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Certamen Ser hombres y mujeres para los demás
Padre Pedro Arrupe,
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general de la Compañía de Jesús y la
inspiración trinitaria del carisma ignaciano
Delfina Moreno Landeros
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DELFINA MORENO LANDEROS
Profesora de tiempo de la licenciatura en Derecho de la
UIA Torreón. Con este ensayo, bajo el
seudónimo de "Magis", obtuvo uno de
los dos primeros lugares en el certamen Ser hombres y mujeres
para los demás. |
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En el número 17 de
Acequias se publicó uno de los dos primeros lugares del certamen de ensayo
Ser hombres y mujeres para los demás con el título "Pedro Arrupe, s.j., un conquistador de almas
del siglo XX" escrito por Jandir Damo y Marta Luciane Feustler de Carvalho, cuyo nombre omitimos y
a quien a través de este medio, pedimos una disculpa.
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INTRODUCCIÓN
Cuando vi la convocatoria para un trabajo sobre el padre Pedro Arrupe, me
entusiasmé porque es un personaje muy importante
para mí. Fue un hombre que dejó huella en
la Compañía de Jesús y en muchos amigos de
la misma; dio su vida y legó una herencia valiosísima que nos sirve a todos para
nuestro crecimiento espiritual. En su vida de
jesuita siempre ofreció testimonio de amor a Dios,
a Jesús y a su Reino. Mantuvo un sentido
de compromiso humano digno de imitar.
Durante los años que tengo de estar
cerca de la Compañía de Jesús he conocido a
muchos jesuitas que me han enseñado a
crecer tanto humana como espiritualmente, y les agradezco infinitamente todo el apoyo
que me han dado. Una de las cosas más
significativas que he recibido es la experiencia de
los Ejercicios Espirituales Ignacianos y a través
de ellos, he crecido en mi espiritualidad y también me he dado cuenta de la
importancia que para el padre Arrupe tuvieron este
tipo de experiencias con Dios.
Creo que compartir la riqueza de su vida y lo que su enseñanza nos legó, será
una pequeña muestra de lo que significa en
mi vida. Espero que cada día podamos amar
más a Dios, a Jesús y a su Reino a
través de una semblanza de lo que es y sigue siendo el
padre Arrupe.
Para muchos lo que aquí aporto
será conocido, para otros constituirá un
medio para descubrir al hombre que vivió para los
y las demás, y para mayor gloria de Dios.
¿QUIÉN ES EL PADRE PEDRO ARRUPE?
El padre Pedro Arrupe nació en Bilbao, en
la región vasca de España el 14 de
noviembre de l907. Fue el quinto hijo de los señores
don Marcelino Arrupe y doña Dolores Gondra
de Arrupe. Teniendo como hermanas mayores a Catalina, Margarita, María e Isabel. Al
día siguiente de su nacimiento fue bautizado
en la basílica-catedral de Santiago el Mayor.
A los ocho años de edad muere su madre. Ese mismo día conoce al primer jesuita en
su vida, quien le habla de la Madre de Dios, y en ese momento es cuando entiende
profundamente quién es nuestra verdadera
Madre. Don Angel Basterra, estaba al frente de la Congregación de María Inmaculada y de
San Estanislao de Kostka en Bilbao, donde pronto ingresaría Pedro. "Mi familia estaba
muy unida -dice Arrupe- era muy tranquila y de patriarca, tradicionalmente católica. Yo
me sentía muy feliz. No había problemas.
Íbamos juntos a misa y reinaba una atmósfera
de confianza total".1
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A los 11 años ingresó a la
Congregación Mariana que dirigía el padre Basterra. A
los 16 se va a Madrid a estudiar medicina,
allí tiene su primera experiencia con la
injusticia: se hace socio de las Conferencias de San
Vicente de Paúl, motivo por el cual visita
suburbios de la ciudad y entra en contacto
directo con la injusticia. "Aquello -escribe
Arrupe- lo confieso ingenuamente, fue un mundo nuevo para mí. Me encontré con el
dolor terrible de la miseria y del abandono.
Viudas cargadas de hijos, que pedían pan sin
que nadie pudiera dárselos. Enfermos que mendigaban la caridad de una medicina...
