Los diez mandamientos
para la educación de los hijos
Armando Rugarcía Torres
  Armando Rugarcía Torres
Es ingeniero químico por la uia ciudad de México, maestro en Ingeniería Química por la Universidad de Wisconsin y doctor en Educación por la Universidad del Oeste de Virginia. Profesor de asignatura y posteriormente de tiempo completo en la uia, ha desempeñado diversos cargos administrativo, el último fue el de rector de la Ibero Puebla de 1991 a 1999.
Ha publicado cinco libros sobre educación, un libro de texto sobre ingeniería de procesos y más de 190 artículos sobre educación, liderazgo, capacitación, currículum, formación de maestros, desarrollo de habilidades intelectuales, valores en la educación, métodos para educar, toma de decisiones y resolución de problemas, los cuales han aparecido en revistas nacionales y extranjeras.

Cuando en las reuniones sociales o familiares se agotan los temas políticos, religiosos, noticiosos o los chistes, con relativa facilidad sale a flote el tema de la educación o el cuidado de los hijos. Con frecuencia termino frustrado al no poder convencer a los presentes sobre algo que veo claro respecto a la educación en general o de los hijos en particular.
      Pareciera que el tiempo es corto para discutir sobre estos asuntos. Este es un drama al que me he acostumbrado desde joven, pues he tendido a cuestionar la realidad y a salirme de lo establecido, buscando alternativas que parecieran mejores, primero en la familia y luego durante mi escolaridad. Esta actitud me ha conducido a actuar de una manera peculiar tanto en la educación como en la vida. “Para muestra basta un botón”: me casé con una norteamericana sin que nadie de mi familia me pudiera acompañar en la boda; preferí prepararme y dedicarme a la educación, que no deja dinero, que a la ingeniería química, a pesar de ofertas de trabajo bastante jugosas; prefiero leer un libro o artículo que ver un partido de fútbol; prefiero estar con mis hijas —aunque a veces ellas no quieran interactuar conmigo— que ir a jugar póquer o dominó con los amigos; prefiero escribir (o intentar hacerlo) que tomar el sol en la playa; me fijo más en las personas que en los edificios u obras de arte cuando viajo; prefiero ayudar a la gente que dar una asesoría profesional... ¡Lo siento!
      Sé que soy un tanto extraño a la época, pero esta manera de ser me ha hecho ver, por contraste, las ventajas y desventajas de la educación tradicional o moderna, y de una familia “normal” en cuanto a la educación de los hijos.
      Desde otro ángulo, los cerca de 30 años de trabajar en la Universidad Iberoamericana me han dado la experiencia y credenciales para escribir este decálogo, que evidentemente establezco y propongo como estudioso de la educación y no en el nombre de Dios. Es necesario asentar esto para reconocer que espero acuerdos y desacuerdos, y que puedo estar equivocado en mis percepciones, reflexiones y sugerencias sobre el quehacer educativo con los descendientes. Sólo aspiro a estimular su reflexión crítica acerca del contenido de este texto, teniendo presente, sobre todo, su experiencia como hijo.
      Espero que el hecho de haber convivido con los cientos de alumnos universitarios que he tenido, y los ya miles de maestros con los que he interactuado por periodos más cortos, intentando mejorar sus actitudes y habilidades para educar, me haya dado la pauta para reflexionar en relación a la educación de los hijos por sus padres.
      Relativamente, no me costó tanto trabajo establecer los ocho primeros mandamientos, pero la conformación de los dos últimos me llevó días. Esto se debe a que mi experiencia apuntaba con mayor claridad a los primeros mandamientos y también, a que unos implican parcialmente a los otros. Quizá debo decir que estas recomendaciones destacan algunos aspectos metodológicos para la tarea educativa con los hijos, congruentes con la manera cómo entiendo el crecimiento o el desarrollo humano.
      He respetado el orden en que los fui generando, pero al final noté que estrictamente hablando, no aparecen en orden de importancia, lo cual depende de la integración de tres elementos: el padre, la madre y los hijos, con su propia historia personal y relacional; las circunstancias dinámicas en las que vivan; y que en una situación de la vida real, varios mandamientos están en juego o deben entrar en acción dependiendo principalmente de la situación e historia de cada hijo. Con estas prevenciones paso a establecerlos.

 

 

 

