños y jóvenes, dando razones válidas a los padres
y, en consecuencia, a sí mismos como adultos. Estas razones pueden ser de dos
tipos: racionales (lógicas) y circunstanciales y afectivas (quién y de qué
manera se afecta por cierta futura acción, por tal bien que se desea o
persigue).
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2. No haga lo que
ellos puedan hacer
Una tendencia muy normal y generalizada de los
padres es asistir a los hijos, sobre todo a los pequeños, para satisfacer sus
necesidades: les damos de comer, les ayudamos a subir una escalera, les
amarramos los zapatos, los bañamos, los vestimos, los llevamos a la escuela,
les hacemos la tarea…
Por supuesto que es probable que si
una madre no amamanta o da biberón a su hijo éste muera, pues viene de un
ambiente dependiente. Pero una cosa es esto y otra seguirlo “amamantando” por
varios años. El bebé de unos meses ya puede por sí mismo sostener la mamila.
Por supuesto que habría que estar con él cuando toma su leche o agua, pero por
razones de seguridad y de índole afectiva.
En una reunión familiar para
celebrar el año nuevo, una sobrina de poco más de un año estaba tratando de
subir a una silla, su papá presto a ayudarle la cargó y la sentó; la niña se
molestaba, se bajaba de la silla e intentaba volverse a subir; el papá la
volvía a ayudar; por fin el padre se desesperó por la “necedad” de su hija y la
dejó sola; después de tres o cuatro intentos, la niña logró subirse por ella
misma. Como que le quería decir a su papá: “no me ayudes en lo que yo puedo, al
menos, déjame intentarlo hasta que me dé cuenta de que no puedo y te pida ayuda”.
El sentido común apunta a que los
niños y jóvenes no pueden intentar todo para ver qué se siente o si pueden o
no. Hay actividades físicas, intelectuales o relacionales demasiado riesgosas
para que un hijo las intente por sí mismo, pero la observación acuciosa permite
ir ajustando los límites para que vayan haciendo las cosas por sí mismos según
su desarrollo mental y físico. Por supuesto que a veces los padres deben
imponerse y decir “no, eso no” cuando no pueden convencer al hijo de los
riesgos implicados para él mismo u otra persona; o bien pueden “presionar” para
que realicen algo que en principio era imposible. Pero el asunto crucial en la
educación es que esta afirmación negativa o esta presión, así nomás, suceda
pocas veces. No es lo mismo decir como padre o madre: “has esto” o “no hagas
esto”, que “ya me convencí o me convenciste de que puedes o no puedes hacerlo,
por esto, esto y esto otro”. El hijo debe ir aprendiendo a calibrar
conscientemente qué puede hacer y qué no. Promovamos o aprovechemos oportunidades,
dialoguemos con ellos para que esto suceda. Está dinámica les da seguridad,
aumenta su autoestima, desarrolla su creatividad, estimula su capacidad de
observación y mejora el conocimiento y aceptación de sí mismos.
3. Dé ejemplo de lo
que exige o pregona
Si algo afecta
negativamente al adolescente es la incongruencia de los adultos. El bebé o niño
aprende a convivir con ella, pero el adolescente tiende a repudiarla. Gran
parte del paso de la adolescencia a la juventud implica ir ganando en coherencia
consigo mismo, cuyo preludio es el conocimiento personal o el establecimiento
de los valores en función de los cuales se quiere vivir. Aprender a vivir es un
proceso generalmente conflictivo, angustiante y doloroso, en el cual la
coherencia de la vida de los padres es de gran ayuda. Esta coherencia se permea
en los hijos por los poros de la piel de su niñez.
El abrazo entre lo que se piensa,
valora o dice y lo que se hace; entre lo que juzga como bueno y lo que se lleva
a la práctica, promueve en los hijos la reflexión sobre el tipo de persona que
quieren ser. A veces resulta que quieren ser como el padre o madre y, después,
con el tiempo y un poco de sufrimiento, no. La consecuencia de esta reflexión
reduce grandemente en ellos la posibilidad de frustración existencial, razón
por la que es conveniente que los padres ventilen este tipo de asuntos con sus
hijos.
A veces se da ejemplo contrario de
algo que el padre o madre saben que es bueno o malo, pero el asunto crucial
sería reconocer honestamente con los hijos esta debilidad y justificar ante
ellos tanto por qué es indebido hacer eso como por qué no pueden dejar de
hacerlo. Un ejemplo de esto es el tabaquismo. Durante la visita en casa de un
amigo escuché lo siguiente: “te he dicho que la televisión es un monstruo para
las personas..., pásale al fútbol”. Este tipo de juicios u ordenes realizados
así nomás, dejan resabios de incongruencia e indiferencia del padre o madre
hacia el niño o joven, lo que daña o puede dañar su autoestima y las relaciones
familiares.
