|
Javier Prado Galán, sj
Licenciado en Filosofía y Ciencias Sociales por el
Instituto Libre de Filosofía, A.C., licenciado en Teología por el Colegio
Máximo de Cristo Rey, maestro en Filosofía por la uia ciudad de México y candidato a doctor en Filosofía por la
unam. Ha publicado Globalización y ética: moral indolora y disolución de
los valores, Efectos sociales de
la globalización; Ética,
profesión y medios: la apuesta por la libertad en el éxtasis de la comunicación;
Ética sin disfraces. Una aproximación a la
antropología, la cultura y la ética de nuestro tiempo. |
|
“No hay que avergonzarse de ser feliz”.
Albert Camus
El propósito de estas líneas
es pensar la felicidad. Pensar la felicidad desde la creencia, que en las
creencias se está y las ideas sólo se tienen (Ortega), desde la creencia en
ella y en la posibilidad de alcanzarla hic et nunc. Creer en la felicidad, por
tanto, creer más allá de la alegría y el placer; creer en la felicidad, no la
de los necios, que esa no se envidia, sino la de los elegidos, de los llamados
a ser felices.
¿Somos compatibles con la felicidad? Stendhal escribe: “Si alguien
mantiene que es feliz, seguro que está de broma.” Hoy muchos autores hablan de
la alegría como lo posible y de la felicidad como lo inalcanzable. Recurren a
Spinoza para definir la alegría como el sentimiento que acompaña al aumento de
fuerza. Es verdad que toda esta disputa depende de lo que se entienda por
felicidad. En su Elogio de la locura Erasmo
señala que la felicidad humana no es algo objetivo, sino que depende de la
opinión que uno se forma de ella. Si se
sostiene que la felicidad es sólo un momento en el presente donde se disfruta
la vida, todos podríamos apostar a que es posible. Si se la define como un
estado duradero de plenitud completa, es decir, que abarque los placeres del
cuerpo y la serenidad del alma, la cosa se pone un tanto más embrollada.
Constato con Calígula —el de Camus— que los hombres mueren y no son
dichosos. El Eclesiastés atestigua algo similar: “y proclamé dichosos a los
muertos que se fueron, más dichosos que los vivos que viven todavía. Y más
dichosos que ambos son los que nunca vivieron, que no han visto el mal que se
hace bajo el sol.” El mundo, tal como está, no es soportable, por eso necesito
la luna, la dicha, la inmortalidad. Pero el mismo Calígula sostiene que los
hombres no morirán y serán dichosos. Claro que coloca inmortalidad y
bienaventuranza en el futuro. He ahí el problema.
Schopenhauer tiene razón al apuntar que nuestra vida transcurre
irremisiblemente entre el tedio y el sufrimiento. La felicidad no existe porque
el deseo insatisfecho causa dolor y el deseo satisfecho sólo provoca saciedad,
aburrimiento y hartazgo. Una posición pesimista. Cuando parece que nos alejamos
del tedio nos acercamos al dolor y viceversa. La soledad es la solución al
dilema humano. Hay que hacer a un lado la ordinariez. La soledad nos ofrece la
ventaja de estar con nosotros mismos y de no estar con los demás. Pero “todos
nuestros males se derivan del hecho de no poder estar solos” (La Bruyére) Sin
embargo, “nunca se está solo” (Calígula). Si tienen razón La Bruyére y
Calígula, entonces quizá el dilema humano no tenga la solución que Schopenhauer
ha querido darle. Hay que buscar la felicidad en la compañía de los demás.
“Ser feliz es percibirse a uno mismo sin temor” (Benjamin) ¿Por qué
siempre que me interrogan por mi noción de felicidad recurro al filósofo judío
alemán? Quizá porque pienso que esta percepción interna, íntima, de mi persona,
percepción nutrida de satisfacción, evoca ese estado de serenidad de alma que
buscaba Epicuro en su Jardín. “Daría el mundo entero y todo Shakespeare por una
brizna de ataraxia”, observaba Cioran. Hay que viajar a nuestro interior para
experimentar la felicidad.
La felicidad tiene que ser un bien autosuficiente. Así lo entendió el
Estagirita. Un bien que no sea medio para lograr algo. Un bien siempre fin. Un
bien supremo. Los hombres suelen identificar la felicidad con la vida
placentera o con la vida política o con la vida teorética. Para Aristóteles,
sólo ésta última, expresión de la verdadera naturaleza humana —la razón—,
expresa la vida dichosa. Empero, si somos, antes que racionales, seres que
inteligen sentientemente las cosas, animales de realidades, como lo afirmo con
Zubiri, la vida dichosa tendrá que incorporar el elemento sensible. El mismo
Aristóteles vio la necesidad de contar con el placer y también con los bienes
exteriores para la consecución de la bienaventuranza.
|
|
Aristóteles recomienda la virtud, en particular la frónesis o sabiduría
práctica, componente de esa vida teorética que coincide con la beatitud. El
hábito virtuoso, ese logrado mediante la repetición continua de actos
concentrados en el justo medio entre dos vicios, cataliza, por un lado, la
acción bondadosa y, por otro, como Montaigne lo hacía notar, produce un placer
inesperado. La virtud trae consigo placer o, a riesgo de confundir los
términos, la virtud es el placer supremo. La virtud sería entonces más fuerza
que renuncia.
