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Renata Chapa
Licenciada en Comunicación por la UIA Torreón y maestra en Educación Superior con especialidad en Investigación. Actualmente es docente en el área de Historia y Comunicación del ITESM, Campus Laguna y colabora en la sección editorial de El diario de Chihuahua. |
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La perspectiva clásica de la historia indica que son cinco etapas las que catalogan la manera de pensar y de actuar del hombre: la prehistoria, la edad antigua, la edad media, la edad moderna y la edad contemporánea. Las características fenomenológicas que han servido como indicadores para determinar cuándo termina una etapa e inicia otra, manifiestan lo que en filosofía se denomina dialéctica: el enfrentamiento de dos (o más) posturas antagónicas que ofrecen como resultado el surgimiento de una tercera, distinta a sus antecesoras pero con rasgos afines a ellas (aunque hay quienes afirman que ninguna época finaliza del todo, porque nosotros somos el resultado o el summum de las etapas anteriores y, a manera de crisol, nuestra vida es una expresión resumida de todas ellas).
Teóricos de la historia y de varias disciplinas sociológicas sostienen que desde 1950 están dados los elementos dialécticos para el nacimiento de una nueva era. Para un grupo de estudiosos la edad cibernética, ciberespacial o tecnológica vendría a ser la sexta etapa; mientras que para otros, el nombre que mejor la describe es el de posmodernidad. Tales diferencias sobre la denominación de la edad en que ahora vivimos sitúa con precisión a los dos principales grupos que evalúan el rol de la tecnología en el mundo: algunos proclaman el boom tecnológico como principio rector y satisfactor básico de nuestras vidas y otros lo consideran decisivo en el proceso de anquilosamiento y alienación del intelecto y espíritu de los individuos. Si bien pudieran mencionarse innumerables títulos y autores de ambas corrientes, en este caso se recurre a dos de sus principales exponentes: Nicholas Negroponte, defensor y promotor de la tecnología, y Román Gubern, crítico y opositor de los efectos que tienen en la población las nuevas tecnologías de información. Dos ejemplos mínimos extraídos de su producción literaria sirven como evidencia suficiente.
En Ser digital (Océano, 1997), una de las obras más difundidas de Negroponte, el autor plantea la posibilidad futura de que productos computacionales (específicamente los pagers) sean desplazados por otros más especializados, los "agentes de interfaz", que tomen decisiones por cuenta propia basándose en el perfil particular de su dueño: "La idea es construir sustitutos de computadora que posean un núcleo de conocimientos, tanto sobre algo específico (un procedimiento, un área de interés, una metodología) como sobre el usuario con relación a ese algo específico (gustos, inclinaciones, etcétera)" (p. 169). Negroponte afirma que con mayor frecuencia, la gente "quiere delegar más funciones y prefiere manipular cada vez menos a sus computadoras" (p. 169), e imagina lo práctica y confortable que puede ser la vida si en el momento de tomar decisiones el "mayordomo digital" tuviera la capacidad de discriminar, de todas las fuentes de información posibles, los datos adecuados de los que no lo son y presentarle al usuario las opciones ideales.
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Román Gubern en El eros electrónico (Taurus, 2000) ahonda en el contexto arriba citado, y expone que la inquietud del hombre por intentar automatizar su pensamiento a través de medios artificiales no es reciente, sino milenaria: "el ábaco fue usado para efectuar cálculos por los griegos, romanos, indios, chinos y aztecas" (p. 79). Gubern explica que a mayor especialización de tales medios artificiales (habla específicamente de los años cincuenta, cuando "las computadoras pasaron de emplearse sólo para el cálculo numérico a utilizarse para el tratamiento de símbolos, como hace la inteligencia humana" (p. 81), y del nacimiento del concepto inteligencia artificial acuñado por John MacCarthy y desarrollado después por Marvin Minsky), mayores han sido las resistencias neofóbicas por parte de ciertos sectores de la sociedad.
Como sustento de sus juicios en torno a la inteligencia artificial, el autor español recurre al pensamiento de Descartes sobre la composición humana y afirma: "si las tres potencias del alma son la memoria, el entendimiento y la voluntad, la máquina simularía la primera de modo aceptable, intentaría reproducir (de modo conductista) la segunda, pero carecería de un equivalente a la tercera" (p. 84). Gubern esquematiza cómo se lleva a cabo el proceso de toma de decisiones en el cerebro humano a partir de los "deseos derivativos", y cómo éstos conducen a una infinidad de "submetas" para desencadenar inferencias y actos que se multiplican indefinidamente a partir de, por ejemplo, el "guiño de complicidad de un amigo. En las máquinas las cosas no ocurren exactamente así" (p. 86), por lo que la brecha entre las decisiones que pueda tomar una máquina y las tomadas por el ser humano es demasiado amplia. Además, insiste en que "los insuficientes conocimientos actuales sobre la anatomía y la bioquímica de las neuronas cerebrales no permiten todavía modelizar específicamente su actividad (...) estamos muy lejos aún de poder construir un neocórtex órbito-frontal electrónico" (pp. 86-87). Si a estos datos agregamos que "Jacob T. Schwarz, de la Universidad de Nueva York, ha calculado que el ritmo de la computación que se necesita para emular el funcionamiento del cerebro humano, sobre la base de neurona por neurona, puede ser tan alto como un millón de billones de operaciones aritméticas por segundo" (p. 87), o que "David L. Waltz, profesor de la Universidad de Brandeis, ha calculado que las mayores computadoras actuales no tienen más que un cuatrimillonésimo de la capacidad de memoria del cerebro humano" (p. 87), la presencia de "mayordomos inteligentes" en el mercado se torna polémica porque, como señala Negroponte, "mucha gente cree que es posible construir ese tipo de ‘agentes de interfaz’" (p. 169).