La incongruencia o congruencia de
las acciones de los padres son reflexionadas por los hijos en función de su
efecto en las relaciones familiares. No es el mismo efecto el que causa un
padre amoroso—incongruente que otro incongruente—egoísta. Hay cosas que hacemos
que son incongruentes con lo que pensamos, pero que no dañan tanto a los demás.
La congruencia es quizá el rasgo que más caracteriza a una persona íntegra y
con frecuencia la lleva a vivir una vida plena, satisfactoria.
4. Ponga límites en
acuerdo con cada hijo
Otra manera de establecer este mandamiento
sería: “Nunca diga no”. Si se observa la vida de cualquier familia, parecería
que el papel de los padres con sus hijos —desde bebés hasta jóvenes— es decir
que no: “no le pegues a tu hermana”, “no comas con las manos”, “no escuches la
radio mientras haces la tarea”, “no comas cuando juegas”, “no veas tele”, “no
sales este fin de semana”, “no te doy domingo”. Esta dinámica a veces perdura
durante la vida adulta del hijo: “no te conviene esa novia”, “no te cases con
fulano”, “no trabajes en el gobierno”, “de mi cuenta corre que no te vas de
monja”...
Atender un caso concreto u otro no
es lo importante, sino que los hijos aprendan a vivir con límites reflexionados
y a asumir las consecuencias de violarlos, inclusive antes de hacerlo.
Establecer límites de una manera razonable, de acuerdo a la edad y desarrollo
de los hijos, les va fomentando habilidades y actitudes de socialización,
preparándolos para los aspectos éticos de la vida humana y mejorando su
autoconocimiento.
Los límites y consecuencias de las
acciones de los hijos tienen que irse estableciendo de manera dinámica y en
acuerdo con cada uno. Esto es de crucial importancia, pues la vida familiar
también debe ir respetando y promoviendo la individualidad, teniendo presentes
las repercusiones en su vida familiar, escolar y social.
Con frecuencia el acuerdo o
desacuerdo de los padres con respecto a los límites y consecuencias que se
piensa establecer hace la diferencia en cuanto a la eficacia para resolver el
problema. Hay que tener presente que por un lado, los padres no somos
infalibles en el establecimiento de límites o consecuencias razonadas de las
acciones de los hijos y, por otro, algunos hijos son más “necios” o seguros de
sí mismos que otros. Pero enseñar a conectar los deseos, los impulsos, las
decisiones y acciones derivados de nuestra libertad con las consecuencias que
ello tiene o puede tener si se llevan a cabo, es de vital importancia para la
educación de los hijos, sobre todo en el ámbito moral y ético.
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5. Dialogue, siempre
dialogue
Parece que las fuerzas sociales o mejor dicho,
culturales, se oponen a que los padres dialoguen, interactúen, platiquen en
serio con sus hijos. Del lado del padre, el trabajo fuera del hogar, el descanso
y los amigos o parientes son algunos factores que parecen interponerse al
diálogo familiar. Desde la madre, salen a flote el trabajo en casa y con cada
vez mayor frecuencia el trabajo fuera, y el descanso, como las paredes al
diálogo. En cuanto a los hijos, la escuela, la tarea, los amigos y amigas, las
novias o novios cada vez más tempranas, la televisión y su mismo desarrollo
hacia la búsqueda de su propia identidad y autonomía, son los principales
factores que se oponen a la interacción dialógica con sus padres.
Ante este panorama ¿qué se puede
hacer? La principal recomendación es traer los eventos de la vida de los hijos
en la escuela, en el hogar y en la vida social a la arena de la discusión o de
la plática en el momento oportuno, que habría que identificar y aprovechar con
denuedo.
La televisión, por ejemplo, atrae de
tal manera la atención de los hijos que hay que esperar a los comerciales para
interactuar con ellos sobre lo que están viendo, y a veces, ni durante estos
espacios es posible hacerlo, por lo que es necesario guardar cierto incidente
en la memoria para retomarlo en algún otro momento oportuno.
Este
tipo de diálogo con los hijos desarrolla sus habilidades críticas, pero
manejando las preguntas adecuadas, también podría desarrollar su creatividad,
su capacidad para expresarse y para incursionar en el mundo del bien y del mal,
es decir, de los valores, de las valoraciones, de las decisiones y de las
acciones buenas o malas. Además, en consecuencia, la relación de los padres con
los hijos se tonifica.
La característica esencial del
diálogo educativo es “la pregunta” que estimula la reflexión crítica y creativa
del niño o el joven. Se trata de que la información, las sugerencias, los
comentarios o las propuestas que recibe de su entorno las procese con seriedad.
