Agustín de Espinoza, s.j.
Identidad regional
y globalización


David Hernández García, s.j.
  David Hernández García, s.j.
Director general de Relaciones Públicas en la Universidad Iberoamericana Torreón.
Con el presente ensayo obtuvo mención honorífica en el tercer certamen Agustín de Espinoza, s.j., organizado por la UIA Torreón a través de la revista Acequias.

Marco de referencia
México nació bajo el signo de la globalización. No por nada mereció llamarse "Nueva España". Ni el Atlántico ni el Golfo de México fueron obstáculos para que Hernán Cortés desembarcara en Campeche en 1518, y quemando sus naves, se lanzara tierra adentro, con la espada y la cruz, a dilatar los dominios del imperio donde no se ocultaba el sol.
      La Compañía de Jesús, fundada por un vasco universal, llegó tarde a la Nueva España. Otras órdenes religiosas la precedieron. El maestro Ignacio de Loyola, en una de sus últimas cartas expresó su deseo de que "a il Messico vayan jesuitas, haciendo que sean pedidos, o sin serlo". La primera expedición de misioneros jesuitas, encabezada por el padre provincial, doctor Pedro Sánchez y catorce compañeros, llegó a la capital de la Nueva España en 1572.
      Los únicos campos que a esas fechas estaban abiertos al celo misionero eran la educación de la juventud mestiza y criolla y la evangelización del vasto noroeste de la Nueva España, cuyas tribus autóctonas estaban urgidas de ayuda, acompañamiento, cultura y fe. Se imponía proporcionarles el fresco aire del humanismo cristiano que caracterizó la acción misionera. Los avances y logros de la lejana Europa debían beneficiar al nuevo continente, acentuando lo positivo del encuentro cultural.
      Más pronto que tarde el polvo de los "caminos reales" de Querétaro, Guanajuato, Zacatecas, Cuencamé y Durango, en la Nueva Vizcaya, fue testigo de los afanes misioneros de los noveles evangelizadores de la Compañía de Jesús. A pie o a caballo, el norte empezó a ser reto y acicate para el celo apostólico de los hijos de Ignacio de Loyola que querían señalarse en el servicio tanto del rey temporal, como del Rey Eterno y Señor Universal.
      Humanizar la existencia personal y colectiva de los habitantes de la Nueva España era el mejor modo de englobar las tierras recién descubiertas: el reto era formidable.

 

 

 