Y, sobre todo, niños, muchos niños,
medio abandonados unos, maltratados otros, insuficientemente vestidos la mayor parte, y
habitualmente hambrientos todos".
Y así van transcurriendo sus años de
universidad, entre el aula, las horas de estudios
y la asidua visita a los suburbios. "Fue un beneficio inmenso de Dios. Ni el estudio
ni las diversiones pudieron nunca borrar el indeleble trazo afectivo que aquella visita
a Vallecas había dejado vigorosamente estampado en mi alma. Estuve a punto de
cruzar mi juventud sin saber remontarme a lo alto. Sólo porque Él quiso, pude detener mi
marcha para orientarla en una nueva dirección".
A los 19 años pierde a su padre. Miraba
a través de las lágrimas una escena
desoladora: sus hermanas alrededor del lecho de
don Marcelino. Con toda la vida por delante, se había quedado solo, sus hermanas le
miraban sollozando y se abrazaban de él, como la
única esperanza, la única ilusión y soporte de
la familia. "Un día triste, que recordaré
siempre con dolor hondo de la pena más grande.
Mi padre nos dejó para volar a Dios. Fueron
unos momentos de sollozante angustia,
mitigada tan sólo por la caricia dulce de la fe".
"Pasados los primeros días de luto,
decidimos marcharnos todos a algún lugar
tranquilo en el cual poder pasar, sin molestias,
aquel primer verano en que no había de
acompañarnos nuestro padre. Después de la
madura deliberación optamos por ir a Lourdes.
Una de las primeras cosas que conseguí
-cuenta Pedro- a pesar de no tener terminada mi carrera de médico, fue que me otorgasen
un carnet especial para poder estudiar de cerca a los enfermos que, por medio de la
Virgen, buscaban su curación, o a los que, después
de sanar menos repentinamente, testimoniaban con su salud que habían recibido la gracia
del milagro".
Arrupe tuvo la fortuna de ser testigo de excepción de tres supuestos milagros en
aquel mes de julio de 1926. Nunca olvidaría
aquella experiencia. Ese verano se quedaría
grabado en su imaginación y en su alma. Tras las
vacaciones Madrid parecía distinto. Volvía a
la gran ciudad con una nueva sensación de orfandad, ya no le quedaban raíces tras
la muerte de su padre y, al mismo tiempo, estaba con las pupilas llenas de aquellos
seres humanos que habían reencontrado la vida
en Lourdes.
"Mi decisión -comentaría con los
años- se fue fraguando de una manera que hoy resulta imposible precisar con exactitud.
Fue lenta, fue fruto de una evolución que
iba madurando impresiones pasadas". Y así, el
10 de enero de l927 entra al noviciado de la Compañía de Jesús. Sin perder nunca su
jovialidad y alegría, en el estricto
horario de novicio encontraba tiempo para hacer
más oración. Tenía un conjunto de
cualidades muy grandes para unir lo natural y lo
sobrenatural, la alegría y la virtud religiosa:
El noviciado es ante todo escuela de oración. La
oración del apóstol, del hombre que ha de volcar
toda su existencia en evangelizar, de una u otra
forma. Esto exige una auténtica experiencia personal
del que ha de ser anunciado, un amor personal
a Jesucristo persona, Dios y hombre verdadero. Sin
este amor no hay hombre de tercer manera de
humildad, que es el prototipo ignaciano de hombre
en el que el ideal de la caridad evangélica llega a su
cota máxima.
Era sin duda la experiencia vivida por el propio Pedro Arrupe durante sus dos años
de noviciado. Desde aquel momento, el amor a la persona de Jesucristo y la vida de
oración se convertirían en dos características
permanentes del estilo del joven jesuita.
En el año de 1933 fue enviado a Valkemburg, donde durante su última etapa de
estudios jesuitas de teología, recibe una
formación especializada en moral médica. Se
acercaba la fecha de su ordenación sacerdotal y
en noviembre escribía emocionado: "He
comenzado ya el curso práctico de liturgia,
esto significa lo cerca que está mi ordenación".
La cual se realizaría el 30 de julio de 1936
en Marneffe, Bélgica. Desde los primeros
días del sacerdocio, el padre Arrupe comenzó
a vivir su especial devoción en las
celebraciones muy prolongadas de la misa.
