Oscuridades
Guillermo Samperio
 

  Guillermo Samperio
Narrador. Ha colaborado en diferentes proyectos educativos, culturales y editoriales de algunas instituciones privadas, de la SEP y el INBA, en el que también ha fungido como director de Literatura. Son numerosas sus colaboraciones en diarios y revistas de América Latina, Estados Unidos y Europa. Desde 1974 suman ocho los volúmenes de cuentos que ha publicado, algunos de los cuales aparecen en las antologías Dos siglos de cuento mexicano (1979), Letras no euclidianas (1979), Jaula de palabras (1980), Josefina, badien die herren (1982), Los mejores cuentos mexicanos (1982) y Lo fugitivo permanece (1984). Su obra ha sido traducida al francés, inglés y rumano.

1. Oscuridad del individuo

a Eugenio Valle Molina, poeta de la niebla

El individuo es un ser interiorizado. Su memoria actual, la milenaria y la genética son un abismo de su interiorización. Otro, el más hondo y hermético, lo conforman el sistema de olvidos y el inconsciente, heredados. El primer abismo puede pasar a la claridad por medio de la rememoración, incluso del recuerdo sensorial; el segundo se mantiene en la oscuridad y sus manifestaciones son enmascaradas: símbolos, sueños, imágenes poéticas. Los olvidos lo son de sus lenguas primigenias y de las culturas que se extinguieron, o de las que dejaron vestigios apenas inteligibles. El inconsciente es el que manda las contraseñales, es el megasistema opaco, activo día y noche; el de las señales ciegas que la persona no distingue. La comunicación dentro de este universo interiorizado puede gestar estancias demasiado perturbadoras para sólo un individuo.

 

 

 

      De pronto, en la oscuridad más íntima, surge un miedo abstracto, sin asideros razonables. Un miedo hacia un algo, una entidad también abstracta. Casi miedo al miedo, círculo vicioso. Este miedo del individuo no puede más que vivirlo él; los otros, distantes de la sensación, no pueden darle demasiado auxilio. Encontrarse atrapado por el miedo al temor del miedo sucede en soledad. Por desgracia, la persona solitaria no logra dialogar consigo misma, ni ensimismarse. Está colocada en un nivel en el que no ve nada en sí misma. Ahí, el consuelo del otro no puede ser utilizado, porque ni ésta ni aquél saben a qué, o a quién, va dirigido el estímulo.
      En este borde del miedo indefinible, el individuo cae en angustia y pesadumbre a un tiempo. La interiorización se va haciendo más profunda. Se trata de una especie de depresión infestada del virus de angustia y ansiedad. Arriba de la congoja está el miedo y por debajo la posibilidad del terror. Debido a ello, el individuo se abandona en una abstracción más oscura. En sus momentos de mayor lucidez, su visión del mundo mantiene las variables de sus abismos.

 

      Muchos hombres no han podido evitar desbarrancarse dentro de sí mismos. Que sea un acontecimiento interiorizado no lo hace menos severo que un desbarrancamiento desde la cima de la montaña. Hay quienes miran ya desde la fosa o el ahogo del estanque. Esta oscuridad es terrestre y acuática. Vivos sin vida es lo que terminan siendo, desmoronados en la congoja. Algunos cargan la oscuridad por mucho tiempo, otros renuncian y se suicidan y unos pocos logran sacudírsela durante una súbita ebriedad de entendimiento.
      De los primeros, el poeta venezolano José Antonio Ramos Sucre (1890-1930), quien dice: "El estanque de mi contemplación se había mudado en un abismo". Hasta en la naturaleza aparece la misma melancolía: "El follaje exánime de un sauce roza, en la isla de los huracanes, su lápida de mármol". Y, en otra parte, confiesa: "Yo velaba en la crisis de la soledad nocturna", enamorado de la mujer ideal en un retrato del siglo xvii. Los suicidas transitan una vida breve, como la poeta argentina Alejandra Pizarnik (1939-1972), con una tristeza rebelde: "El viento me había comido/ parte de la cara y las manos./ Me llamaban ángel harapiento./ Yo esperaba". Y lo dice más claro aún: "En la mano de un muerto,/ en la memoria de un loco,/ entre las uñas de un animal sagrado, quisiera vivir siempre".
      Entre los que consiguieron desembarazarse de tajo de la ebriedad mortal, se encuentra el francés Arthur Rimbaud, cuyo poemario Temporada de infierno es la visión súbita de la vida en la muerte, donde no hay esbozo de futuro: mirar el derrumbe detrás de la fachada: "Recorramos de nuevo los caminos de aquí, cargado con mi vicio, el vicio que ha hundido sus raíces de sufrimiento a mi lado, desde la edad de la razón -que sube al cielo, me golpea, me derriba, que me arrastra-". Y más adelante: "Es el fuego que se levanta con su condenado". Rimbaud, quien viajó a la muerte, como Ramos Sucre y Alejandra Pizarnik, pudo sobrevivir a la oscuridad ominosa. Pero los tres poetas experimentaron la vida de la muerte, interiorizados en lo más profundo de sus abismos. Al expresarlo, iluminaron la oscuridad mayor de los individuos que se suicidaron y de los que pronto habrán de precipitarse.

