La Laguna literaria:
sol y polvo
en las palabras*
Jaime Muñoz Vargas
 

  Jaime Muñoz Vargas
Licenciado en Ciencias de la Información y candidato a maestro en Historia. Investigador en el Archivo Histórico Juan Agustín de Espinoza, s.j. y coordinador del taller literario en la UIA Torreón. Ha publicado, entre otros, El augurio de la lumbre, Pálpito de la sierra tarahumara y El principio del terror. Recientemente obtuvo el premio nacional de novela "Jorge Ibargüengoitia" con Fervor de Santa Teresa.

Para quienes no lo sepan, La Laguna se encuentra ubicada en el mero ombligo del norte mexicano. La ciudad más próspera y famosa de esta zona es Torreón, aunque toda la Comarca está configurada por diez municipios entre los que también pueden sonar conocidos los mellizos Ciudad Lerdo y Gómez Palacio. Hace décadas, un cruce de ferrocarril y el cultivo de algodón le dieron a La Laguna el empuje económico que ahora ostenta, pues nadie que nos visite podrá después negar que ya tenemos pinta, por lo menos pinta, de megalópolis. Industrias, universidades, supermercados, vías y medios de comunicación además de esmog, delincuentes, vida nocturna, narco, caos urbano, todo eso es parte de la realidad lagunera, aunque, para no traicionar a nuestro venerado jerezano, todavía se respira, sobre todo en ciudades como Lerdo o San Pedro de las Colonias, un cierto aire de provincia con la blusa corrida hasta la oreja y la falda bajada hasta el huesito.
      En los planos industrial y comercial, pues, La Laguna alcanzó ya una cierta madurez, pero en lo cultural, y específicamente en lo literario, vive cuando mucho en su pubertad. Dos o tres notables ensayistas, dos o tres buenos narradores, cuatro o cinco poetas de nivel y cero dramaturgos, eso es todo lo que a mi juicio podemos aportar a la república de nuestras letras. Hay muchos jóvenes talentosos, es cierto, y con ellos la lista anterior engordaría significativamente, pero debemos esperar a que cuajen pues nada hay más común que el retiro prematuro del cuadrilátero literario.
      Parte del atraso en el que vivimos, visible no sólo en la baja cantidad de nombres con trayectoria bien armada, se puede advertir en la modesta vida literaria de La Laguna. Hay más de quince universidades, otros tantos centros culturales como casas de la cultura o institutos de cultura municipales, unas cuantas librerías, pero con todo y eso la literatura no ha podido efervescer en nuestra estepa. Al año se publican, y conste que hago cuentas alegres, diez libros de contenido literario. En los tres periódicos importantes no hay desde hace quince años un suplemento estrictamente cultural, y en las universidades, salvo en uno o dos casos, de manera tímida, la literatura no existe. Y aunque es cierto que en La Laguna son convocados cinco premios nacionales -el José Revueltas, el Magdalena Mondragón y el Agustín de Espinoza, de ensayo, el Enriqueta Ochoa de poesía y el de teatro infantil-, sus ganadores suelen ser escritores foráneos. En este escenario, poco se puede esperar que no sea fruto de las vocaciones individuales y aisladas, muchas de las cuales ya salieron del gran chaparral para calar suerte en otras regiones de México, Estados Unidos, Canadá, España y Francia.

 

 

 