1. No decida por ellos, sino con ellos
Vaya si es una costumbre de los padres decidir por sus hijos. Con el pretexto de que son bebés o niños, los papás se pasan diciéndoles a los hijos qué hacer y cómo ser. No sé por qué con el paso del tiempo no se dan cuenta que con frecuencia los hijos no salen como los padres esperaban, situación que se explica por una inadecuada postura principalmente, en este caso, acerca del significado y relevancia de la toma de decisiones tanto en la educación como en la vida. Cabe notar que, desafortunadamente, en la vida cotidiana casi no se diferencian e integran claramente decisiones y acciones; y que distingo e integro a la decisión como una actividad mental, consciente que debe ser requisito de las acciones concretas. En otras palabras, tomar una decisión es reflexionar sobre la acción antes de llevarla a cabo; “tapar el pozo antes de que se ahogue el niño”.
      Hace algunos años, durante una reunión familiar, una mamá que vivía fuera de la ciudad comentó que su hija —quien estudiaba en la Ibero de Puebla— le había pedido permiso para ir con unos amigos en Nochebuena, y que le había contestado que no. Cuando le pregunté por qué no la dejó ir respondió algo así como: “Ahora que vine de visita a Puebla tiene que hacer lo que yo digo; ya cuando me regrese y se quede sola otra vez, hará lo que ella quiera”.
      Esta inocente manera de ser tiene deplorables consecuencias educativas, pues cuando los hijos están solos, no saben cómo decidir lo que deben hacer y con frecuencia se equivocan drásticamente o se dejan llevar ciegamente por las musas de los tiempos. Creo que la responsabilidad fundamental de los padres es enseñar a sus hijos a decidir por ellos mismos, pero razonadamente, qué quieren ir haciendo con sus vidas. Observe que dije enseñar, que implica no tomar decisiones por ellos ni dejar que hagan simplemente lo que se les antoje. La importancia de aprender a decidir estriba en que toda decisión diseña o implica un futuro diferente, no sabe uno si mejor o peor, pero si que será diferente. Podemos afirmar con certeza existencial que el futuro no será el mismo para una persona que estudia una carrera universitaria que para quien no la estudia, ni tampoco será el mismo si la estudia en una universidad o en otra, ni si la estudia en su ciudad natal o en otra, ni si la estudia en su país o en otro. Estoy hablando del ámbito moral de la educación; de la búsqueda incansable y riesgosa del bien humano.
      Este rasgo educativo, ser capaz de decidir, se desarrolla dejando que ellos mismos, desde niños, tomen sus decisiones, pero no al estilo lidereado por Norteamérica, que implica que los niños y jóvenes hagan lo que quieran sin dar cuentas a nadie, sino que el papel de los padres en este asunto es fungir como “abogados del diablo” y exigir —siempre exigir— razones válidas en la toma de decisiones previas a hacer algo, para fundamentar sus posturas sobre lo bueno y lo malo; promover su razonamiento en cuanto a lo que es correcto o no hacer. Las razones pueden ser por ejemplo, gustos o preferencias, pero siempre cuestionados en las consecuencias inmediatas y previsibles en ellos mismos y en las personas con quienes conviven.
      Una excelente oportunidad para enseñar a decidir, para trabajar los aspectos morales y éticos de la educación, es cuando un hijo dice: “quiero...”; esta dinámica educativa familiar es la que promueve que los hijos ganen en capacidad para tomar sus propias decisiones, lo que implica capacitarse para en un futuro elegir sus propios valores con pertinencia. Un valor es aquello a lo que las decisiones tienden; es un verdadero bien para alguien.
      En los inicios de la vida familiar las decisiones son apropiadas a ese ámbito: ¿qué ropa uso?, ¿qué cosas compro?, ¿a dónde voy o vamos de vacaciones?, ¿voy o no a una fiesta?, ¿hago o no la tarea hoy?, ¿salgo con fulano o no?... Más adelante, las decisiones se complican: ¿estudio una carrera o no?, ¿qué carrera estudio?, ¿en qué universidad?, ¿tengo novio o no mientras estudio?, ¿trabajo mientras estudio?, ¿me caso con Guadalupe antes de terminar mis estudios?... Es clara la dificultad que experimentan la generalidad de los y las jóvenes universitarios para tomar sus decisiones. Se puede afirmar que evidentemente las toman, pero algunos de ellos padecen dolores de parto al no saber cómo hacerlo, otros simplemente dejan que alguien más decida y la mayoría, las toman por ellos mismos sin chistar, irresponsablemente. Este hecho indica una formación inadecuada durante su educación anterior tanto en el hogar como en la escuela.
      El tipo de decisiones cambia a lo largo de la vida de cada persona, pero la dinámica para atenderlas o tomarlas es siempre la misma: cuando niños y jóvenes, dando razones válidas a los padres y, en consecuencia, a sí mismos como adultos. Estas razones pueden ser de dos tipos: racionales (lógicas) y circunstanciales y afectivas (quién y de qué manera se afecta por cierta futura acción, por tal bien que se desea o persigue).

 

 

2. No haga lo que ellos puedan hacer
Una tendencia muy normal y generalizada de los padres es asistir a los hijos, sobre todo a los pequeños, para satisfacer sus necesidades: les damos de comer, les ayudamos a subir una escalera, les amarramos los zapatos, los bañamos, los vestimos, los llevamos a la escuela, les hacemos la tarea…
      Por supuesto que es probable que si una madre no amamanta o da biberón a su hijo éste muera, pues viene de un ambiente dependiente. Pero una cosa es esto y otra seguirlo “amamantando” por varios años. El bebé de unos meses ya puede por sí mismo sostener la mamila. Por supuesto que habría que estar con él cuando toma su leche o agua, pero por razones de seguridad y de índole afectiva.
      En una reunión familiar para celebrar el año nuevo, una sobrina de poco más de un año estaba tratando de subir a una silla, su papá presto a ayudarle la cargó y la sentó; la niña se molestaba, se bajaba de la silla e intentaba volverse a subir; el papá la volvía a ayudar; por fin el padre se desesperó por la “necedad” de su hija y la dejó sola; después de tres o cuatro intentos, la niña logró subirse por ella misma. Como que le quería decir a su papá: “no me ayudes en lo que yo puedo, al menos, déjame intentarlo hasta que me dé cuenta de que no puedo y te pida ayuda”.
      El sentido común apunta a que los niños y jóvenes no pueden intentar todo para ver qué se siente o si pueden o no. Hay actividades físicas, intelectuales o relacionales demasiado riesgosas para que un hijo las intente por sí mismo, pero la observación acuciosa permite ir ajustando los límites para que vayan haciendo las cosas por sí mismos según su desarrollo mental y físico. Por supuesto que a veces los padres deben imponerse y decir “no, eso no” cuando no pueden convencer al hijo de los riesgos implicados para él mismo u otra persona; o bien pueden “presionar” para que realicen algo que en principio era imposible. Pero el asunto crucial en la educación es que esta afirmación negativa o esta presión, así nomás, suceda pocas veces. No es lo mismo decir como padre o madre: “has esto” o “no hagas esto”, que “ya me convencí o me convenciste de que puedes o no puedes hacerlo, por esto, esto y esto otro”. El hijo debe ir aprendiendo a calibrar conscientemente qué puede hacer y qué no. Promovamos o aprovechemos oportunidades, dialoguemos con ellos para que esto suceda. Está dinámica les da seguridad, aumenta su autoestima, desarrolla su creatividad, estimula su capacidad de observación y mejora el conocimiento y aceptación de sí mismos.