En l936, a principios de septiembre, recibe un telegrama en el que su superior
le comunica que ha sido destinado a Estados Unidos, donde permanecerá hasta 1938.
Allí, en Claveland, hace su Tercera Probación y
la termina el 30 de junio de l938. Después
de dos meses es enviado a Japón. El día 30
de septiembre inicia su viaje a Oriente.
"¡Dios mío!, ¡qué emoción la que sentí
entonces!, sentí la debilidad terrible de las
grandes emociones y lloré. Fue una de las pocas
veces que lo hice siendo hombre".
¡Por fin en Japón! La tierra
prometida ante sus propios ojos... En aquel
momento, apenas podía pensar. Pero sentía y oraba.
Y oró mucho con pocas palabras, poniendo toda el alma en cada una de ellas. Le
entregó todo a Dios, sin condiciones, rogándole
al mismo tiempo que hiciera irrevocable su generosidad. Entraba en un mundo
nuevo, donde se le impondría una dura
inculturación, se abrirían facetas sorprendentes en
las que encontraría desafíos insospechados
para él en aquellos momentos.
Me acordé de lo que había sido mío: mi pasado, y
quise romper con él para consagrarme definitivamente
al futuro que hasta entonces no me había
pertenecido: el Japón. Y en un ansia infinita de
superación y total entrega, le supliqué al Señor que
me mantuviese siempre vivo el fuego sagrado de
aquellos momentos que me hacían sentirme fuerte
para todos los sacrificios y todos los heroísmos.
Dios escuchaba aquella mañana de
otoño de l938 la oración del padre Arrupe,
porque en aquellas islas haría realmente su
vida. Yokohama será uno de los kairoi o
momentos cumbres de salvación en su vida, y punto
de referencia para sus encuentros con Dios en la oración.
Lo más llamativo de este período es
el interés del padre Arrupe por la
inculturación, cuando esta palabra ni siquiera existía en
el vocabulario. El jesuita estaba entrando en una cultura que al cabo de los años
fascinaría a amplios sectores del mundo
occidental interesado por Oriente.
Para 1942 el padre Arrupe era maestro de novicios y rector de varias comunidades
de estudiantes de filosofía y teología.
Mientras, la vida del noviciado seguía su curso.
¿Cómo era entones Pedro Arrupe?: su frente se
había hecho más despejada y había crecido,
ampliando su calva, lo que daba a su perfil y a su cabeza
un mayor parecido con san Ignacio de Loyola.
Estando en Hiroshima, el 6 de agosto de l945 estalla la bomba que destruye la
ciudad dejando un triste espectáculo en el que
no encontró nada. Fue un dolor tan grande
que marcó su vida para siempre. Años más
tarde evoca así aquel momento irrepetible:
En realidad, el ambiente no era propicio en la
celebración de la misa. La capilla medio destruida,
estaba repleta del estremecimiento de enfermos que
yacían en el suelo, acostados unos junto a otros,
sufriendo atrozmente y retorciéndose de dolor.
Comencé como pude la misa en medio de aquella
masa humana que no tenía ni la menor idea de lo
que sucedía en el altar. Jamás olvidaré la terrible
impresión que tuve cuando volví hacia ellos al
Dominus vobiscum (entonces se decía la misa de
espaldas a la asamblea), y contemplé aquel espectáculo
desde el altar. No podía musitar palabra y
quedé como paralizado con los brazos abiertos,
contemplando aquella tragedia humana: la ciencia
humana, el progreso técnico, empleados para destruir
al género humano. Me miraban con los ojos
llenos de angustia, de desesperación, como si esperaran
que desde el altar les llegara algún consuelo.
¡Qué escena tan terrible!
Nunca he sentido como entonces la soledad de la
incomprensión pagana hacia Jesucristo. Su Salvador
se encontraba allí, el que había dado su vida
por ellos... "pero no sabían que se encontraba en
medio de ellos". Yo era el único en saberlo. Una
oración por aquellos que habían tenido la crueldad
salvaje de lanzar la bomba atómica salió espontáneamente
de mis labios: "Señor, perdónales porque
no saben lo que hacen", y por los que yacían junto a
mí, retorciéndose de dolor: "Señor, concédeles la
fe..., para que vean; dales la fuerza de soportar su
dolor". Cuando elevé la hostia ante aquellos cuerpos
heridos y destrozados, un grito salió de mi
corazón: "Señor mío y Dios mío, ten piedad de este
rebaño que no tiene pastor. Para que crea en ti
Señor, acuérdate que ellos también tienen que
llegar a conocerte".