El filósofo también reconoce las bondades de la vida contemplativa. La
contemplación de las ideas, la especulación, nos acerca a la perfección y nos
lleva a sentirnos “realmente” bien. Yo no sé qué reparos pongan a esto los
llamados, por carácter, a la actividad frenética. Quizá valga seguir en esto a
Ignacio de Loyola y su consejo de contemplar en la acción y también, de paso,
asumir su valoración de los sentidos. Acción contemplativa y sensibilidad como
componentes del hombre para y con los demás, de Ignacio y los jesuitas.
Viajemos ahora al Jardín de Epicuro. Apostemos por el cálculo sensato
de los placeres para lograr la aponía
(la supresión del dolor corporal) y la ataraxia
(la serenidad del alma). El cálculo sensato nos llevará a jerarquizar los
placeres. No todo placer es elegible. “Todos somos traicionados por nuestro
placer”, escribió alguna vez Virgilio. Hay que discriminar algunos placeres por
el peligro que implican. Y hay que sobrellevar algunos dolores si queremos
alcanzar ciertos placeres. La amistad ocupa el más alto sitio en la escala de
los placeres. El placer es, por definición, más que un alivio de la tensión, un
asentimiento a nuestro modo de estar asentados en el mundo (Savater). Es un
goce afirmativo o una afirmación vital. Es algo más que mera satisfacción.
Pero la propuesta de Epicuro adolece de “fuga mundi”. El filósofo epicúreo recomienda huir de
la política, lo dice con un aforismo: “Vive oculto”. Se trata de democratizar
el cuerpo y no la ciudad. Platón y Aristóteles vieron conveniente democratizar
a la ciudad y al ciudadano. Epicuro incurre en un cierto individualismo.
Repudia la participación política. Y, a riesgo de perder la felicidad o al
menos menguarla, el imperativo de no ser idiotas, de preocuparse seriamente por
la política, es ineludible.
Alguna vez leí en Cioran esta definición de religión: “es el placer de
la piedad”. Estupenda. La contemplación divina, la oración, la unión mística,
la familiaridad con Dios, etcétera, todo ello nos proporciona un goce supremo.
La suma felicidad se encuentra en Dios. A ello se refirió Tomás de Aquino con
su “visión beatífica”: la felicidad es el conocimiento y la posesión de Dios.
La felicidad se encuentra en la contemplación, pero no en la contemplación de
las ideas, sino en la contemplación del Dios amoroso. Es más bien una visión, y
la visión es un sentido. Se trata entonces de ser tocados por Dios, de “sentir
profundo como un niño frente a Dios” (Violeta Parra).
Felicidad, deber y justicia son los tres elementos claves para la
construcción de una ética. En Ética sin
disfraces he tratado de articular armoniosamente felicidad con deber
—lo he hecho desde Zubiri—. El deber ha sido definido ahí como la posibilidad
más conducente a la felicidad. Me ha parecido bien entender el deber no como
norma y tampoco como superior a la felicidad. He preferido integrarlo a la vida
buena. Y me ha parecido bien concebir la felicidad como un modo de sentir, como
sentirme “realmente” bien. La vida dichosa no puede prescindir de nuestros
sentidos. La primera condición de la felicidad es sentir. Aunque se trata de
sentir en la realidad. Creo en la compatibilidad entre felicidad y realización.
Ello exige un sano discernimiento de las posibilidades que nos encaminan
certeramente a ese estado de plenitud felicitante. Estas posibilidades han de
apropiarse: la apropiación de posibilidades es lo específico de lo moral.
Pero evoquemos a dos pensadores que alcanzan a concretar un poco más
esta filosofía de la felicidad. Visitemos a Freud y a Russell. Freud —y también
Lévinas— concibe la felicidad como la satisfacción repentina de nuestras
necesidades. Pero en la satisfacción ilimitada de nuestras necesidades el
placer se impone como norma más que la prudencia, y habrá que atenerse a las
consecuencias. Para él la felicidad es sólo un fenómeno episódico y puntual. El
sufrimiento nos asedia en los achaques corporales, en el contacto con el mundo
exterior y en las relaciones interpersonales. El hombre busca evitar el dolor
mediante el retiro de la vida social o en el consumo de drogas o en la creación
artística o en el amor. La cultura produce malestar cuando nos priva de la
satisfacción de los instintos. De aquí el título de su obra El malestar en el cultura. La libertad
individual era máxima antes de toda cultura. El desarrollo cultural le impone
restricciones. La cultura tiende a restringir la vida sexual, que así aporta
menos felicidad debido a la presión de la cultura. El sentimiento de
culpabilidad es la causa más destacada del aumento de la infelicidad en el
presente.