No se vale creer irreflexivamente, de manera a—crítica, todo lo que alguien
dice o escribe, ni comprar así nomás todo lo que sugiere la televisión y otros
medios masivos de comunicación para sentirse miembro de la familia humana.
La importancia del diálogo crítico
con los hijos radica precisamente en capacitarlos para cuestionar la manera de
vivir que nos proponen los medios de comunicación, la escuela o el púlpito. Se
que esto puede sonar irreverente o iluso, pero inclusive la fuerza del
Evangelio no está tanto en su mensaje, en sus ideas solidarias, sino en la
capacidad de juicio del interlocutor. La responsabilidad fundamental del
educador es enseñar a los hijos y estudiantes a procesar todas esas ideas e
información para ir desarrollando un método interno que resuelva los retos que
vivir va presentando y eventualmente, ir decidiendo consciente o
responsablemente el tipo de persona que se quiere ser o el tipo de vida que se
quiere vivir. Es algo así como promover en la educación, ya no ciertos
contenidos, sino un método para manejarlos, que permita al educando recuperar
el por qué, el para qué y el para quién hace lo que hace: es enseñar a vivir.
6. Pregunte, no
responda
Víctimas de la
búsqueda de satisfacción, los padres de familia nos la pasamos contestando a
las preguntas de los hijos desde que ellos son muy pequeños. A un grado tal han
llegado las cosas, que con frecuencia, si no sabemos la respuesta, la
inventamos. Esta manera de ser estimula el camino fácil tanto para el padre como
para el hijo sobre los cuestionamientos que a este último atosigan o que a
veces usa de pretexto para interactuar con sus padres o familiares. Con
frecuencia el niño pregunta para buscar la relación, la atención del padre o de
la madre y no porque realmente le interese la pregunta. Lo que más necesita un
niño, un joven o una persona en general, es cercanía afectiva, no mero contacto
físico; éste es o debe ser más bien una consecuencia de aquello. Se trata de
que el hijo vaya verdaderamente sintiendo que sus padres están viviendo por él
y no que se vaya dando cuenta que están ahí con él, a pesar de él, situación
que se manifiesta por frecuentes muestras de remordimiento, frustración o
desamor. No cabe duda que vivir tiene más que ver con la afectividad y con los
valores que con los conocimientos.
Con el correr de la vida,
generalmente se apaga la sed del niño por preguntar. Algunos psicólogos dicen
que este proceso es natural y otros que la familia y la sociedad asesinan tanto
el interés por preguntar como la capacidad de responder y, por tanto, impiden
el desarrollo del hijo, que es o debe ser una consecuencia de que él mismo
responda a preguntas pertinentes para aprender—educarse, es decir, capacitarse
para vivir autónoma y responsablemente. Hay preguntas para entender lo que se
aprende, para desarrollar la habilidades de pensamiento —creativas y críticas—,
para valorar situaciones y tomar decisiones.
Aunque usted no lo crea, la sed de
preguntar se apaga cuando simplemente el padre, la madre o el maestro le da “la
respuesta” al hijo o al alumno, de quien inocentemente se espera la memorice y
repita con fidelidad, sin preocuparse porque al menos la entienda. La mayoría
de los “conocimientos” que así se aprenden se olvidan más temprano que tarde y,
aunque se recordaran, no capacitan para enfrentar responsablemente la vida.
Múltiples preguntas invaden la mente
y el corazón de los hijos: “mamá, ¿cómo nací?”, “¿por qué la vecina vive sola
con sus dos hijos y siempre anda apurada?”, “¿por qué no nos dejas ver más
tele?”, “¿por qué no podemos ver los programas que ustedes sí ven?”, “¿para qué
es bueno ir a misa el fin de semana?”, “¿por qué tengo que hacer la tarea?”,
“¿por qué Chiapas se quiere separar de México?”, “¿dónde queda Japón y ahí qué
hacen?”, “¿por qué no tenemos un mejor coche?”, “¿cómo saber que alguien nos
quiere?”...
Estas y tantas otras preguntas que
con frecuencia los hijos hacen a uno u otro de los padres, son una excelente
oportunidad para ayudarles a que ellos mismos las contesten o al menos, colaboren
a hacerlo. Una manera de estimular la investigación de la respuesta a una
pregunta es por medio de otras preguntas.
Esta dinámica de interacción con los
hijos estimula la confianza en ellos mismos, su capacidad para investigar;
recuerdan mejor lo que descubren después de un esfuerzo razonable y desarrollan
sus habilidades intelectuales y afectivas que les ayudan en un futuro, “al día
siguiente”, a aprender, resolver y decidir con mayor familiaridad y
pertinencia. Al hijo hay que ayudarle a comprender—comprenderse, a
pensar—pensarse, a valorar—valorarse y a decidir—decidirse.
