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Salvador Sáenz
Alumno
de la Licenciatura en Sistemas Computacionales e Informática y miembro del
taller literario de la uia Torreón.
Ha publicado cuentos en diferentes revistas y periódicos de la región. |
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La noche es melancólica, gime con ahogados gritos parecidos a los de
una mujer en medio del parto. Ya se han desatado los lamentos, ya han llegado
nuevamente esos rezos que tú escuchas todas las noches, pero que no han logrado
persuadir tu consideración todavía; los haz rechazado mientras ellos te piden
que los ayudes, que salgas a atenderlos y termines así con ese terrible
sufrimiento de cada anochecer. Tú los puedes percibir, sientes que la brisa
helada choca en tu rostro bañado en sudor, porque tu ventana está abierta.
Tú no despiertas, te vas introduciendo poco a poco
en el sueño encantador de María Isabel sin poder evitarlo. Antes de que
intentes cualquier esfuerzo por no caer en su trampa, pues es como si
estuvieras atado a tu cama, ella aparece de entre todas aquellas figuras que
rondan en tu alcoba, con ese brillo de luz tan singular en sus ojos. Te recoge
entre sus brazos, te lleva de la mano, y juntos, salen de tu habitación para
irse volando muy lejos: ahí están todas las calles de la ciudad, se van
alejando poco a poco, y los dos se escapan en una complicidad inocente.
Quedas encantado, deseas continuar en ese mundo
extraordinario porque el tuyo nunca podrá ser tan bello. Tratas con mucho
fervor de guardar una sola imagen, para no creer que es una fantasía, no quieres
abandonarlo. Ahora que sales viajando lejos de ti mismo, te ha parecido que es
algo que no puede dejarse al olvido... Pero a pesar de tus deseos, ella dirige
el regreso a casa: ¡así de ínfimo ha sido tu viaje! Llegan los dos a tu alcoba
y tu mirada triste lo dice todo, “no te vayas, no me abandones ahora”; pero no
puedes hablar, estás mudo... ella se va alejando de ti. Entonces despiertas
aletargado, y luego, sobresaltado, vuelves de un túnel largo y tenebroso que
acaba de liberarte y te lo reprochas, haz vuelto a la realidad. Pero te
extrañas: estás de rodillas, como murmurando una breve oración. Buscas algo de
que sostenerte para levantarte y recuperar el aire perdido.
Tu pensamiento ahora es confuso. Vas a la ventana
un momento para que el aire de afuera calme un poco tu agitación. Cierras los
ojos para ya no pensar, sabes que lo único que se puede remediar de una noche
turbulenta, es volver a la realidad de inmediato, pero cuando crees que haz
recobrado la cordura, sientes una extraña presencia. Abres los ojos con
cautela... y un terrible escalofrío viaja por tu cuerpo: ¡María Isabel está
afuera, bajo la noche, envuelta en una manta blanca que se extiende por toda tu
casa!... Una luz que viene de todas partes de su cuerpo te ciega. Se abre su
vientre y emanan de ella miles de ángeles peregrinos que vuelan hacia la
libertad.
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Ella te ve a
los ojos. Los suyos son cristalinos, puedes ver a través de ellos el ocaso del
tiempo, la muerte de los sentidos, el fin de la eternidad. Camina hacia ti: sus
pies son livianos, no toca el suelo, vuela a placer. Aparta la penumbra
mientras avanza. Todo ocurre en silencio. Percibes solamente las almas que
rondan a su alrededor, inquietas, traviesas, giran como abriéndose en un solo
compás para que ella aparezca, vuela libremente sin saber que el viento es el
que las conduce.
Llega hasta ti. Se acerca tanto que incluso ha
rozado con sus labios los tuyos. Oyes su respiración. No logras moverte por más
impulso desesperado que intentas, estás hechizado. Ella pronuncia levemente tu
nombre: “Salvador...”
El mundo entonces se detiene por un instante. El
viento adquiere una fuerza descomunal, como de huracán; las ramas de los
árboles se desmayan hasta besar el suelo. Caes horrorizado sin poder pronunciar
un gemido que te desahogue. La ventana se azota violentamente, la luz se va
muriendo poco a poco y todo vuelve a la calma. Suspiras de alivio. Te frotas
los ojos para corroborar lo que tus sentidos percibieron, pero ya todo ha
pasado. ¿Fue un sueño? ¿Has sido prisionero de una fantasía maldita? Vuelves a
la ventana y percibes, lleno de consternación, que el cristal está empañado por
el aliento tibio de María Isabel...
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