3. Dé ejemplo de lo que exige o pregona
Si algo afecta negativamente al adolescente es la incongruencia de los adultos. El bebé o niño aprende a convivir con ella, pero el adolescente tiende a repudiarla. Gran parte del paso de la adolescencia a la juventud implica ir ganando en coherencia consigo mismo, cuyo preludio es el conocimiento personal o el establecimiento de los valores en función de los cuales se quiere vivir. Aprender a vivir es un proceso generalmente conflictivo, angustiante y doloroso, en el cual la coherencia de la vida de los padres es de gran ayuda. Esta coherencia se permea en los hijos por los poros de la piel de su niñez.
      El abrazo entre lo que se piensa, valora o dice y lo que se hace; entre lo que juzga como bueno y lo que se lleva a la práctica, promueve en los hijos la reflexión sobre el tipo de persona que quieren ser. A veces resulta que quieren ser como el padre o madre y, después, con el tiempo y un poco de sufrimiento, no. La consecuencia de esta reflexión reduce grandemente en ellos la posibilidad de frustración existencial, razón por la que es conveniente que los padres ventilen este tipo de asuntos con sus hijos.
      A veces se da ejemplo contrario de algo que el padre o madre saben que es bueno o malo, pero el asunto crucial sería reconocer honestamente con los hijos esta debilidad y justificar ante ellos tanto por qué es indebido hacer eso como por qué no pueden dejar de hacerlo. Un ejemplo de esto es el tabaquismo. Durante la visita en casa de un amigo escuché lo siguiente: “te he dicho que la televisión es un monstruo para las personas..., pásale al fútbol”. Este tipo de juicios u ordenes realizados así nomás, dejan resabios de incongruencia e indiferencia del padre o madre hacia el niño o joven, lo que daña o puede dañar su autoestima y las relaciones familiares.
      La incongruencia o congruencia de las acciones de los padres son reflexionadas por los hijos en función de su efecto en las relaciones familiares. No es el mismo efecto el que causa un padre amoroso—incongruente que otro incongruente—egoísta. Hay cosas que hacemos que son incongruentes con lo que pensamos, pero que no dañan tanto a los demás. La congruencia es quizá el rasgo que más caracteriza a una persona íntegra y con frecuencia la lleva a vivir una vida plena, satisfactoria.

4. Ponga límites en acuerdo con cada hijo
Otra manera de establecer este mandamiento sería: “Nunca diga no”. Si se observa la vida de cualquier familia, parecería que el papel de los padres con sus hijos —desde bebés hasta jóvenes— es decir que no: “no le pegues a tu hermana”, “no comas con las manos”, “no escuches la radio mientras haces la tarea”, “no comas cuando juegas”, “no veas tele”, “no sales este fin de semana”, “no te doy domingo”. Esta dinámica a veces perdura durante la vida adulta del hijo: “no te conviene esa novia”, “no te cases con fulano”, “no trabajes en el gobierno”, “de mi cuenta corre que no te vas de monja”...
      Atender un caso concreto u otro no es lo importante, sino que los hijos aprendan a vivir con límites reflexionados y a asumir las consecuencias de violarlos, inclusive antes de hacerlo. Establecer límites de una manera razonable, de acuerdo a la edad y desarrollo de los hijos, les va fomentando habilidades y actitudes de socialización, preparándolos para los aspectos éticos de la vida humana y mejorando su autoconocimiento.
      Los límites y consecuencias de las acciones de los hijos tienen que irse estableciendo de manera dinámica y en acuerdo con cada uno. Esto es de crucial importancia, pues la vida familiar también debe ir respetando y promoviendo la individualidad, teniendo presentes las repercusiones en su vida familiar, escolar y social.
      Con frecuencia el acuerdo o desacuerdo de los padres con respecto a los límites y consecuencias que se piensa establecer hace la diferencia en cuanto a la eficacia para resolver el problema. Hay que tener presente que por un lado, los padres no somos infalibles en el establecimiento de límites o consecuencias razonadas de las acciones de los hijos y, por otro, algunos hijos son más “necios” o seguros de sí mismos que otros. Pero enseñar a conectar los deseos, los impulsos, las decisiones y acciones derivados de nuestra libertad con las consecuencias que ello tiene o puede tener si se llevan a cabo, es de vital importancia para la educación de los hijos, sobre todo en el ámbito moral y ético.

 

 

 