1. Identidad regional
En el paralelo 23, y meridiano 103, al sur del Trópico de Cáncer, se asienta la región minera de Zacatecas, Plateros, Fresnillo y Sombrerete. Lo adusto de la naturaleza en ese páramo no sólo se refleja en los crestones de los montes vecinos con escasa vegetación semiárida, sino en el carácter belicoso y reciedumbre guerrera de su gente.
      A mediados del siglo XVI, Tonamaxtle, héroe de los caxcanes y guachichiles, es empujado hacia el Tunal Grande, Zacatecas y Mapimí, siempre al norte, siguiendo las riberas de los ríos Nazas y Aguanaval (este último llamado "Río del Indio").
      El 20 de enero de 1548, Juan de Tolosa se encuentra en Zacatecas con los capitanes Cristóbal de Oñate, Diego de Ibarra y Baltazar Temiño de Bañuelos, quienes proceden a la fundación de la ciudad. Dos años después ya existen en la sierra de Zacatecas 33 haciendas de beneficio de la plata. Uno de estos minerales es Real de Minas, donde se asienta la familia de Espinoza, de la que nacerá Juan Agustín en 1567.
      El interés de los españoles por los metales preciosos chocó con el tenor de vida de las tribus nómadas del perímetro formado por Zacatecas, Fresnillo, Sombrerete, Nombre de Dios, Belardeña, Mapimí, Cuatrociénegas, Parras y Concepción del Oro. Las etnias de la región veían con disgusto la invasión de sus tierras y defendían con denuedo su espacio vital y costumbres bárbaras. Numerosas tribus recorrían la amplia región: chichimecas, guachichiles, zacatecos, tobosos, comanches, irritilas, nazas, cocoyomes...
      A las escaramuzas guerreras provocadas por el avance de los hombres blancos, se juntaba el choque cultural y religioso entre los seguidores de Cristo y los adoradores de Quetzalcoatl, Tlahuac o Tescatlipoca.
      En 1554 el virrey don Luis de Velasco encomienda al capitán Francisco de Ibarra la conquista de los territorios del norte. Con valor, diplomacia y astucia, el joven militar vasco explora vastas extensiones y funda presidios y ciudades en la Nueva Vizcaya que, hacia el norte, no tenía límites.
      A las tribus nómadas y salvajes de la región, más que conquistarlas por la fuerza de las armas españolas, se les convence, con paciencia y constancia, de las ventajas del modo de vida sedentario. Esa fue la gran labor de los evangelizadores. Se dieron abusos y desconfianzas por ambas partes: orgullo y prepotencia de encomenderos como Nuño de Guzmán, de triste memoria. Asaltos y violencia perpetrada por gavillas de indígenas a lo largo del "camino de la plata" en los estados de Durango, Zacatecas, San Luis Potosí y Guanajuato.
      "El guerrero guachichile se preparaba previamente para la guerra con largas y prolongadas borracheras, con la fuma de peyote que aumentaba su valor y con la entrega de ofrendas a sus dioses a quienes ofrecía su vida a cambio de la libertad de su familia y de su tribu" (Tomás Díaz A., Cenizas del tiempo, p. 37). Según el capitán Ahumada "sobre el Río Indio (Aguanaval) hay concentraciones hasta de siete mil guerreros que están atentos a las órdenes de la confederación" (ibid, p. 35).
      Desde Zacatecas, las rutas más frecuentadas hacia el norte eran las de Sombrerete y Nombre de Dios, y la de Nieves y río Aguanaval, que desemboca en la laguna de Viesca. Según Dimas Arenas, "en 1569 aparece el nombre del primer sacerdote que administra la doctrina en Nieves, se trata del presbítero don Miguel de la Hoya" (ibid, p. 21).
      Los intentos vanos de acabar con estas tribus por parte de capitanes tan aguerridos como Pedro de Ahumada, Alonso López y Francisco de Urdiñola, los inclinaron a cambiar de táctica y convertirse en pacificadores, mejorando su trato con las etnias y aplicando medidas más humanas como lo sugerían los misioneros.
      En este escenario, desértico y desolado, a finales del siglo XVI, concentraron su celo apostólico los primeros evangelizadores y civilizadores de estas tierras. Concretamente en La Laguna, un puñado de jesuitas, encabezados por el padre Juan Agustín de Espinoza, comprometió su vida y esfuerzo a favor de las tribus nómadas que penosamente subsistían en esta región.

 

 

2. Cambio y apertura
Vivimos inmersos en un proceso de cambio. Mucho se ha transformado en La Laguna a lo largo de cuatro siglos. Los primeros cambios inexorables en esta región, además de los provocados por la naturaleza, se deben a los hacendados y jesuitas misioneros a fines del siglo XVI. Fueron cambios estructurales que modificaron radicalmente el paisaje y la convivencia. Las tribus nómadas que merodeaban en la región, tras paciente, riesgoza y ardua labor de los misioneros, se hicieron sedentarias al fundarse los pueblos y ciudades que aglutinaron lo mismo a españoles que a etnias diversas. Algunos hacendados abusaron de su fuerza. La educación y la fe compartida por los jesuitas contribuyeron a afianzar en los indígenas el sentido de dignidad y responsabilidad individual, familiar y social. Se atendió lo mismo la enseñanza que la salud, el hogar, la fe y el alimento. La organización del trabajo, aligerada con los aperos y los animales de carga, hizo producir frutas y granos en una tierra convertida en vergel, gracias al agua canalizada desde los manantiales.
      Extensiones significativas de La Laguna, a lo largo de décadas y siglos, cambiaron de aspecto al crecer pueblos y ciudades e incorporarse a la agricultura grandes áreas sembradas principalmente de maíz, trigo, avena, frijol, algodón, alfalfa y cártamo. La viña en Santa María de las Parras tomó carta de ciudadanía, lo mismo que el nogal, el olivo, la higuera, el granado, la palma datilera, el limón, el naranjo, el manzano y el durazno.
      El crecimiento de La Laguna, integrada al desarrollo de la Nueva España y de Europa, lejos de amenazar su identidad, la definió y consolidó, en beneficio de la convivencia que, poco a poco, fue creciendo y desarrollándose hasta llegar al ambivalente auge actual. En la medida en que hacendados, sacerdotes y profesionistas traían a la región los avances técnicos y culturales de otras ciudades, estados o naciones, se daba el progreso de la minería, el comercio, la agricultura, la ganadería o la industria. Fueron los tiempos en que tuvieron su esplendor Santiago de Mapimí, Santa María de las Parras, Cuatro Ciénegas, Viesca y Tlahualilo y ya en el siglo xx, San Pedro de las Colonias, Ciudad Lerdo, Gómez Palacio, Matamoros, Francisco I. Madero y Torreón. Sin la modernidad y el imperativo del cambio, no se hubieran dado estos avances.
      La ley del "cambio inexorable" es un acicate para el desarrollo y perfeccionamiento tanto de las personas como de los grupos y el cuerpo social. Requisito indispensable de este cambio es que sea racional y humano. Para ello se debe tener en cuenta la dignidad y derechos tanto de las personas como de las cosas y cuerpos sociales que integran la comunidad.
      Este humanismo social y cristiano exige no subordinar las personas al ídolo del capital y de la técnica. Ni permitir que intereses egoístas de minorías prevalezcan sobre el bien común y los derechos de las mayorías. Todo capital individual está gravado con la hipoteca inherente al hecho de pertenecer a un integrante de la comunidad.
      Se trata de un gran reto del que depende la trama armoniosa de la convivencia social, aquí y en todo el mundo. Ante la amenaza del neoliberalismo, acentuada por la globalización que atropella personas, destruye la ecología, se impone seleccionar modelos de desarrollo que humanicen al hombre y respeten la naturaleza.
      Un método probado como exitoso fue el aplicado por el padre Juan Agustín de Espinoza para el desarrollo de La Laguna. Vale la pena reflexionarlo, ya que guardando toda proporción, puso los cimientos de la convivencia, el cambio y la globalización de este paradigma lagunero, que es multiplicable.
      ¿Cuáles fueron los métodos aplicados? ¿Qué valores pusieron en juego Juan Agustín y sus compañeros jesuitas en tierras laguneras?