7. Viva con ellos y no
sobre ellos
Esta expresión podría equivaler a: acompañe a
sus hijos en su vida con los ojos y el corazón bien abiertos. Se trata de estar
pendiente de ellos, como casi todo padre y madre lo está, pero con la variante
de que esta atención se origina desde la vida del hijo y no desde la de los
padres.
Con frecuencia interactuamos con los
hijos con base sólo en nuestra experiencia y no consideramos que él o ella es
otra persona y que sus circunstancias son y van a ser con seguridad, diferentes
a las nuestras.
El argumento que damos a nuestras
“imposiciones” —decimos que es por su bien— tiene su raíz en que somos mayores,
que ya hemos vivido y ellos no, y que los queremos. Esta argumentación pierde
fuerza si consideramos los resultados educativos a los conduce la frecuente
radicalización de esta actitud. Una cosa es emplear nuestra experiencia de vida
para educar y desarrollar a nuestros hijos, y otra, que nos desarrollemos en su
lugar: que les hagamos la tarea, que resolvamos sus problemas, que tomemos sus
decisiones... que enfrentemos su vida en su lugar.
Entrelazado con la experiencia, con
frecuencia se maneja un concepto de autoridad ciertamente inapropiado a estos
tiempos: “la autoridad es la que da órdenes”. La tarea educativa no puede
proceder con la “violencia” de las órdenes, ya que educar no es un hecho
violento sino amoroso, que oscila o debe oscilar entre el amor y la educación,
entre la exigencia y la complacencia, entre la vida del hijo y la del resto de
la familia.
En el otro polo está la “autoridad”
del padre que ya sea en la búsqueda de aceptación, amistad, cariño o bien, por
comodidad, cansancio, ignorancia o falta de interés, se maneja dejando que el
hijo haga lo que quiera, evadiendo de la misma manera la responsabilidad de
educarlo. Con el autoritarismo perjudicamos a los hijos, pero no menos daño les
hacemos si prescindimos de la autoridad.
Si esto suena razonable, la
verdadera autoridad es “aquella que hace crecer, que educa”. Por consiguiente,
acompañar a los hijos en sus vidas es un fermento más adecuado para la tarea de
educarlos; así el hijo crece en independencia y al mismo tiempo, aunque parezca
extraño, se refuerza el vínculo afectivo con sus padres.
Me ha costado trabajo y a la vez he
saboreado el reto de educar a dos hijas sin haber tenido la experiencia
personal de la feminidad y viviendo mi niñez y juventud prácticamente entre
niños y jóvenes. He aprendido mucho de la sicología femenina y de su manera
diferente —a veces, ante mis ojos, ilógica— de ver la vida.
Creo que esta actitud de los padres
es crucial para la educación de los hijos. La tarea educativa parte del otro,
se dirige a él y termina en él, considerando su historia, contexto y futuro. De
aquí la importancia de conocer a los hijos, para desde ellos y hacia ellos,
perfilar la tarea educativa. Con respecto a su futuro incierto, lo único que
podemos y debemos tener presente es que, lo quieran o no, van a interactuar, a
convivir con personas; situación que destaca la necesidad de desarrollar sus
habilidades emocionales y con ellas, su capacidad para decidir.
8. No sólo les des
cosas o dinero para comprarlas
La tertulia en la que se ha convertido la
familia tiene una de sus raíces en que muchos padres creemos que con sólo
darles cosas a los hijos cumplimos con nuestra responsabilidad. Nos sentimos
mal porque ellos no tienen la colección de muñecos del vecino, los libros del compañero de clase,
la casa del colega de la oficina, la ropa del pariente… Ojalá que algún día nos
demos cuenta de la pertinencia de dar a los hijos “pedazos” de la propia vida.
Me explico.
En este mundo tan desintegrado y
desorientado, hay un hambre de intimidad, de relación sincera entre personas.
Parece que nos tuviéramos miedo unos a otros, que no supiéramos cómo platicar
de cosas que de veras son de ambos y que en el fondo tenemos necesidad de
ventilar. Hablamos de lo que sucede fuera, como el fútbol o la corrupción de
otros, a cambio de renunciar a “tocar” lo que traemos dentro: lo que opinamos
con su justificación, lo que sentimos ante ciertos hechos, lo que nos alegra y
las razones que esto causa, lo que nos preocupa o lastima y qué hay detrás...
Esto que se percibe en la vida
social, también sucede en la vida en el hogar: la superficialidad e
indiferencia merodean alrededor de la sociedad y de la familia contemporánea.