5. Dialogue, siempre dialogue
Parece que las fuerzas sociales o mejor dicho, culturales, se oponen a que los padres dialoguen, interactúen, platiquen en serio con sus hijos. Del lado del padre, el trabajo fuera del hogar, el descanso y los amigos o parientes son algunos factores que parecen interponerse al diálogo familiar. Desde la madre, salen a flote el trabajo en casa y con cada vez mayor frecuencia el trabajo fuera, y el descanso, como las paredes al diálogo. En cuanto a los hijos, la escuela, la tarea, los amigos y amigas, las novias o novios cada vez más tempranas, la televisión y su mismo desarrollo hacia la búsqueda de su propia identidad y autonomía, son los principales factores que se oponen a la interacción dialógica con sus padres.
      Ante este panorama ¿qué se puede hacer? La principal recomendación es traer los eventos de la vida de los hijos en la escuela, en el hogar y en la vida social a la arena de la discusión o de la plática en el momento oportuno, que habría que identificar y aprovechar con denuedo.
      La televisión, por ejemplo, atrae de tal manera la atención de los hijos que hay que esperar a los comerciales para interactuar con ellos sobre lo que están viendo, y a veces, ni durante estos espacios es posible hacerlo, por lo que es necesario guardar cierto incidente en la memoria para retomarlo en algún otro momento oportuno.
      Este tipo de diálogo con los hijos desarrolla sus habilidades críticas, pero manejando las preguntas adecuadas, también podría desarrollar su creatividad, su capacidad para expresarse y para incursionar en el mundo del bien y del mal, es decir, de los valores, de las valoraciones, de las decisiones y de las acciones buenas o malas. Además, en consecuencia, la relación de los padres con los hijos se tonifica.
      La característica esencial del diálogo educativo es “la pregunta” que estimula la reflexión crítica y creativa del niño o el joven. Se trata de que la información, las sugerencias, los comentarios o las propuestas que recibe de su entorno las procese con seriedad. No se vale creer irreflexivamente, de manera a—crítica, todo lo que alguien dice o escribe, ni comprar así nomás todo lo que sugiere la televisión y otros medios masivos de comunicación para sentirse miembro de la familia humana.
      La importancia del diálogo crítico con los hijos radica precisamente en capacitarlos para cuestionar la manera de vivir que nos proponen los medios de comunicación, la escuela o el púlpito. Se que esto puede sonar irreverente o iluso, pero inclusive la fuerza del Evangelio no está tanto en su mensaje, en sus ideas solidarias, sino en la capacidad de juicio del interlocutor. La responsabilidad fundamental del educador es enseñar a los hijos y estudiantes a procesar todas esas ideas e información para ir desarrollando un método interno que resuelva los retos que vivir va presentando y eventualmente, ir decidiendo consciente o responsablemente el tipo de persona que se quiere ser o el tipo de vida que se quiere vivir. Es algo así como promover en la educación, ya no ciertos contenidos, sino un método para manejarlos, que permita al educando recuperar el por qué, el para qué y el para quién hace lo que hace: es enseñar a vivir.

6. Pregunte, no responda
Víctimas de la búsqueda de satisfacción, los padres de familia nos la pasamos contestando a las preguntas de los hijos desde que ellos son muy pequeños. A un grado tal han llegado las cosas, que con frecuencia, si no sabemos la respuesta, la inventamos. Esta manera de ser estimula el camino fácil tanto para el padre como para el hijo sobre los cuestionamientos que a este último atosigan o que a veces usa de pretexto para interactuar con sus padres o familiares. Con frecuencia el niño pregunta para buscar la relación, la atención del padre o de la madre y no porque realmente le interese la pregunta. Lo que más necesita un niño, un joven o una persona en general, es cercanía afectiva, no mero contacto físico; éste es o debe ser más bien una consecuencia de aquello. Se trata de que el hijo vaya verdaderamente sintiendo que sus padres están viviendo por él y no que se vaya dando cuenta que están ahí con él, a pesar de él, situación que se manifiesta por frecuentes muestras de remordimiento, frustración o desamor. No cabe duda que vivir tiene más que ver con la afectividad y con los valores que con los conocimientos.
      Con el correr de la vida, generalmente se apaga la sed del niño por preguntar. Algunos psicólogos dicen que este proceso es natural y otros que la familia y la sociedad asesinan tanto el interés por preguntar como la capacidad de responder y, por tanto, impiden el desarrollo del hijo, que es o debe ser una consecuencia de que él mismo responda a preguntas pertinentes para aprender—educarse, es decir, capacitarse para vivir autónoma y responsablemente. Hay preguntas para entender lo que se aprende, para desarrollar la habilidades de pensamiento —creativas y críticas—, para valorar situaciones y tomar decisiones.
      Aunque usted no lo crea, la sed de preguntar se apaga cuando simplemente el padre, la madre o el maestro le da “la respuesta” al hijo o al alumno, de quien inocentemente se espera la memorice y repita con fidelidad, sin preocuparse porque al menos la entienda. La mayoría de los “conocimientos” que así se aprenden se olvidan más temprano que tarde y, aunque se recordaran, no capacitan para enfrentar responsablemente la vida.
      Múltiples preguntas invaden la mente y el corazón de los hijos: “mamá, ¿cómo nací?”, “¿por qué la vecina vive sola con sus dos hijos y siempre anda apurada?”, “¿por qué no nos dejas ver más tele?”, “¿por qué no podemos ver los programas que ustedes sí ven?”, “¿para qué es bueno ir a misa el fin de semana?”, “¿por qué tengo que hacer la tarea?”, “¿por qué Chiapas se quiere separar de México?”, “¿dónde queda Japón y ahí qué hacen?”, “¿por qué no tenemos un mejor coche?”, “¿cómo saber que alguien nos quiere?”...
      Estas y tantas otras preguntas que con frecuencia los hijos hacen a uno u otro de los padres, son una excelente oportunidad para ayudarles a que ellos mismos las contesten o al menos, colaboren a hacerlo. Una manera de estimular la investigación de la respuesta a una pregunta es por medio de otras preguntas.
      Esta dinámica de interacción con los hijos estimula la confianza en ellos mismos, su capacidad para investigar; recuerdan mejor lo que descubren después de un esfuerzo razonable y desarrollan sus habilidades intelectuales y afectivas que les ayudan en un futuro, “al día siguiente”, a aprender, resolver y decidir con mayor familiaridad y pertinencia. Al hijo hay que ayudarle a comprender—comprenderse, a pensar—pensarse, a valorar—valorarse y a decidir—decidirse.