Otro caso en el que la discrepancia teórica se evidencia parte del ejemplo otorgado por Nicholas Negroponte cuando imagina lo que sucederá con los lectores de periódicos. Dice el autor que "hay otra forma de ver a un diario: como interfaz con las noticias. En lugar de leer lo que otros creen que son las noticias y lo que otros justifican como digno del espacio que insume, la digitalización cambiará el modelo económico de la selección de las noticias, hará que el interés personal de cada individuo desempeñe un rol más importante y utilizará incluso información que hoy es descartada en la sala de armado por considerársela de escaso interés popular" (p. 170). Como contrapartida, Gubern desarrolla el tema de la memoria y mantiene que "el hombre posee dos memorias, la genética -que es la propia de su especie y está inscrita en sus instintos y predisposiciones- y la adquirida, de naturaleza cultural o ambiental" (p. 90), y explica que ambos tipos de memoria, más la libertad de decisión que tiene el ser humano, provocan que las respuestas ante determinados eventos sean indefinidas (y con frecuencia erróneas). Sin embargo, continúa Gubern, "la memoria mecánica carece de libertad. La máquina no puede ‘pensar’ en aquello que quiera, sino en aquello que le ordena su operador o las instrucciones de su programa. La falta de libertad es un rasgo fundamental de la máquina que puede engañar incluso al usuario (...) produciendo en su operador una ilusión de libertad de elección, pero en realidad el usuario sólo puede elegir entre las opciones previamente decididas por el programador" (p. 92).
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Entonces, volviendo al ejemplo de Negroponte, si el usuario previamente dispuso al ordenador para que filtrara cierto tipo de datos periodísticos, y tomando en cuenta que sólo aquello que cumple con dicho perfil le será presentado por la máquina, el contexto cultural del usuario sigue siendo limitado, ya que las posibilidades de reflexión, interconexión, analogar y crear a partir de contenidos distintos queda nulificada por el proceso de discriminación establecido previamente por el mismo usuario. Ya lo dice Gubern: "las memorias de las máquinas son emocionalmente indiferentes a sus propios contenidos. La del hombre no lo es, ya que los sucesos teñidos emocionalmente ocupan un lugar especial en sus recuerdos" (p. 92).
Finalmente, Nicholas Negroponte es franco al escribir: "suelo hablar con mucho entusiasmo de mi pager inteligente, al que amo" (el énfasis es nuestro, p. 170). Por su parte, Gubern no es menos sincero al presentar la siguiente reflexión: "la emocionalidad está siempre presente (....) en las actividades humanas. Incluyendo, entre tales actividades, las relaciones entre el hombre y el ordenador, en las que este último suele aparecer de un modo antropomorfizado (...) Para algunos (...) la comunicación con la máquina es claramente tecnofóbica y carece de empatía (pero) en las sociedades posindustiales, mucha gente pasa más tiempo relacionándose con pantallas y teclados de ordenadores que con personas (...) para los adictos a la informática, su relación con la máquina no sólo es amistosa sino que puede llegar a ser erótica, en un tránsito del animismo objetual al fetichismo libidinal. De hecho, algunos usuarios no únicamente otorgan un nombre y una personalidad a su ordenador y le enganchan pegatinas sino que le atribuyen un sexo masculino o femenino" (pp. 104-105).
Sin la menor duda, los adelantos tecnológicos enunciados por Nicholas Negroponte son sopesados por Román Gubern, y ambos coinciden en que el despegue en dicha materia -de los últimos cincuenta años en adelante- es culturalmente apabullante. Al parecer, el abordaje que ambos exponentes realizan sobre ciertos temas (como la falta de sentido común en las máquinas) pudiera aparentar que, en resumen, los dos llegan a las mismas reflexiones aunque por diferentes caminos. Pero el eminente "enamoramiento" de Negroponte provoca que reflexiones críticas de suma importancia sean marginadas y quede planteada así una faceta parcial del fenómeno tecnológico. Por fortuna, textos como los de Román Gubern, basados en el pluralismo académico, después de presentar las ventajas y los puntos débiles del panorama tecnológico que impera en nuestros días, nos auxilian para sobrevivir en el oscuro panorama posmoderno o posindustrial a través del conocimiento humanista, único puente que entre pagers, mayordomos inteligentes y computadoras sofisticadas, con certidumbre, nos permitirá cruzar el umbral del desconocimiento, la falta de identidad y el anonimato.
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