Bertrand Russell, además de escribir tratados de lógica de difícil
escrutinio, redactó La conquista de la
felicidad. En este libro de divulgación señala como causas
importantes de la infelicidad la envidia, la competencia, el aburrimiento, el
sentimiento de pecado, la manía persecutoria y el miedo a la opinión pública; y
como causas de la felicidad, el afecto, la familia, el trabajo, el esfuerzo o
la resignación. No toma en cuenta, en esta última enumeración, a la religión,
fuente de grandes momentos de plenitud. Y llama la atención que incorpore la
resignación entre las causas de la vida dichosa. Conformarse con lo que la vida
ofrece nos puede dejar en un nivel de plenitud francamente exiguo. Aunque el
sabio inglés insiste en reconocer nuestros límites. “Somos habitantes de la
frontera” (Trías).
De todas las causas de la infelicidad me fijo en la envidia porque me
parece que la tristeza por el bien ajeno que ella conlleva, nos sorprende casi
siempre en la vergüenza de lo inconfeso. El envidioso teme ser descubierto,
porque tal descubrimiento lo llevaría a ser señalado como inferior. La envidia
consiste, dice Russell, en considerar las cosas en sus relaciones y no en sí
mismas. La envidia se desata por un mal manejo del mecanismo compulsivo de la
comparación. Llama la atención que nuestro español no cuente con una palabra
cabal para la otra cara de la envidia —que no es rigurosamente hablando
envidia—, la alegría por el mal ajeno. Envidia malévola, sin duda alguna, algo
más que regodeo. Sigue siendo válida la respuesta de Kosik: los hombres no son
felices porque se comparan unos con otros en lugar de crear lazos de amistad.
|
|
El servicio a los demás, la consideración del prójimo, la
responsabilidad para con el otro (Lévinas), forma parte de una vida feliz.
Calígula advierte que hay dos clases de felicidad: la que es generosa y la que
vive de destrucciones. Él ha escogido esta segunda: “Vivo, mato, ejerzo el
poder delirante del destructor, comparado con el cual el del creador parece una
parodia. Eso es ser feliz.” Destruir o crear, he ahí el dilema. Al final de la
obra de Camus, Calígula exclama: “No tomé el camino verdadero, no llego a nada.
Mi libertad no es la buena.” El teólogo Juan Luis Segundo, en su fino análisis
de Calígula, sugiere volver los ojos a los testigos referentes que han hecho de
su vida un caudal de felicidad. Otros nos han mostrado el camino; es cuestión
de discernirlo.
¿Cómo armonizar la justicia de la ciudad con la felicidad individual?
La felicidad individual exige libertad, y libertad es “espontaneidad
inteligente” —sigo a Leibniz—. En las sociedades totalitarias que buscaron
implantar la justicia restringiendo las libertades de los ciudadanos se mostró
la incompatibilidad entre justicia y libertad individual. En las sociedades
capitalistas, que fomentan más que la ciudadanización el individualismo
insolidario, la justicia brilla por su ausencia. Platón logró armonizar
justicia y felicidad con su planteamiento genial de La República. La justicia de la ciudad, que significa que
cada cual (el gobernante, el guardián y el productor) haga lo suyo, es la
justicia del individuo que articula razón, coraje y apetito.
Los tiempos han cambiado: la modernidad impone el respeto sumo a la
autonomía individual de cada uno de nosotros, a nuestra privacidad. “Una habitación
propia es lo que precisa la mujer para ser libre” (Virginia Woolf). El
individualismo está en su enésima fase. La articulación entre justicia y
felicidad individual se pretende lograr desde lo que se conoce como justicia
legal. Ya no es posible articularlas en la polis, en la ciudad. Aunque no debemos
olvidar la propuesta de los comunitaristas que pretenden un regreso nostálgico
a la virtud en la comunidad. No debemos olvidar la tradicional justicia
distributiva que toma en cuenta el mérito en la repartición de los bienes.
Empero, el problema estriba en lograr que el individuo, salvando su autonomía,
sea realmente solidario y responsable, que piense en los demás y en el futuro.
Lo que vemos es más bien el repliegue narcisista del individuo. No sabemos si
sea feliz; lo que sí sabemos, es que no considera la justicia en su horizonte
axiológico.
El poema “Remordimiento” de Borges se ofrece como testimonio de lo
enigmático que es la reflexión sobre la buena vida, y también nos sirve para
ultimar estas líneas. Un hombre con tantas realizaciones, con tantos
reconocimientos, sufre la muerte de su madre con la que mantuvo una relación
casi edípica y canta: “He cometido el peor de los pecados que un hombre puede
cometer. No he sido feliz. Que los glaciares del olvido me arrastren y me
pierdan, despiadados. Mis padres me engendraron para el juego humano de las
noches y los días, para la tierra, el agua, el aire, el fuego, los defraudé. No
fui feliz. Cumplida no fue su joven voluntad. Mi mente se aplicó a las simétricas
porfías del arte, que entreteje naderías. Me heredaron el valor. No fui
valiente. No me abandona. Siempre está a mi lado la sombra de haber sido un
desdichado.” Al escuchar esto se agiganta la consigna de Wittgenstein: “sé
feliz”. Éste es el único imperativo que vale. Que me perdone Kant.
|