7. Viva con ellos y no sobre ellos
Esta expresión podría equivaler a: acompañe a sus hijos en su vida con los ojos y el corazón bien abiertos. Se trata de estar pendiente de ellos, como casi todo padre y madre lo está, pero con la variante de que esta atención se origina desde la vida del hijo y no desde la de los padres.
      Con frecuencia interactuamos con los hijos con base sólo en nuestra experiencia y no consideramos que él o ella es otra persona y que sus circunstancias son y van a ser con seguridad, diferentes a las nuestras.
      El argumento que damos a nuestras “imposiciones” —decimos que es por su bien— tiene su raíz en que somos mayores, que ya hemos vivido y ellos no, y que los queremos. Esta argumentación pierde fuerza si consideramos los resultados educativos a los conduce la frecuente radicalización de esta actitud. Una cosa es emplear nuestra experiencia de vida para educar y desarrollar a nuestros hijos, y otra, que nos desarrollemos en su lugar: que les hagamos la tarea, que resolvamos sus problemas, que tomemos sus decisiones... que enfrentemos su vida en su lugar.
      Entrelazado con la experiencia, con frecuencia se maneja un concepto de autoridad ciertamente inapropiado a estos tiempos: “la autoridad es la que da órdenes”. La tarea educativa no puede proceder con la “violencia” de las órdenes, ya que educar no es un hecho violento sino amoroso, que oscila o debe oscilar entre el amor y la educación, entre la exigencia y la complacencia, entre la vida del hijo y la del resto de la familia.
      En el otro polo está la “autoridad” del padre que ya sea en la búsqueda de aceptación, amistad, cariño o bien, por comodidad, cansancio, ignorancia o falta de interés, se maneja dejando que el hijo haga lo que quiera, evadiendo de la misma manera la responsabilidad de educarlo. Con el autoritarismo perjudicamos a los hijos, pero no menos daño les hacemos si prescindimos de la autoridad.
      Si esto suena razonable, la verdadera autoridad es “aquella que hace crecer, que educa”. Por consiguiente, acompañar a los hijos en sus vidas es un fermento más adecuado para la tarea de educarlos; así el hijo crece en independencia y al mismo tiempo, aunque parezca extraño, se refuerza el vínculo afectivo con sus padres.
      Me ha costado trabajo y a la vez he saboreado el reto de educar a dos hijas sin haber tenido la experiencia personal de la feminidad y viviendo mi niñez y juventud prácticamente entre niños y jóvenes. He aprendido mucho de la sicología femenina y de su manera diferente —a veces, ante mis ojos, ilógica— de ver la vida.
      Creo que esta actitud de los padres es crucial para la educación de los hijos. La tarea educativa parte del otro, se dirige a él y termina en él, considerando su historia, contexto y futuro. De aquí la importancia de conocer a los hijos, para desde ellos y hacia ellos, perfilar la tarea educativa. Con respecto a su futuro incierto, lo único que podemos y debemos tener presente es que, lo quieran o no, van a interactuar, a convivir con personas; situación que destaca la necesidad de desarrollar sus habilidades emocionales y con ellas, su capacidad para decidir.

8. No sólo les des cosas o dinero para comprarlas
La tertulia en la que se ha convertido la familia tiene una de sus raíces en que muchos padres creemos que con sólo darles cosas a los hijos cumplimos con nuestra responsabilidad. Nos sentimos mal porque ellos no tienen la colección de muñecos del vecino, los libros del compañero de clase, la casa del colega de la oficina, la ropa del pariente… Ojalá que algún día nos demos cuenta de la pertinencia de dar a los hijos “pedazos” de la propia vida. Me explico.
      En este mundo tan desintegrado y desorientado, hay un hambre de intimidad, de relación sincera entre personas. Parece que nos tuviéramos miedo unos a otros, que no supiéramos cómo platicar de cosas que de veras son de ambos y que en el fondo tenemos necesidad de ventilar. Hablamos de lo que sucede fuera, como el fútbol o la corrupción de otros, a cambio de renunciar a “tocar” lo que traemos dentro: lo que opinamos con su justificación, lo que sentimos ante ciertos hechos, lo que nos alegra y las razones que esto causa, lo que nos preocupa o lastima y qué hay detrás...
      Esto que se percibe en la vida social, también sucede en la vida en el hogar: la superficialidad e indiferencia merodean alrededor de la sociedad y de la familia contemporánea.
      Darles sólo dinero o cosas a los hijos es equivalente a renunciar a la tarea de educarlos. El potencial de la educación está en la interacción entre personas: papá—hija, maestra—alumno, sacerdote—feligrés. A este adagio, por crudo que parezca, no se puede renunciar, aunque sí reconocer que la relación educativa puede ser mediada a través de un libro, la tv, la computadora... Lo fundamental que habría que tener presente es que las cosas, así nomás, como ahora están hechas, “jamás” van a educar a nuestros hijos por nosotros. El puente entre el empleo de medios y el desarrollo del hijo es la pregunta pertinente, que necesariamente alguien tiene que hacer.
      La palabra clave en este mandamiento es “sólo”. Con esto quiero decir que por supuesto es necesario darle cosas a los hijos, pero siempre a partir de ellos y acompañadas con “algo” de uno mismo. No es igual regalar una blusa que la hija comentó circunstancialmente que le gustaba, a otra que resulta no le agradó. Dar la prenda adecuada significa que uno está “pendiente” de los hijos, que uno los va conociendo y se preocupa por ellos. Tampoco sería lo mismo, entonces, darles dinero para que se compren lo que les guste, a “perder” un poco nuestro tiempo en comprarlo. Si la actitud de sólo dar cosas o dinero se radicaliza, tarde o temprano el hijo sentirá que no les interesa a sus padres. En una sociedad de consumo que se globaliza es fácil que el padre o madre pase a ser un buscador y proveedor de dinero—cosas, en vez de ser apasionada y cualificadamente el educador de su hijo.
      Tenga presente que en la adolescencia con frecuencia los jóvenes pierden interés por lo material a cambio de buscar la interacción cercana con las personas, es más, las cosas y actividades tienen este sentido: la relación íntima, esa que va buscando el amor, la amistad o cosa parecida; esa que con frecuencia confunde el amor con el amado. El adolescente comienza, con afán inocente y con temor juvenil, a experimentar la relación amorosa fuera de la familia. Este es el asunto esencial entre los 13 y 17 años.
      Otro ángulo relacionado con el asunto de “dar cosas” tiene que ver con la necesidad real que el hijo tiene de ellas. Hace unos años observé que mis hijas pequeñas, cuando íbamos al súper, metían cosas en el carrito a diestra y siniestra. Cuando caí en la cuenta de ello se nos ocurrió lo siguiente, lo platicamos con ellas y lo aceptaron: “hijas, les vamos a triplicar su domingo, pero de hoy en adelante entre ustedes y nosotros vamos a comprar juguetes, ropa, casetes, etcétera, que vayan queriendo; la comida, medicinas, escuela, materiales para la escuela y asuntos de descanso o diversión familiar, por supuesto, corren por nuestra cuenta”. Santo remedio. La pensaban dos veces para comprar algo que iba a consumir parte importante de sus ahorros. Hemos continuado con esta política desde que tenían como siete y nueve años hasta hoy, unos once años después.
      Parece que darse es más importante que dar en la educación de los hijos. De esta manera se estimula una relación más personal, más íntima, más fraterna, más considerada, que promueve un hijo mejor equilibrado en su dimensión afectiva y tiende a acrecentar la calidad tanto de sus relaciones interpersonales como de sus decisiones.

