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Mariana Ramírez Estrada
Licenciada en Ciencias Humanas por la uia Torreón y colaboradora en el Centro de Difusión Editorial de la misma. |
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Para Cristina Solórzano
Es curioso detenernos a pensar en nuestros
afectos: ese gusto, atracción o cariño que depositamos en personas y cosas. Ese
sentimiento que en algún tiempo, o por siempre, puede llegar a convertirse en
obsesión. Comienza como una relación tenue o casi pálida, desapercibida, cuando
la persona o cosa elegida nos llama la atención; es un chispazo provocado por
vaya uno a saber qué suerte de circunstancias. En el momento en que, a solas,
evocamos su imagen, sus características y lo que en su conjunto nos provoca,
debemos saber que hemos sido atrapados, probablemente sin escapatoria.
La
simpleza de estos afectos puede incluso parecer aberrante para algunos,
mientras que para quienes la experimentan, es quizá lo único que los motiva a
vivir. Y es precisamente bajo este supuesto que podemos asimilar la historia de
Mónica. Aunque no me atrevería a asegurar que ella lo podría comprender con la
misma facilidad.
Desde
niña, Mónica —en ese tiempo mejor conocida como “Beba”— dio muestras de una
personalidad bien definida, en la cual la necedad constituía el rasgo
principal. Era la consentida de su padre, su abuelo y del tío más desagradable
que toda familia bonita tiene. Durante muchos años sus berrinches motivaron las
conversaciones en la sobremesa de las comidas dominicales de los Vitela: nadie
hubiera sido capaz de olvidar sus escenas trágicas por no tener el mismo
juguete que su prima o por no ser la primera que recibía un regalo en Navidad.
Sin
embargo, y por fortuna, todos empezaron a notar que una acción en particular
calmaba a la querida “Beba”: frotar con su pequeña mano las solapas del
elegante atuendo que usualmente portaba algún amable varón de su mismo
abolengo. El efecto era instantáneo: si estaba llorando, se callaba; si estaba
demasiado inquieta, se quedaba dormida en pocos segundos; si estaba
desobedeciendo, se transformaba en una niña ejemplar.
Ahí
estaba su afecto, extraordinariamente inspirado en las solapas de algún saco,
abrigo, smoking, chaqueta, gabardina y de vez en cuando, de algún frac. En ese
tiempo la inusitada acción de la niña causaba risa, expresiones de sorpresa,
ceños fruncidos, muecas forzadas y comentarios rápidos. Pero los efectos de las
acciones tienden a crecer junto con las personas, que día a día las convierten
en hábitos y finalmente, por su propia naturaleza repetitiva, terminan siendo
su sello especial. Así ocurrió con nuestra “Beba” al derivar en señorita
Vitela.
Su
persistente afición por las solapas le proporcionaba ciertas ventajas: era una
experta en calidad textil, ya que al primer tacto distinguía un buen de un mal
casimir, una lana importada de una nacional, una seda italiana de una que
intentaba imitarla. Las texturas y los colores eran importantes para determinar
la cantidad de pasadas que una solapa ameritaba, aunque Mónica aprendió a ser
flexible: la vida nos da las lecciones que necesitamos en el momento preciso.
Nuestra
adoradora de las solapas era ya una adolescente a principios de los sesenta,
por lo que en ese tiempo su atracción de sastre todavía no se tornaba en
desastre, puesto que contaba con una sana retroalimentación. Pero ya sabemos
que la verdadera felicidad es efímera. En esta historia sólo podemos señalar
algo un tanto abstracto como motivo de tristeza y dolor: la “nueva ola” que
puso al traje y a la ropa “de vestir” demodé.
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La señorita Vitela ya no disfrutaba
igual que antes los bailes organizados por sus amigos, pues sábado a sábado era
más difícil encontrar una pareja que portara alguna prenda con solapa: el
cuello mao estrangulaba sus juveniles
ilusiones. Y cuando por algún golpe de suerte lograba conseguirse un chico
correctamente ataviado, el violento rock
and roll se lo arrebataba de las manos. Es innecesario relatar con detalle
las reacciones de Mónica: basta con decirles que todos los domingos se negaba a
levantarse para ir a desayunar al club con los demás; necesitaba hasta el
mediodía para recuperar la forma de sus ojos y soportar algunas conversaciones
telefónicas con sus amigas.