Darles sólo dinero o cosas a los
hijos es equivalente a renunciar a la tarea de educarlos. El potencial de la
educación está en la interacción entre personas: papá—hija, maestra—alumno,
sacerdote—feligrés. A este adagio, por crudo que parezca, no se puede
renunciar, aunque sí reconocer que la relación educativa puede ser mediada a
través de un libro, la tv, la
computadora... Lo fundamental que habría que tener presente es que las cosas,
así nomás, como ahora están hechas, “jamás” van a educar a nuestros hijos por
nosotros. El puente entre el empleo de medios y el desarrollo del hijo es la
pregunta pertinente, que necesariamente alguien tiene que hacer.
La palabra
clave en este mandamiento es “sólo”. Con esto quiero decir que por supuesto es
necesario darle cosas a los hijos, pero siempre a partir de ellos y acompañadas con “algo” de uno mismo. No es
igual regalar una blusa que la hija comentó circunstancialmente que le gustaba,
a otra que resulta no le agradó. Dar la prenda adecuada significa que uno está
“pendiente” de los hijos, que uno los va conociendo y se preocupa por ellos.
Tampoco sería lo mismo, entonces, darles dinero para que se compren lo que les
guste, a “perder” un poco nuestro tiempo en comprarlo. Si la actitud de sólo
dar cosas o dinero se radicaliza, tarde o temprano el hijo sentirá que no les
interesa a sus padres. En una sociedad de consumo que se globaliza es fácil que
el padre o madre pase a ser un buscador y proveedor de dinero—cosas, en vez de
ser apasionada y cualificadamente el educador de su hijo.
Tenga presente que en la
adolescencia con frecuencia los jóvenes pierden interés por lo material a
cambio de buscar la interacción cercana con las personas, es más, las cosas y
actividades tienen este sentido: la relación íntima, esa que va buscando el
amor, la amistad o cosa parecida; esa que con frecuencia confunde el amor con
el amado. El adolescente comienza, con afán inocente y con temor juvenil, a
experimentar la relación amorosa fuera de la familia. Este es el asunto
esencial entre los 13 y 17 años.
Otro ángulo relacionado con el
asunto de “dar cosas” tiene que ver con la necesidad real que el hijo tiene de
ellas. Hace unos años observé que mis hijas pequeñas, cuando íbamos al súper,
metían cosas en el carrito a diestra y siniestra. Cuando caí en la cuenta de
ello se nos ocurrió lo siguiente, lo platicamos con ellas y lo aceptaron:
“hijas, les vamos a triplicar su domingo, pero de hoy en adelante entre ustedes
y nosotros vamos a comprar juguetes, ropa, casetes, etcétera, que vayan
queriendo; la comida, medicinas, escuela, materiales para la escuela y asuntos
de descanso o diversión familiar, por supuesto, corren por nuestra cuenta”.
Santo remedio. La pensaban dos veces para comprar algo que iba a consumir parte
importante de sus ahorros. Hemos continuado con esta política desde que tenían
como siete y nueve años hasta hoy, unos once años después.
Parece que darse es más importante
que dar en la educación de los hijos. De esta manera se estimula una relación
más personal, más íntima, más fraterna, más considerada, que promueve un hijo
mejor equilibrado en su dimensión afectiva y tiende a acrecentar la calidad
tanto de sus relaciones interpersonales como de sus decisiones.
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9. Integra y vencerás
Esto equivale a no dejar fuera a la pareja en
la tarea educativa con los hijos. Ha sido difícil para mí, siendo educador,
convencer a mi esposa de la pertinencia de algunos de estos mandamientos. He
sentido muy de cerca la hiel del adagio que dice: “en casa del herrero azadón
de palo”. Uno cree que lo que “ve claro”, aun a sabiendas de que puede estar
equivocado, la pareja, que se supone nos quiere, lo va ver “igual”. Confundimos
el amor con el conocimiento.
Tarde pero a tiempo —siempre es
tiempo para mejorar la educación— me di cuenta de que hay que “negociar” los
lineamientos educativos con la pareja; nadie me enseñó a hacerlo, pero la
reflexión crítica sobre la vida cotidiana se ha convertido en el mejor maestro.
Me he percatado que en el matrimonio conviven tres personas: la de la esposa,
la del esposo y la relación de ambos. Tres personas distintas en un sólo
matrimonio. La misma trilogía relacional sucede entre uno de los padres y cada
uno de los hijos. Esta situación tiene implicaciones relevantes, tanto en la
vida familiar como en la educación de los hijos.