 

 

 

9. Integra y vencerás
Esto equivale a no dejar fuera a la pareja en la tarea educativa con los hijos. Ha sido difícil para mí, siendo educador, convencer a mi esposa de la pertinencia de algunos de estos mandamientos. He sentido muy de cerca la hiel del adagio que dice: “en casa del herrero azadón de palo”. Uno cree que lo que “ve claro”, aun a sabiendas de que puede estar equivocado, la pareja, que se supone nos quiere, lo va ver “igual”. Confundimos el amor con el conocimiento.
      Tarde pero a tiempo —siempre es tiempo para mejorar la educación— me di cuenta de que hay que “negociar” los lineamientos educativos con la pareja; nadie me enseñó a hacerlo, pero la reflexión crítica sobre la vida cotidiana se ha convertido en el mejor maestro. Me he percatado que en el matrimonio conviven tres personas: la de la esposa, la del esposo y la relación de ambos. Tres personas distintas en un sólo matrimonio. La misma trilogía relacional sucede entre uno de los padres y cada uno de los hijos. Esta situación tiene implicaciones relevantes, tanto en la vida familiar como en la educación de los hijos.
      He constatado que cada miembro de la pareja vive o empieza a vivir sus propios valores y que hay que respetarlos y ayudarse mutuamente a ratificarlos y a vivir en función de ellos. Pero también es crucial que haya uno o varios valores en común hacia los cuales ambos dediquen parte de su existencia. Estos valores pueden ser vitales, como la salud de alguien; sociales, como la atención a un grupo de niños abandonados, el cuidado de los hijos o de los abuelos; culturales, como el combate de la violación a los derechos humanos de cierto grupo; religiosos, como catequizar o promover cierta fe. Los valores de los padres son lo que origina o puede originar proyectos comunes, conscientemente asumidos, que aviven la relación entre ambos. Toda pareja necesita al menos un proyecto común al cual dedicar sus vidas.
      Creo que un valor crucial para integrar y desarrollar a la familia son los hijos, desde los cuales puede surgir un proyecto común para educarlos. Podría faltar cualquier otro valor compartido en una pareja, pero si falta éste cuando hay hijos, la familia camina sobre un alambre tendido en lo alto. Con este antecedente, debe haber cierta congruencia en la tarea educativa con los hijos, que “fuerza” a un diálogo dinámico desde que se está planeando tenerlos e, inclusive, desde antes de comprometerse en matrimonio. El eje sobre el cual gira la tarea educativa de los hijos, el diálogo entre los padres, se expresa en la pregunta ¿qué es mejor para este hijo considerando su historia o desarrollo? Es evidente que la tarea educativa que emana del “abrazo” de los padres es terriblemente más eficaz. Así lo he podido comprobar durante la vida.