3. El jesuita misionero
Juan Agustín de Espinoza vio la luz de la Nueva España en 1567, en el mineral zacatecano de Real de Minas. El futuro jesuita nació cinco años antes de que la Compañía de Jesús pisara tierra mexicana en 1572. Las incursiones de los primeros jesuitas por los "caminos de la plata", siempre hacia el norte, provocaron el encuentro de los hijos de san Ignacio de Loyola con los habitantes de la pujante ciudad minera, entre los cuales estaba el joven Juan Agustín de Espinoza que, sin duda, estudiaba en la capital minera de Zacatecas, fundada como ciudad apenas 30 años atrás. Algo debió ver el joven Juan Agustín en aquellos fogosos misioneros, ya que se sintió atraído hacia su modo de vida y entró al noviciado el 27 de junio de 1584. Terminando ese periodo recorrió con éxito las demás etapas de la formación religiosa hasta ordenarse sacerdote en 1593.
      Los afanes apostólicos del novel sacerdote, pronto lo impulsaron hacia el norte, a su natal Zacatecas, que era el paso obligado rumbo a los confines del virreinato. El clamor de las tribus nómadas de la Laguna Grande encontró eco en el padre Juan Agustín, quien en 1594, junto con sus compañeros Francisco Arista, Nicolás Rodríguez y Francisco Gutiérrez, recorrió la región detectando los grupos indígenas, ganando voluntades, localizando las fuentes de agua y ubicando los posibles lugares para los asentamientos urbanos que planeaba realizar. Según Gerardo Decorme, s.j., "los laguneros propiamente dichos se hallaban en el estado de salvajes primitivos, sin pueblos ni agricultura, ni más trato con los españoles que las rápidas excursiones de los buscadores de minas que venían del Saltillo o iban a las de Mapimí". (J. Porrúa, La obra de los jesuitas mexicanos, Tomo II, p. 17).
      La Carta Anua de los jesuitas de 1595, menciona que no ha sido posible hacer estancia con los indios por su extremada barbarie, ya que "andan desnudos, no tienen pueblos, ni casas, ni siembran, ni comen más que los frutos que la tierra voluntariamente les produce de maguey y mezquite, lechuguilla y tunas y lo que les ofrece la pesca y la caza que es ahí abundante" (ibid, p. 18).
      El trabajo que Esteban Páez, el provincial de los jesuitas señaló al padre Juan Agustín no pudo ser más de su agrado. Ya desde joven, su vocación misionera lo llevó a aprender la lengua zacateca que se hablaba incluso en la región lagunera; después aprendió también la irritila.
      La juventud y celo apostólico de los misioneros hacía que se movilizaran para atender puestos de misión en lugares muy distantes. El contacto con las tribus y el trato con estos seres humanos hizo soñar a los jesuitas en futuros asentamientos, donde se pudiera organizar la convivencia social, el trabajo, la educación y la fe. Con denuedo, cariño y paciencia introducían a los nativos en la agricultura, la construcción de casas y el cuidado de la salud. Su seguridad y su vida estuvieron amenazadas.
      Pronto se impuso la juventud y liderazgo del padre Juan Agustín de Espinoza. Como buen misionero, se encariñó con la gente, se adaptó a su primitivismo, respetó sus costumbres y tradiciones, los acompañó y alentó para superarse, para convivir en los asentamientos humanos que soñaba y que muy pronto fueron una realidad. Así surgieron, en 1598, cuatro pueblos: en enero, la misión de San Pedro de La Laguna; en febrero, Santa María de las Parras; en mayo, San Juan de Casta (hoy León Guzmán) y en julio, Santiago de Mapimí.
      Preocupado por el ser humano integral, el padre Juan Agustín no sólo se empeñaba en evangelizar a su gente, sino que la alimentaba, trazaba las calles y plazas de los pueblos, ayudaba a conseguir los materiales para la construcción de las casas, se preocupaba por la educación de niños y adultos, del hospedaje de los nómadas y peregrinos, para lo cual ese mismo año construyó en Santa María de las Parras, el primer Colegio Hospital, al estilo de don Vasco de Quiroga, es decir, para hospedar a la gente y atenderla integralmente.
      Corta pero fecunda fue la labor del padre Juan Agustín de Espinoza en los pueblos recientemente fundados por él. En abril de 1602, bajando madera de la sierra de Los Pirineos para sus construcciones de Santa María de las Parras, se le complicó un malestar corporal y murió el día 29 de abril de 1602, a la edad de 35 años.