      Al disperso gremio de los escritores laguneros serios hay que agregar, como en todas partes, un contingente más o menos abultado de villamelones -escritores que no escriben, escritores onapafa- y otro bastante aparatoso de escritores, sobre todo poetas, que escriben con el puro pundonor pero saben de literatura lo mismo que yo sé de protoalgonquino. En este segundo grupo hay señoras y señores que forman clubes, tertulias, peñas bohemias, que se mandan hacer a la medida doctorados horroris causa, que escriben ovillejos y acrósticos, que financian sus propios mamotretos, que publican encanecidos poemas en las páginas de sociales y hacen lecturas colectivas tan vaciadas y fellinescas, tan pretensiosas y fallidas que de seguro regocijarían al más exigente público europeo. Eso es parte del color local, del pintoresquismo que ninguna ciudad puede evitar a menos que destierre a un buen trozo de su población.
      Pero ni los charlatanes ni los escritores de peltre trascienden la frontera de cerros pelones que caracteriza al paisaje de la Comarca Lagunera. Por fortuna y alabado sea Huitzilopochtli, estos escritores -por llamarlos de algún modo-, no tienen la ambición de llevar muy lejos su folklore. Por eso sus poemas se hinchan con elogios al río Nazas, a nuestra pequeña historia de bronce, a nuestras chulas mujeres, a la pujanza de quienes vencimos al desierto. La geografía, el clima, el pasado heroico y la visión progresista, todo en octasílabos ripiosos, son los rasgos distintivos de la literatura secretada por los artistas que han optado por habitar el sector más anacrónico de las letras laguneras, y basta un poema o un relato para notar que allí los estilos y las atmósferas parecen más anticuados que las polainas de don Susanito.
      Donde sí es evidente un desarrollo y una sintonía con la mejor literatura del mundo es en los ocho o nueve escritores que desde hace dos décadas han trabado obras de empaque, algunas de duradera estimación y ayunas por completo de municipalidad. Ganadoras de concursos nacionales e internacionales, publicadas en sellos importantes como los de la UNAM, el FCE, Planeta, Tierra Adentro, Castillo, entre otros, estas obras han colocado a La Laguna no en un sitio prominente en el contexto de la literatura mexicana, pero sí en el del norte y, particularmente, en los estados de Coahuila y Durango.

 

 

 

      El puñado de escritores laguneros a los que me quiero referir como los más adelantados alcanza a caber en un parrafito: Gerardo García Muñoz, Fernando Fabio Sánchez, Gilberto Prado Galán, Édgar Valencia, Saúl Rosales, Pablo Arredondo, Francisco Amparán, Fernando Martínez, Lidia Acevedo, Yolanda Natera, Miguel Morales Aguilar, Magda Madero, Marco Antonio Jiménez y alguno que se me escapa son, para mí, los autores más hechos que podemos presumir. No es, como ya dije, una lista abrumadora, pero entre todos ya suman cuarenta ediciones y algo así como quince premios nacionales e internacionales (abro un largo paréntesis: no cuento aquí a los laguneros de nacimiento pero que desde hace años emigraron del terruño para seguir en otras latitudes sus vidas literarias; en esta nómina estarían Enriqueta Ochoa, Jorge Díaz Vélez, Salvador Castañeda, Antonio Saborit, Marianne Toussaint y Mauricio Beuchot; ellos no han estado en La Laguna durante los últimos veinte años, así que no hago mal en colocarlos aparte, acaso como laguneros en el
exilio).
      La mayoría frisa o rebasa por poco los cuarenta años, y los géneros que trabaja, en orden de prolijidad, son la poesía, el cuento, el ensayo y la novela. El grupo de los poetas es, quizá, el más apegado a la temática que podríamos llamar lagunerista. Aunque todos o casi todos han huido del verso tradicional -pues nunca falta quien se aviente un soneto para pasar el rato-, la lírica de La Laguna husmea en las calles, en los cines, en los parques de la localidad y hace suyo el pálpito cotidiano, la risa y el llanto de la gente, la crisis de estar vivo, el habla popular. En general, los poetas que coloco en esta lista no son nada ingenuos, y tienen muy bien digerida su dosis de Vallejo, Neruda, Paz, Sabines, Huerta, Gelman y otros tantos autores influyentes. Tenemos el caso de Pablo Arredondo, poeta torrencial, instintivo, una mezcla vallejo-nerudiana que con sólo tres libros ha demostrado tener una voz sólida y madura. Otro poeta de inusitada fecundidad es Miguel Morales; apenas con treinta años y pico, este joven ha publicado ya en El ala del tigre y tal vez no sea erróneo considerarlo el más osado en materia de pirotecnia verbal, un ludismo que gusta incorporar, como ningún otro en La Laguna, la palabra callejera y el insulto, el giro que lo identifica con sus referentes inmediatos: el cerro de las Noas, la plaza de armas, la colonia Moderna, el mercado Alianza, las calles y los escondrijos de Torreón. De voz más sosegada pero también fecundo y buen poeta, Fernando Martínez Sánchez tiene dos o tres poemarios (con uno de ellos ganó recientemente el Pellicer-Frost) que muestran con desenfado una Comarca Lagunera poco conocida, la de los cincuenta y sesenta, siempre con la perspectiva del joven alucinado y trotamundos que fue Martínez Sánchez. Otro poeta, éste de verso muy refinado y cuidadoso, es Marco Antonio Jiménez; su poesía no duda en establecer contacto con La Laguna, con el lado más etéreo del paisaje, con el sol, con el polvo, con la parca naturaleza que nos vino a tocar.