10. Evite preferencias o prejuicios
Este es el ámbito del hijo consentido: “es como yo”, “no tiene tus defectos”, “es el mayor”, “salió enfermizo”, “es el más chico”, “es el que más me quiere”, “es el más listo”… Puros pretextos que muestran la renuncia a educar a los hijos. No es lo mismo tener presentes estos juicios en su educación que renunciar a educarlos con el aval de estos mismos juicios.
      Con relativa frecuencia en el seno de la familia surge la pregunta: “¿a qué hijo quieres más?” La respuesta típica es “a todos por igual”. Esta respuesta parece al menos socialmente adecuada, pero en los hechos se ven preferencias basadas en prejuicios, en verdades a medias, en valoraciones superficiales o bien, fundamentadas por la respuesta de los hijos. Perdemos de vista que el amor también se gana, se lucha, se persigue, se suda, se corresponde... ¿Qué le dice su experiencia al respecto? ¿En verdad su papá o mamá quiere o quiso a todos los hijos con la misma intensidad? ¿En verdad todos los hijos quieren a su papá o mamá igual? El fenómeno educativo, como ya lo había dicho, debe poner los ojos en cada persona. Los hijos deben aprender que no todos requieren de lo mismo
      Tratar a los hijos con prejuicios o preferencias —no con valoraciones circunstanciales— implica una visión equivocada de la tarea educativa que compete a los padres. A los hijos hay que tratarlos y atenderlos de manera diferente de acuerdo a valoraciones en función de cómo son ellos y cuáles son circunstancias.
      Sin embargo, no todos los prejuicios conducen a preferencias, algunos de ellos apuntan a ineficiencia, en este caso, en la tarea educativa. Un prejuicio es una especie de creencia poco reflexionada y por tanto, injustificada, a la luz de la realidad o de los resultados que con la actividad se persiguen. Por ejemplo, una creencia muy generalizada es que en la escuela los hijos se educan sólo con conocimientos. La falta de reflexión personal sobre lo que nos sucedió en nuestra vida escolar y la ausencia de observación crítica sobre nuestros hijos, llevan a asumir, sin chistar, lo que por ahí se dice a diestra y siniestra. Esta época le ha apostado a la ciencia y a su hijo el conocimiento científico. Aún no nos hemos dado cuenta de que para educar a una persona no bastan los conocimientos, que por sí solos, máxime si no se han entendido críticamente, son inertes para enfrentar el trabajo profesional y la vida. El conocimiento en sí mismo, sea científico, empírico e inclusive revelado, no humaniza del todo, y con mayor razón, si es aprendido mecánica e irreflexivamente. Para preparar o prepararse para la vida, es necesario que la persona, el estudiante o el hijo, además de aprender conocimientos entendiéndolos, se capacite para manejarlos crítica y creativamente ante una situación nueva; también necesita capacitarse para encontrar su vocación personal y sus valores, para decidir acorde con ellos.
      El acuerdo común en el trato a los hijos en función de su desarrollo y la reflexión de los resultados de los empeños educativos en ellos, son dos buenos andamiajes para su mejor educación, porque así los hijos se conocen mejor, desarrollan sus habilidades intelectuales o de pensamiento (críticas y creativas) y refinan su desarrollo afectivo.

 

 

 