Fue
en el bufete de abogados encabezado por su padre donde conoció al hombre
indicado: José García, estudiante de Derecho a punto de graduarse; rico, guapo,
formal y sobre todo, fascinante portador de un traje para cada día de la
semana. La Vitela se enamoró a primera vista y locamente. Desde la primera
conversación en la que intercambiaron miradas de interés amoroso decidió que él
sería su marido. Se sintió feliz, reconfortada: saciaría su apetito táctil sin
verse en el aprieto de recurrir al abuelo que ya ni la reconocía, o al tío que
siempre olía a naftalina; tampoco habría que acercarse furtivamente a los
socios de su padre; mucho menos al chofer, al mayordomo y en casos
desesperados, a cualquier burócrata o vendedor de libros que se atravesara por
su camino.
Pronto
Mónica, con sus habilidades femeninas, logró atrapar al joven García, quien
casi al año de noviazgo aceptó del todo su compromiso en el marco de una
elegante y concurrida cena familiar. Para Mónica fue más preocupante la
elección de la tela y el corte adecuado para la confección del frac que usaría
su prometido que el estilo de su propio vestido. Esto fue el punto de discusión
más recurrente durante los preparativos de la boda: la señora Vitela demandaba
a la futura señora García una mayor atención a la conformación de su ajuar. En
incontables ocasiones insistió en que la “Beba” —nunca pudo dejar de llamarla
así— debía considerar que el novio era el indicado para escoger su atuendo.
Finalmente
Mónica aceptó que José hiciera lo que debía. Pensó que no tenía de qué
preocuparse, ya que nunca había visto al licenciado con otra ropa que no fuera
traje y además, de buen gusto. Sin nada que temer, ocupó todo su tiempo y
energía en organizar los detalles de la sonada fiesta. Un enlace entre familias
tan estimadas en nuestra sociedad siempre provoca un gran revuelo, acompañado
de bastantes fotos en la sección de sociales del principal diario de la ciudad
y también, de un buen número de comentarios no siempre bienintencionados.
Llegó
el día esperado: Mónica bajó del Royal Mónaco último modelo estacionado en la
puerta de la iglesia; ahí esperó impaciente y emocionada la llegada de José,
quien venía en el Galaxie de su hermano mayor. Por fin estaba ahí. Al verlo, la
que nunca sería señora García sintió que el mundo se había puesto de cabeza. El
novio no vestía un lujoso frac, ni siquiera un smoking. Hubiera sido mejor un
traje ordinario. Pero José, inexplicablemente, usaba un traje con cuello mao. Traición, decepción, trágico
infortunio. Nadie acertó a saber cuál era el problema. Tampoco nadie pudo
detener a Mónica que corrió y gritó, alejándose horrorizada de un traje sin
solapas. Traspasó esa sutil línea entre la cordura y la locura: jamás
recuperaría el camino.
Cuántos
y cuántas pasan todos los días frente a nosotros, viviendo en una realidad
individual, paralela o distinta. Nos compadecemos de ellos por no estar en la
misma sintonía. Erramos. Más bien deberíamos preguntarnos por qué decidieron
renunciar a estar supuestamente cuerdos. Mónica es uno de estos personajes:
ahora, a sus más de sesenta años, va de café en café, de restaurante en
restaurante, de banqueta en banqueta, esperando encontrar a cualquier hombre
que vista una prenda con solapas. Cuando lo encuentra, sus manos tiemblan; lo
persigue, se acerca a él, y como sea, pase lo que pase, frota hasta que es
retirada con violencia e incluso, con desagrado, y al alejarse escucha que la
nombran loca. No le importa: su obsesión la mantiene viva.
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