He constatado que cada miembro de la
pareja vive o empieza a vivir sus propios valores y que hay que respetarlos y
ayudarse mutuamente a ratificarlos y a vivir en función de ellos. Pero también
es crucial que haya uno o varios valores en común hacia los cuales ambos
dediquen parte de su existencia. Estos valores pueden ser vitales, como la
salud de alguien; sociales, como la atención a un grupo de niños abandonados,
el cuidado de los hijos o de los abuelos; culturales, como el combate de la
violación a los derechos humanos de cierto grupo; religiosos, como catequizar o
promover cierta fe. Los valores de los padres son lo que origina o puede
originar proyectos comunes, conscientemente asumidos, que aviven la relación
entre ambos. Toda pareja necesita al menos un
proyecto común al cual dedicar sus vidas.
Creo que un valor crucial para
integrar y desarrollar a la familia son los hijos, desde los cuales puede
surgir un proyecto común para educarlos. Podría faltar cualquier otro valor
compartido en una pareja, pero si falta éste cuando hay hijos, la familia
camina sobre un alambre tendido en lo alto. Con este antecedente, debe haber
cierta congruencia en la tarea educativa con los hijos, que “fuerza” a un
diálogo dinámico desde que se está planeando tenerlos e, inclusive, desde antes
de comprometerse en matrimonio. El eje sobre el cual gira la tarea educativa de
los hijos, el diálogo entre los padres, se expresa en la pregunta ¿qué es mejor
para este hijo considerando su historia o desarrollo? Es evidente que la tarea
educativa que emana del “abrazo” de los padres es terriblemente más eficaz. Así
lo he podido comprobar durante la vida.
10. Evite preferencias
o prejuicios
Este es el ámbito del hijo consentido: “es como
yo”, “no tiene tus defectos”, “es el mayor”, “salió enfermizo”, “es el más
chico”, “es el que más me quiere”, “es el más listo”… Puros pretextos que
muestran la renuncia a educar a los hijos. No es lo mismo tener presentes estos
juicios en su educación que renunciar a educarlos con el aval de estos mismos
juicios.
Con relativa frecuencia en el seno
de la familia surge la pregunta: “¿a qué hijo quieres más?” La respuesta típica
es “a todos por igual”. Esta respuesta parece al menos socialmente adecuada,
pero en los hechos se ven preferencias basadas en prejuicios, en verdades a
medias, en valoraciones superficiales o bien, fundamentadas por la respuesta de
los hijos. Perdemos de vista que el amor también se gana, se lucha, se
persigue, se suda, se corresponde... ¿Qué le dice su experiencia al respecto?
¿En verdad su papá o mamá quiere o quiso a todos los hijos con la misma
intensidad? ¿En verdad todos los hijos quieren a su papá o mamá igual? El
fenómeno educativo, como ya lo había dicho, debe poner los ojos en cada
persona. Los hijos deben aprender que no todos requieren de lo mismo
Tratar a los hijos con prejuicios o
preferencias —no con valoraciones circunstanciales— implica una visión
equivocada de la tarea educativa que compete a los padres. A los hijos hay que
tratarlos y atenderlos de manera diferente de acuerdo a valoraciones en función
de cómo son ellos y cuáles son circunstancias.
Sin embargo, no todos los prejuicios
conducen a preferencias, algunos de ellos apuntan a ineficiencia, en este caso,
en la tarea educativa. Un prejuicio es una especie de creencia poco
reflexionada y por tanto, injustificada, a la luz de la realidad o de los
resultados que con la actividad se persiguen. Por ejemplo, una creencia muy
generalizada es que en la escuela los hijos se educan sólo con conocimientos.
La falta de reflexión personal sobre lo que nos sucedió en nuestra vida escolar
y la ausencia de observación crítica sobre nuestros hijos, llevan a asumir, sin
chistar, lo que por ahí se dice a diestra y siniestra. Esta época le ha
apostado a la ciencia y a su hijo el conocimiento científico. Aún no nos hemos
dado cuenta de que para educar a una persona no bastan los conocimientos, que
por sí solos, máxime si no se han entendido críticamente, son inertes para
enfrentar el trabajo profesional y la vida. El conocimiento en sí mismo, sea
científico, empírico e inclusive revelado, no humaniza del todo, y con mayor
razón, si es aprendido mecánica e irreflexivamente. Para preparar o prepararse
para la vida, es necesario que la persona, el estudiante o el hijo, además de
aprender conocimientos entendiéndolos, se capacite para manejarlos crítica y
creativamente ante una situación nueva; también necesita capacitarse para
encontrar su vocación personal y sus valores, para decidir acorde con ellos.
El acuerdo común en el trato a los
hijos en función de su desarrollo y la reflexión de los resultados de los
empeños educativos en ellos, son dos buenos andamiajes para su mejor educación,
porque así los hijos se conocen mejor, desarrollan sus habilidades
intelectuales o de pensamiento (críticas y creativas) y refinan su desarrollo
afectivo.