Conclusión
Estos diez mandamientos, o quizá debería haber dicho desde el título, recomendaciones para educar a los hijos, se basan en la teoría cognitiva—moral de Bernard Lonergan —sacerdote jesuita canadiense fallecido en 1984— complementada por mi experiencia educativa que ha convergido en una especie de modelo educativo operativo, del cual un aspecto relevante que me gustaría resaltar es la integración de la tarea educativa concreta con la huella permanente que en el educando queda, o creo, debe quedar: educación, desarrollo humano, capacitación para vivir, desarrollo interno, preparación para el futuro. Este modelo lo he venido integrando y afinando a través de los años por medio de la crítica de propuestas teórico—educativas difundidas, de los comentarios que docenas de académicos me han hecho y de lo que observo en la cotidianidad educativa. Conviene revisar las referencias que a estas conclusiones siguen.
      La idea de “educar” que subyace a estos mandamientos dirigidos en particular a los padres y en general a cualquier agente educativo, es estimular que otra u otras personas —inclusive uno mismo— aprendan (entiendan críticamente) ciertos conocimientos propios de su edad y circunstancias; que desarrollen sus habilidades intelectuales al resolver retos o problemas acordes a su situación; y que desarrollen sus habilidades emocionales (inteligencia emocional) al decidir considerando el efecto de sus acciones en ellos mismos y en otras personas que los rodean o rodearán; que decidan con base en ciertos valores culturales. Un valor es, por tanto, aquello a lo que las decisiones tienden o deben tender.
      Al perseguir este propósito con pertinencia metodológica en la tarea educativa, el educando va desarrollando una huella permanente y acumulativa a pesar de que olvide lo que aprendió, resolvió y decidió en la escuela o en el hogar. Esta huella indeleble y creciente es el desarrollo de su capacidad para aprender—resolver—decidir.
      La calidad, la fuerza de esta huella, de este desarrollo, depende no de qué se aprende, resuelve o decide —como hemos creído— sino de cómo interna y mentalmente el educando aprende, resuelve y decide; este desarrollo es función del método interno empleado en la interacción educativa.
      El método que implícitamente yace escondido a estos mandamientos y que se propone como fundamento universal de todo empeño educativo fue originado por Lonergan. Este método llamado Trascendental, consiste en cuatro actividades mentales, que él nombra de conciencia, necesariamente consecutivas: atender—entender—juzgar—decidir. Con la primera actividad de conciencia se captan ciertos datos, con la segunda se entienden las relaciones que guardan, con la tercera se juzga si lo entendido es verdadero o falso y con la cuarta se decide de entre una serie de alternativas de acción cuál es la mejor.
      Lo más relevante de estos planteamientos educativos es percatarse de que la tarea educativa apunta más bien a desarrollar un método interno en el educando para aprender, resolver y decidir, y no a transmitir un contenido, ni siquiera un procedimiento para hacer esto. El eje sobre el que debe girar la educación es el método mental, consciente, intencional que el educando sigue para procesar los mensajes educativos hoy y los mensajes sociales y culturales mañana, para con ello ir construyendo su futuro. El método sugerido es de aplicación universal, es decir, es el que se sugiere para cualquier actividad educativa o existencial. Esta es la manera como se integran la escuela y la vida, y más aún, en el fondo no se distinguen, sino que durante la primera etapa de la vida se capacita para la segunda: al educar en la escuela se capacita para el quehacer familiar y viceversa; y al educar en la escuela o en el hogar, se capacita para enfrentar la vida adulta.
      Con cierta frecuencia los padres de familia acusan frustración producto de que sus hijos no están siendo lo que ellos esperaban. Esta expresión muestra lo erróneo de las expectativas y planteamientos educativos que inocente y amorosamente utilizaron para educar a sus hijos, especialmente en lo que concierne a su educación moral. La principal responsabilidad de los padres es ayudar a los hijos a que por ellos mismos resuelvan retos y tomen decisiones, siguiendo el método mental sugerido, al ir enfrentando su propia vida necesariamente llena de circunstancias peculiares. El hijo debe irse desarrollando para que eventualmente llegue a enfrentar los retos existenciales por sí mismo, de una manera autónoma y responsable. Este desarrollo no es otra cosa que un método para aprender, resolver y decidir, no un contenido informativo ni un cambio de actividad externa. Por esto, el problema de la educación sexual, de la educación para prevenir las adiciones y en general de la educación de calidad, no se ha resuelto ni se resolverá con la actualización o cambio de contenidos, con mera información científica a los adolescentes o niños, ni siquiera forzándolos o induciéndolos a modernas, espectaculares o solidarias actividades, tales como viajes culturales o servicio social.
      El desarrollo aludido implica también atender de manera integrada los dos ámbitos del crecimiento humano: el intelectual o cognitivo y el moral o afectivo. De estos destaco, a la luz de la situación social y humana que nos pervade, el desarrollo moral. Este desarrollo va sucediendo o puede suceder al ir tomando decisiones responsablemente, auténticamente, es decir, siguiendo fielmente el método aludido que describo con mayor amplitud en las referencias posteriores. Esto implica que si bien en la vida humana no podemos escapar de tomar decisiones, pero —como atinadamente insinuaba Sartre y afirmaba Kierkegaard— hay de decisiones a decisiones: algunas surgen meramente para buscar un bien, para satisfacer un deseo personal; otras para buscar un bien colectivo; y por último, las auténticas, que buscan un verdadero bien para alguien (persona o grupo). Enseñar a decidir es el reto principal de la educación contemporánea y diría, de todos los tiempos. El hijo debe actuar en consecuencia de sus propias decisiones conscientemente tomadas; debe irse habituando a ser como él quiere en función de la actividad de su conciencia; lo que implica justificar adecuadamente lo que quiere hacer ante sus padres en casa, con sus maestros en la escuela y ante él mismo como adulto. La educación no debe seguir frustrando, mal formando a la libertad, sino más bien, tiene que enseñar a manejarla responsablemente por medio de decisiones auténticas.
      Educar es un vaivén entre el amor y el desarrollo interno, entre la autoridad y la libertad, entre poner límites y permitir la espontaneidad, entre el esfuerzo y la consideración. La acción educativa de los padres termina cuando la libertad de los hijos se ha refinado, o sea, cuando deja de ser un mero resultado de secreciones hormonales o caprichos. La “imposición” paterna o materna se desvanece para dar paso a la libertad responsable vigilada amorosa y críticamente por los padres.
      Si le quedan ánimos de repasar este escrito, sin duda comprobará que los diez mandamientos están impulsados por los planteamientos anteriores. Lo que estos mandamientos van buscando es capacitar a los hijos para que vivan de una manera más plena y pertinente, autónoma y solidaria.
      Es probable que una duda esté rumiando en su mente: ¿los hijos producto del seguimiento fiel de estos mandamientos deberán ser unos genios? No, no necesariamente, por varias razones: la pareja no siempre está de acuerdo en el grado de importancia de los mandamientos aludidos, los hijos no siempre quieren interactuar de manera educativa y a veces los padres tampoco, y no a todos los hijos les va a interesar lo mismo en su vida. Por otro lado, estos mandamientos no están diseñados para producir genios, no son la lámpara de Aladino, pues la responsabilidad de los padres es promover hijos conscientes de sí mismos y de su entorno, satisfechos con su vida y capacitados para enfrentarla. El único compromiso que adquiero con usted es que si emplea estos mandamientos con tenacidad y va reflexionando sobre su impacto en el desarrollo de sus hijos, éstos se conocerán mejor y estarán más equipados internamente para afrontar los retos que el futuro que quieran ir construyendo les depare.
      Por último, estos mandamientos no son más que recomendaciones de un académico preocupado por sus hijos y por las personas que con ellos se relacionan y relacionarán en un futuro. La educación es la mejor herramienta de que el hombre dispone para desarrollarse, para irse haciendo durante la vida. Note que el método que se sugiere aplicar en los educandos para mejorar sus capacidades de aprender, resolver y decidir, es el mismo que se empleará en un futuro para realizar esas acciones. Por ello puede afirmarse que si en la tarea educativa no se obtiene este resultado, este desarrollo, no hubo educación. Espero que estos mandamientos le ayuden en la principal responsabilidad de los padres con los hijos: educarlos, desarrollarlos, capacitarlos para vivir, prepararlos para el futuro.

Referencias básicas
Delgado A., “El diálogo en la educación”, Didac, serie azul, uia ciudad de México, verano, 1991.
Portilla C. y Rugarcía A., “El pensamiento crítico y creativo en la educación superior”, Magistralis, uia Puebla, primavera, 1993, pp. 15—23.
Rugarcía Armando, Valores y valoraciones en la educación, Trillas, México, 1999.
______, Valores y decisiones en la educación, Trillas, México, (2002 ó 2003).
______, “Mi credo educativo”, Magistralis, núm. 1, uia Puebla, otoño, 1991, pp. 13—30.
______, “Aspectos metodológicos para educar”, Magistralis, uia Puebla, julio—diciembre, 2001.