 

 

 

      Como casi todos los escritores, nadie de los aquí enumerados se contenta con la práctica de un solo género, aunque siempre habrá preferencia por alguno en especial. Así, el grueso del pelotón literario de La Laguna está conformado por narradores que también han coqueteado con la poesía o el ensayo. El cuento es el molde más socorrido, y allí figuran los nombres de Saúl Rosales Carrillo, Francisco Amparán y Miguel Báez. Aunque de manera muy distinta, en los tres casos hay una evidente incorporación de referencias al entorno lagunero: mientras en la narrativa de Rosales Carrillo habitan personajes devorados por la frustración y el olvido, seres asfixiados por la realidad que les cupo en mala suerte -todo ello armado con una voluntad estilística notable-, en los relatos de Amparán se perfila a los laguneros de la clase media, a los esnobs y trepadores, a la pequeña burguesía doméstica victimable por el lado de lo caricatural descrito con una prosa directa, aligerada de retorceduras y barroquismos, a veces demasiado llana. Miguel Báez, mucho más joven que los dos anteriores, no ha publicado todavía sus cuentos en libro, pero ha dado muestras de su amarga y sardónica narrativa en revistas literarias; de él se vaticina una obra tan amplia como punzante. Aquí debo incorporar también a Magda Madero, Yolanda Natera y Lidia Acevedo, tres narradoras que auscultan el alma de La Laguna con cuentos y novelas nada desdeñables, aunque presiento que sus mejores obras están por arribar.
      En el ámbito de la crítica tenemos ensayistas que también son poetas y narradores, aunque por su formación académica he decidido colocarlos mejor en el predio del ensayo. Se trata en todos los casos de escritores muy poco involucrados en la crítica a la literatura local; más bien, sus ensayos han escrudriñado en obras consagradas, en el siglo de oro, en Graham Greene, en Cardoza y Aragón, en Palafox, en Bonifaz Nuño, en Bioy, en Cabeza de Vaca, en la novela gótica, en el Inca Garcilaso, en Paz y en Borges, en puro autor de grandes ligas. Aquí, el más destacado es sin duda Gilberto Prado Galán, ensayista de calibre subido, autor de una obra analítica ya considerable y respetada en todo México. Junto a él podemos colocar a Gerardo García Muñoz, el más obsesivo rastreador de pistas literarias, el más memorioso y dueño de un estilo que combina la agudeza con el preciosismo. Menores de treinta años pero ya con enormes pruebas de solidez analítica, Fernando Fabio Sánchez y Édgar Valencia tienen obra édita de inusitada calidad; ambos ya despacharon sus maestrías en letras y ahora atraviesan por el doctorado en Estados Unidos y en Francia, respectivamente.
      En suma, la literatura de la estepa lagunera no cuenta con una baraja de muchas cartas, pero las pocas que tiene pueden servir para ilustrar que también por acá se escribe bien, con mucho sol y polvo y obstáculos, es cierto, con muchas carencias y sin vida intelectual en las calles, también es cierto, pero sin el estrago de la ingenuidad o del telurismo chafa, las dos plagas más frecuentes en aquellas regiones donde todavía no sopla el viento del glamour literario.

Torreón, 27, noviembre y 2001.

* Texto leído en la mesa redonda "La geografía de la literatura contemporánea" celebrada dentro del Encuentro Nacional de Escritores en el marco de la xv Feria Internacional del Libro de Guadalajara.