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Conclusión
Estos diez mandamientos, o quizá debería haber
dicho desde el título, recomendaciones para educar a los hijos, se basan en la
teoría cognitiva—moral de Bernard Lonergan —sacerdote jesuita canadiense
fallecido en 1984— complementada por mi experiencia educativa que ha convergido
en una especie de modelo educativo operativo, del cual un aspecto
relevante que me gustaría resaltar es la integración de la tarea educativa
concreta con la huella permanente que en el educando queda, o creo, debe
quedar: educación, desarrollo humano, capacitación para vivir, desarrollo
interno, preparación para el futuro. Este modelo lo he venido integrando
y afinando a través de los años por medio de la crítica de propuestas
teórico—educativas difundidas, de los comentarios que docenas de académicos me
han hecho y de lo que observo en la cotidianidad educativa. Conviene revisar
las referencias que a estas conclusiones siguen.
La idea de “educar” que subyace a
estos mandamientos dirigidos en particular a los padres y en general a
cualquier agente educativo, es estimular que otra u otras personas —inclusive
uno mismo— aprendan (entiendan críticamente) ciertos conocimientos propios de
su edad y circunstancias; que desarrollen sus habilidades intelectuales al
resolver retos o problemas acordes a su situación; y que desarrollen sus
habilidades emocionales (inteligencia emocional) al decidir considerando el
efecto de sus acciones en ellos mismos y en otras personas que los rodean o
rodearán; que decidan con base en ciertos valores culturales. Un valor es, por
tanto, aquello a lo que las decisiones tienden o deben tender.
Al perseguir este propósito con
pertinencia metodológica en la tarea educativa, el educando va desarrollando
una huella permanente y acumulativa a pesar de que olvide lo que aprendió,
resolvió y decidió en la escuela o en el hogar. Esta huella indeleble y
creciente es el desarrollo de su capacidad para aprender—resolver—decidir.
La calidad, la fuerza de esta
huella, de este desarrollo, depende no de qué se aprende, resuelve o decide
—como hemos creído— sino de cómo
interna y mentalmente el educando aprende, resuelve y decide; este desarrollo
es función del método interno empleado en la interacción educativa.
El
método que implícitamente yace escondido a estos mandamientos y que se propone
como fundamento universal de todo empeño educativo fue originado por Lonergan.
Este método llamado Trascendental, consiste en cuatro actividades mentales, que
él nombra de conciencia, necesariamente consecutivas:
atender—entender—juzgar—decidir. Con la primera actividad de conciencia se
captan ciertos datos, con la segunda se entienden las relaciones que guardan,
con la tercera se juzga si lo entendido es verdadero o falso y con la cuarta se
decide de entre una serie de alternativas de acción cuál es la mejor.
Lo más relevante de estos
planteamientos educativos es percatarse de que la tarea educativa apunta más
bien a desarrollar un método interno en el educando para aprender, resolver y
decidir, y no a transmitir un contenido, ni siquiera un procedimiento para
hacer esto. El eje sobre el que debe girar la educación es el método mental,
consciente, intencional que el educando sigue para procesar los mensajes
educativos hoy y los mensajes sociales y culturales mañana, para con ello ir
construyendo su futuro. El método sugerido es de aplicación universal, es decir,
es el que se sugiere para cualquier actividad educativa o existencial. Esta es
la manera como se integran la escuela y la vida, y más aún, en el fondo no se
distinguen, sino que durante la primera etapa de la vida se capacita para la
segunda: al educar en la escuela se capacita para el quehacer familiar y
viceversa; y al educar en la escuela o en el hogar, se capacita para enfrentar
la vida adulta.
Con cierta frecuencia los padres de
familia acusan frustración producto de que sus hijos no están siendo lo que
ellos esperaban. Esta expresión muestra lo erróneo de las expectativas y
planteamientos educativos que inocente y amorosamente utilizaron para educar a
sus hijos, especialmente en lo que concierne a su educación moral. La principal
responsabilidad de los padres es ayudar a los hijos a que por ellos mismos
resuelvan retos y tomen decisiones, siguiendo el método mental sugerido, al ir
enfrentando su propia vida necesariamente llena de circunstancias peculiares.
El hijo debe irse desarrollando para que eventualmente llegue a enfrentar los
retos existenciales por sí mismo, de una manera autónoma y responsable. Este
desarrollo no es otra cosa que un método para aprender, resolver y decidir, no
un contenido informativo ni un cambio de actividad externa. Por esto, el
problema de la educación sexual, de la educación para prevenir las adiciones y
en general de la educación de calidad, no se ha resuelto ni se resolverá con la
actualización o cambio de contenidos, con mera información científica a los
adolescentes o niños, ni siquiera forzándolos o induciéndolos a modernas,
espectaculares o solidarias actividades, tales como viajes culturales o
servicio social.