4. Valores y globalización
El descubrimiento de América no sólo amplió el horizonte geográfico del mundo. Se mundializaron también los aspectos culturales y religiosos venidos del viejo continente. El desarrollo de los renglones económicos, sociales y técnicos de la Nueva España tuvo su base en la socialización de valores y antivalores que vinieron de Europa, África y el extremo Oriente. Es fundamental mencionar aquí el parteaguas, por un lado, de los abusos de algunos conquistadores y por otro, del humanismo cristiano llevado a la vida en las tribus indígenas por misioneros de la talla de Pedro de Gante, Bartolomé de las Casas, Juan Agustín de Espinoza y Eusebio Francisco Kino.
      Los evangelizadores y urbanizadores de la Laguna Grande se identificaron con las etnias de estas tierras, se adaptaron a su nivel, sufrieron con ellos y aprendieron su lengua. Partiendo de su primitiva cultura y costumbres bárbaras, les fueron ganando el corazón hasta convencerlos de lo positivo del modo de vida sedentario, de las ventajas del cultivo de la tierra basado en ciclos agrícolas, del dominio de las inclemencias del frío y el calor a través de construcciones de adobe o piedra; de la dignidad de las personas fundamentalmente en la educación recibida en la casa, el templo y la escuela; de la organización del trabajo; de la seguridad y defensa de los pueblos por medio de fortificaciones, policía, armas, sanciones y leyes.
      La fuerza de este humanismo que caracterizó la transformación de estas tierras, vino de España, de Europa, y se amplió en el Continente Americano. Predominó lo positivo sobre lo negativo gracias al esfuerzo, compromiso y entrega de misioneros como Juan Agustín de Espinoza, que dieron su corazón y su vida por sus hermanos indígenas. Esta es la raíz de la identidad regional que a lo largo de 400 años se ha ido transformando sin dejar de ser ella. La explotación de sus recursos y el desarrollo de sus centros urbanos la han enriquecido. La calidad de sus habitantes y los valores humanos que predominan en ellos han hecho tan atractiva la región Lagunera, convirtiéndola en polo de interés para multitud de etnias que vinieron a estas tierras para quedarse.
      El enfoque neoliberal es la gran amenaza, tanto para la identidad regional, como para la globalización de La Laguna y de México, porque al desconocer los valores humanos y religiosos que fueron el cimiento y origen del desarrollo regional, deshumanizan todas las bondades que la globalización puede aportar. El respeto a las personas y al medio ambiente, junto con un trato humano a los semejantes y una explotación racional y legal de los recursos, son parte esencial de la convivencia lagunera y nacional. Sólo el conjunto de valores naturales y sobrenaturales inculcados en la educación y llevados a las leyes y a la vida, podrán controlar los abusos del capital salvaje que explota a las personas, mutila la ecología y desvirtúa la tendencia innata al cambio y a la globalización. Juan Agustín de Espinoza probó que es posible la identidad regional cuando la globalización tiene sus cimientos en el uso racional de la naturaleza y se impulsan los legítimos valores humanos. El rescate de auténticas raíces laguneras dará luz y acierto al futuro regional y nacional.