Al concluir la misa, Pedro y sus
compañeros se reunieron para pensar qué hacer.
Aquellos días se quedaron grabados en la
memoria del padre Arrupe que contaría sus
experiencias una y otra vez a miles de personas que
se apiñaban en sus diversas giras por el
mundo para oír al superviviente de Hiroshima.
En 1950 es elegido para representar a la viceprovincia japonesa en la Congregación
de Procuradores. En ese tiempo el padre general le concede el permiso para hacer un
viaje alrededor del mundo. En l954 es colocado al frente de los jesuitas del Japón, con el
cargo de mayor responsabilidad: viceprovincial. Se inicia con ello la "explosión" de Arrupe
en cargos de gobierno, la primera "onda explosiva" en el orden espiritual después de
su experiencia en Hiroshima. "Comenzaba a surgir -había escrito- un mundo
nuevo". Con el tiempo a él le iba a tocar remar en
el centro mismo de la galerna.
El padre Pedro Arrupe toma el timón de la Compañía de Jesús en Japón. Su tarea
no era nada fácil. Fue el día de San
Francisco Xavier de l954. En sus viajes por lo general
es acogido con interés y simpatía. Vívido
conferenciante, salpicaba de anécdotas, sentido
del humor y entusiasmo sus charlas, que enfocaba, como siempre, desde un
fundamentado interés humano y desde su carismático
sentido evangélico, hacia los temas japoneses.
"El padre Arrupe fue un visionario, un profeta, un apóstol, mezcla de Pablo, de
Javier y de Ignacio. Era un hombre vitalmente convencido de su misión y que se sentía
visceralmente obligado a realizarla sin negarle
un momento de su vida. Tenía una fe inconmovible. En ella se apoyaba. Ella lo
impulsaba. De ella sacaba fuerzas para trabajar
sin descanso."
En 1958 muere el papa Pío XII y empieza un nuevo período con el papa
Juan XXIII, quien inicia el Concilio Vaticano II, de
vital importancia para la iglesia, marcando el cambio total de su empolvado interior. El 3
de junio de l963, muere Juan
XXIII y es electo Paulo VI, quien reanuda el
Concilio Vaticano II que había sido suspendido por
la muerte del papa, y lo concluye en 1965.
El 5 de octubre de l964 muere en Roma el padre Juan Bautista Janssens,
prepósito general de la Compañía de Jesús. El 22
de mayo de l965 en la XXXI Congregación
General, después de una celebración
eucarística con la presencia de más de 200 jesuitas,
el padre Pedro Arrupe fue elegido como nuevo general de la Orden, ocupando el
vigésimo octavo lugar después de su fundador,
san Ignacio de Loyola. Algunos de los
periódicos internacionales hacían comentarios
como éste: "Hombre de cabellos blancos,
figura ascética, conocido por varias cualidades,
no todas espirituales. En los círculos vaticanos
es tenido por un administrador idóneo y
hábil... Aunque los jesuitas españoles son, por
cierta tradición, conservadores, el padre Arrupe
es considerado liberal y puede comparársele
con el difunto Juan XXIII" (New York Times).
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OBRA
Arrupe no había cambiado. Seguía
levantándose antes que las gallinas y trabajando
hasta bien avanzada la madrugada. Continuaba orando durante largos periodos y
habilitó para ello un cuarto contiguo a su
despacho como capilla al estilo japonés para la
meditación y concentración.
Su agenda no tiene resquicio libre. Entre las miles de cartas, entrevistas, sesiones
de trabajo, encuentros con personalidades, discursos e intervenciones, nunca faltan
los periodistas que comienzan a fascinarse con las declaraciones del nuevo general:
vivo, rápido en las contestaciones, sin el
típico miedo a la información de muchos
eclesiásticos, y con una clara visión del futuro.