 

 

2. Oscuridad social
Es previsible suponer, dentro de las edificaciones abandonadas, seres pardos, almohadanosos, arrastrándose, en el instante perpetuo de casi morirse, pero hay jadeo obsceno, una baba pútrida, una presencia turbia que desvela a tales habitantes, recargados tras las puertas de la oscuridad de lodo. Y aún reconocer que bajo los pisos, hacia los sótanos y las escaleras que llevan al enorme túnel, aguardan especies de hijos malparidos de Lucifer. Y más abajo la luz calcinante de los ínferos y sus bestias cuneidales. Así podríamos presuponer el subsuelo sobre el que nos desplazamos, inocentes. Rutinarios, a veces contentos. Las bromas, los chistes.
      Sin embargo, estas sórdidas formas no presentan una faz precisa; su posible amenaza viene de su indefinición, sus maneras sugerentes, de su ambigüedad. Digamos que se trata de una antecámara de lo desconocido. En ese instante azaroso en que vas a dar el paso al abrazar a lo desconocido, sobrevienen las figuraciones del miedo y a veces las del terror. Cuando has terminado de dar el paso, se puede confirmar la alucinación, ser una variable, o algo muy diferente, como un árbol de plata dando frutos.
      Pero encima de estos pánicos, borbotean los de los hombres. Es la opacidad social donde cualquier circunstancia terrífica puede suceder. Es la oscuridad de la traspuerta, bajo la mesa, por la espalda. En esta instancia de los hombres, habitan las clandestinas peleas a muerte de perros, la violación múltiple de una adolescente que termina degollada; un cuerpo que es despedazo y cuyos trozos andan por distintas zonas. Un narcotraficante con el rostro desfigurado por 300 tiros de alto poder, actos tribales donde se sacrifican jóvenes a través de un proceso de tortura ritual. Cadáveres de personas que fallecieron de hambre; los prostíbulos secretos de sadomasoquismo y los opiarios de ultratumba. Laberintos de criminalidad dentro de otros laberintos. Esqueletos de personas que pudieron curarse; muchos padres y madres, maestros y sacerdotes, violando a sus hijos y discípulos en una oscuridad de tensión y crueldad. Las fiestas exclusivas del éxtasis juvenil donde se metamorfosea la sexualidad.
      Algo así es la antepuerta de la edificación pútrida de entrañas y materias fecales. Su frontera a veces no es muy precisa y en ocasiones una extremidad del submundo sale y se introduce en un brazo que sostiene una pistola de 9 milímetros sobre la nuca del secuestrado y explota el tiro volviéndose un aspersor sanguíneo. Quizá el humor de una perversión es inhalado por el hombre que penetra el sexo del cadáver de una mujer que otro humor perverso estranguló. O el alma sebosa de uno de los seres recargados tras la puerta de la oscuridad de lodo, esa alma fétida se apodera de un edificio de oficinas del ministerio público, donde van a dar personas que se harán ancianas esperando las resoluciones, rodeadas de individuos con aspecto de ave o lobeznos. O entra en la habitación de tortura donde una mano del inframundo mete una cabeza en una cubeta llena de mierda y, en la celda de junto, le están introduciendo botellas a un cuerpo casi inerte.
      Los márgenes, pues, entre la vida del subsuelo y la del primer nivel del suelo, la de los hombres, no son muy precisas. O a la inversa, el individuo de ojos torvos se detiene ante la edificación abandonada, sube las escaleras de limo, entra en una de las habitaciones y se abraza al ser almohadanoso de baba pútrida; se amamanta de las ubres ulcerosas, tragando un líquido negro. El individuo desanda sus pasos, regresa a su casa, ensambla con habilidad una arma corta, entra al desayunador y abre fuego contra su mujer, sus hijos y su suegra; el individuo se hunde el cañón en el paladar y deja libre la descarga. Una mujer sale de otro edificio abandonado y llega a un hotel: en el cuarto la esperan cuatro adolescentes. La mujer les inyecta morfina de corcholata, pasa a otra habitación y hace lo mismo con siete muchachas; a medida en que la mujer avanza, el hotel es más bien un internado. Los brazos y piernas de niños y adolescentes ya no tienen venas donde inyectarles. Tal vez en esta irreversible oscuridad social, hayan metido sus patas los hijos malparidos de Lucifer.