El desarrollo aludido implica
también atender de manera integrada los dos ámbitos del crecimiento humano: el
intelectual o cognitivo y el moral o afectivo. De estos destaco, a la luz de la
situación social y humana que nos pervade, el desarrollo moral. Este desarrollo
va sucediendo o puede suceder al ir tomando decisiones responsablemente,
auténticamente, es decir, siguiendo fielmente el método aludido que describo
con mayor amplitud en las referencias posteriores. Esto implica que si bien en
la vida humana no podemos escapar de tomar decisiones, pero —como atinadamente
insinuaba Sartre y afirmaba Kierkegaard— hay de decisiones a decisiones:
algunas surgen meramente para buscar un bien, para satisfacer un deseo
personal; otras para buscar un bien colectivo; y por último, las auténticas,
que buscan un verdadero bien para alguien (persona o grupo). Enseñar a decidir
es el reto principal de la educación contemporánea y diría, de todos los
tiempos. El hijo debe actuar en consecuencia de sus propias decisiones
conscientemente tomadas; debe irse habituando a ser como él quiere en función
de la actividad de su conciencia; lo que implica justificar adecuadamente lo
que quiere hacer ante sus padres en casa, con sus maestros en la escuela y ante
él mismo como adulto. La educación no debe seguir frustrando, mal formando a la
libertad, sino más bien, tiene que enseñar a manejarla responsablemente por
medio de decisiones auténticas.
Educar es un vaivén entre el amor y
el desarrollo interno, entre la autoridad y la libertad, entre poner límites y
permitir la espontaneidad, entre el esfuerzo y la consideración. La acción
educativa de los padres termina cuando la libertad de los hijos se ha refinado,
o sea, cuando deja de ser un mero resultado de secreciones hormonales o
caprichos. La “imposición” paterna o materna se desvanece para dar paso a la
libertad responsable vigilada amorosa y críticamente por los padres.
Si le quedan ánimos de repasar este
escrito, sin duda comprobará que los diez mandamientos están impulsados por los
planteamientos anteriores. Lo que estos mandamientos van buscando es capacitar
a los hijos para que vivan de una manera más plena y pertinente, autónoma y
solidaria.
Es probable que una duda esté
rumiando en su mente: ¿los hijos producto del seguimiento fiel de estos
mandamientos deberán ser unos genios? No, no necesariamente, por varias
razones: la pareja no siempre está de acuerdo en el grado de importancia de los
mandamientos aludidos, los hijos no siempre quieren interactuar de manera
educativa y a veces los padres tampoco, y no a todos los hijos les va a
interesar lo mismo en su vida. Por otro lado, estos mandamientos no están
diseñados para producir genios, no son la lámpara de Aladino, pues la
responsabilidad de los padres es promover hijos conscientes de sí mismos y de
su entorno, satisfechos con su vida y capacitados para enfrentarla. El único
compromiso que adquiero con usted es que si emplea estos mandamientos con
tenacidad y va reflexionando sobre su impacto en el desarrollo de sus hijos,
éstos se conocerán mejor y estarán más equipados internamente para afrontar los
retos que el futuro que quieran ir construyendo les depare.
Por último, estos mandamientos no
son más que recomendaciones de un académico preocupado por sus hijos y por las
personas que con ellos se relacionan y relacionarán en un futuro. La educación
es la mejor herramienta de que el hombre dispone para desarrollarse, para irse
haciendo durante la vida. Note que el método que se sugiere aplicar en los
educandos para mejorar sus capacidades de aprender, resolver y decidir, es el
mismo que se empleará en un futuro para realizar esas acciones. Por ello puede
afirmarse que si en la tarea educativa no se obtiene este resultado, este
desarrollo, no hubo educación. Espero que estos mandamientos le ayuden en la
principal responsabilidad de los padres con los hijos: educarlos,
desarrollarlos, capacitarlos para vivir, prepararlos para el futuro.
Referencias básicas
Delgado A., “El diálogo en la
educación”, Didac, serie azul, uia
ciudad de México, verano, 1991.
Portilla
C. y Rugarcía A., “El pensamiento crítico y creativo en la educación superior”,
Magistralis, uia Puebla,
primavera, 1993, pp. 15—23.
Rugarcía
Armando, Valores y valoraciones en la educación, Trillas, México, 1999.
______,
Valores y decisiones en la educación, Trillas, México, (2002 ó 2003).
______,
“Mi credo educativo”, Magistralis, núm. 1, uia Puebla, otoño, 1991, pp. 13—30.
______, “Aspectos metodológicos para educar”, Magistralis, uia Puebla, julio—diciembre, 2001.
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