Arrupe revelaba sintéticamente su
talante: fe en el hombre, en todo hombre, creyente
o no; actitud de diálogo, necesidad de amor,
y, como consecuencia, compromiso con la justicia y la paz. Esa fe la traduce en optimismo:
"Sí, tengo plena confianza en la semilla
que Dios ha esparcido en el hombre".
El día 27 de septiembre, hablando sobre el ateísmo, intervino en el Concilio
Vaticano II y comenzó diciendo: "El esquema sobre
la Iglesia en el mundo moderno es digno de alabanza por intentar dar soluciones a
los problemas actuales, pero temo que tales soluciones y especialmente lo contenido en
el número 19 sobre el ateísmo
ciertamente contra la intención de los redactores
queden todavía excesivamente en el plano
intelectual". Arrupe afirma que "el ateísmo no
es un problema exclusiva o primariamente filosófico, sino vital".
Pero más importante que sus viajes y contactos es que, desde el primer
momento, algo queda claro en la actitud del general:
la persona es más importante que la obra. El
ser humano está por encima de la institución.
En la mano tendida, en la mirada sincera y en la sonrisa de Pedro Arrupe, cuyo perfil
parecía casi un calco, incluso físico, del propio
fundador Ignacio de Loyola, todos advertían
por encima de un superior, la cercanía
entrañable de un hermano, de un amigo. Y cada
jesuita que empezaba a tratarle en cualquier parte del mundo ya podía decir con una
extraña certeza interior: "A mí me quiere el
padre Arrupe".
Después del Concilio Vaticano II dirige una carta a los jesuitas de América
Latina, donde tendrá que aplicar el espíritu del
Concilio, y dentro de sí llevaba ya el gran
tema evangélico, que iba a ser fuente de
conflictos en su generalato: la preocupación por
la justicia. El padre Arrupe sabía que la
insolidaridad y la injusticia eran desafíos
urgentes para un hombre de fe abierto al futuro.
Por eso, el 12 de diciembre, fiesta de la Virgen de Guadalupe, se decidió a
escribir una carta a los jesuitas latinoamericanos
con el fin de sacudir sus conciencias y alertarlos ante las exiguas realizaciones en el campo
de la justicia social. Entre otras cosas dice:
"La Compañía de hecho no está orientada
hacia el apostolado a favor de la justicia social;
ha estado siempre enfocada, conforme a una estrategia justificada fundamentalmente
por condiciones históricas, a ejercer un
impacto sobre las clases sociales dirigentes y la
formación de sus líderes; y no precisamente
sobre los factores de evolución, que hoy fuerzan
la transformación social". La carta es fuerte
y exigente. Pedía coraje para tomar
decisiones; declaraba que la Compañía está al servicio
de todos los hombres, pero con preferencia a los más pobres; pedía que el lenguaje no
fuera hiriente, áspero o demagógico; pero, al
mismo tiempo, que nadie se maravillara si la verdad no le gustaba a todos. Decir esta
verdad iba a traer problemas, pero había que
poner la fuerza en Cristo. Para ello, pedía un
ejemplo de vida austera y testimonial, recordando "que la justicia social no satisface con
limosnas, sino facilitando a todos el desarrollo
de su personalidad".
Era una llamada revolucionaria, que iba a poner en crisis la existencia de muchas
actividades, sobre todo de los colegios, y que no iba a ser bien entendida por todos. Pero
quizá lo más nuevo y valiente en ese texto era
reconocer públicamente que los jesuitas
también pecan.
Contra el racismo en Estados Unidos exhorta a los jesuitas a trabajar en el seno
de las minorías raciales. Y propone los
siguientes métodos de lucha: estudiar a fondo el
problema, formar jóvenes para el trabajo,
favorecer las vocaciones de negros, la integración de
las escuelas y otros ámbitos, contratar con
empresas que observen las nuevas leyes respecto a los negros, creación de residencias de
jesuitas en los barrios negros, nombrar un
director jesuita estable en cada provincia para el apostolado interracial.
En abril de 1968, en Brasil, se siente cercano a aquel famoso obispo, don
Helder Cámara, por su mentalidad tan parecida. Brasil, un país casi del tamaño de
Europa, preparaba el terreno a las famosas comunidades de base y a lo que
ya comenzaba a llamarse "teología de
la liberación". Allí les dirige una carta a
los jesuitas de América Latina, la cual
comenzaba a constatar la situación de injusticia
que asolaba al continente: "Las poblaciones urbanas y rurales crecen en proceso
acelerado. Las poblaciones indígenas se
encuentran en una discriminación racial de hecho."