 

 

3. La otra oscuridad

a Jaime Avilés, Herman Belinhausen, general
Francisco Gallardo, Aquiles Magaña y Nino Canún

Cuando se empezaba a utilizar en México la palabra ecología, tuvimos el escritor Carlos Chimal y yo una plática sobre el futuro de ciudades como la del Valle de Anáhuac. Leíamos entonces, tal vez por el 79, a los profetas ingleses de la física y la biología, de la corriente no catastrofista. Hablaban de una crisis energética, con altas cifras de mortandad, a cien años, si el consumo de energía se mantuviera.
      Carlos y yo supusimos que si se expandían la alta tecnología y la calidad total, la proyección de los ingleses se reduciría en la misma medida. El crack energético empezaría por las grandes concentraciones de población del llamado tercer mundo; de paso, serían las regiones de las guerreras disputas planetarias. La ciudad de México comenzaría a vivir, con mayor frecuencia, en la oscuridad; sólo circularían aquellos vehículos de utilidad social, como las ambulancias, o los transportes de abasto. Las ratas en su magnificencia. Iría siendo abandonada día tras día, luego de haber enterrado a sus muertos, prospectos de cadáveres ellos mismos. Sólo algunos grupos e individuos aislados, hábiles, ingeniosos, sobrevirían dentro de un cascarón semihabitado.
      Nos dijimos, Carlos y yo, que deberíamos irnos preparando para aquellos momentos. Buscar no sólo alternativas de reproducción de energía, sino también instruirse, en lo individual y en lo colectivo (educación), para las circunstancias futuras. Desde incrementar las potencialidades intuitivas hasta las telepáticas. Alguno de los ejercicios que ideamos fue el de la oscuridad: moverse con facilidad dentro de una casa oscura, identificar objetos; percibir, pues, con los sentidos dilatados.
      Al año siguiente, me topé con un relato del escritor uruguayo Felisberto Hernández; su protagonista, hombre excéntrico y adinerado, organizaba convites donde, después del café y el degustativo, los comensales debían entrar en una habitación oscura. Sobre mesas, dispuestas como tablero de damas, el hombre extravagante colocaba una serie de objetos con el fin de generar nuevas sensaciones del tacto que palpa diversas formas, texturas, consistencias, dimensiones. Aunque a Felisberto se le atribuye influencia surrealista, pensé que su relato atendía, desde la visión de Carlos y mía, una necesidad realista a futuro, entre el hoy y la virtualidad de lo real. La coincidencia no me desagradó y me empujó a intentar algunos ejercicios y, de paso, perderle un tanto el miedo a la oscuridad, a lo desconocido.
      Durante la semana de muertos fui a dar un curso literario a Erongarícuaro, Michoacán, al lado poniente del lago de Pátzcuaro, a un lugar de nombre El Molino, organizado por el guía Peter Smith. Me quedaba a dormir en plena soledad en una casa de madera; se decía que en la recámara del lago, frente a la mía, habitaba una fantasma. Las noches eran de una oscuridad nítida, plena, sin en el maquillaje de la ciudad, las sombras más prietas y sugerentes. Después de releer el libro de González de Alba sobre el 68, cerca de la media noche, apagaba las luces, recorría las casa varias veces, incluido el cuarto de la mujer fantasma. Descorría un cerrojo de gancho, abría la puerta de madera aún tibia e iba al huerto. Los árboles eran presencias invisibles, guarecidos en su opacidad y mi espíritu distendiéndose. Llegaba a un pastizal hasta la cerca, a unos metros del lago, donde escuché sus rumores y las respuestas del viento atravesando la humedad. Allí la negrura era total.
      Luego de siete días, me sentí testigo de la noche. Entendí que en las centurias anteriores a la invención de la luz eléctrica, los vínculos de la gente con la oscuridad eran más profundos. Los sentidos tenían la costumbre de percibir más fino: en la nocturnidad se olían problemas, se escuchaban amores, se sentían ausencias, se decían verdades definitivas; los signos del más allá de lo brumoso. A mi regreso, pregunté a cien personas sobre la oscuridad. Más del 90% llevaba alguna forma de mala relación con ella. Debían prepararse para el crack energético. Por mi lado, de vez en cuando me encuentro conmigo mismo en la oscuridad.