Temas predilectos de Arrupe como el
aggiornamento, el valor de lo humano en sí mismo, la vitalidad e idealismo de la
juventud, el ateísmo y la defensa del padre
Teilhard de Chardin ocuparon muchas de sus respuestas a los representantes de la prensa.
Sobre los ateos insistió en su tesis de que
muchos buscan la felicidad y dan soluciones a la
vida que presuponen la existencia de Dios.
"De hecho ellos están buscando a Dios,
aunque sin saberlo".
Arrupe enfoca así el problema de la juventud:
Hoy se nota una gran efervescencia. Esto la juventud
lo siente de verdad. Y siente su porvenir. Y
todo esto es universal, en todo el mundo... Aparte
de todas las maquinaciones políticas que detrás de
eso puede haber, no cabe duda de que ahí se está
capitalizando un "no" de la juventud a un orden
que ellos no aprueban. Y éste es el gran problema
que hoy los dirigentes del mundo, políticos y no
políticos, tienen que pensar. Por eso, esta juventud
tiene necesidad de gente que piense con toda apertura
y con toda energía y con toda audacia, que
presente los problemas y los trate de resolver.
El general tendrá siempre, cada día,
al Señor pared de por medio, al mismo
Señor que pudo entrar a través de las puertas
cerradas del cenáculo, que se hizo presente
en medio de sus discípulos, que de modo
invisible habría de estar presente en tantas
conversaciones y reuniones de mi despacho.
"La llama capilla privada del general. ¡Es cátedra
y santuario, Tabor y Getsemaní, Belén,
Gólgota, Manresa y la Storta! Siempre la
misma, siempre diversa ¡Si sus paredes
pudieran hablar! Cuatro paredes que encierran un altar, un sagrario, un crucifijo, un
icono mariano, un zabutón (cojín japonés),
una lámpara. En esta Catedral -comenta
más abajo el padre Arrupe- se celebra el acto
más importante de toda la vida cotidiana: la
misa. Cristo es el verdadero y sumo sacerdote, el Verbo hecho hombre. Es divino caber en
lo pequeño y no caber en el Universo... Unido
a Jesucristo, yo, sacerdote, llevo también
conmigo a todo el cuerpo de la Compañía de Jesús".
La opción por la justicia, fue el
segundo gran tema de la Congregación General
XXXII. Quien ha seguido paso a paso la vida del padre Arrupe hasta este momento, sabe
hasta qué punto este compromiso con los
más pobres, desposeídos y marginados ha
sido una constante preocupación de su
trayectoria humana y cristiana. Tras un largo debate,
la Congregación emitió un decreto que no iba
a ser letra muerta en el futuro de la
Compañía de Jesús: Nuestra misión hoy: el servicio de la fe
y la promoción de la justicia tiene incluso
un estilo de redacción nuevo, diferente,
más cercano a la sensibilidad actual.
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LA INSPIRACIÓN TRINITARIA
DEL CARISMA IGNACIANO
Lo más indiscutible de esta historia es
que Arrupe nunca pone en duda la obediencia del cuarto voto al papa, que él
considera "principio y fundamento de la Compañía
de Jesús". Es más, el jesuita afirma que "el
Santo Padre es el Superior supremo de la Compañía". Y esto con la mayor sinceridad: "El
Papa representa a Jesucristo: debemos amarle, debemos defenderle, debemos estudiar y
aplicar su doctrina". Ahora bien, Arrupe matiza:
Esto no impide ciertamente que tengamos tam-
bién, según san Ignacio, el deber de "representa
ción"... Nuestra obediencia no es pasiva; tenemos
la disponibilidad de personas libres. Pero es cierto
que, como jesuitas, una vez todas las representaciones
hechas, practicamos una obediencia evangélica;
es Jesucristo quien, a través de su Vicario y los superiores
de la Compañía de Jesús, nos envía: dimensión
apostólica fundamental. Todo interviene aquí:
el amor trinitario, la fidelidad a Jesucristo, el amor
a la Iglesia, el discernimiento, la disponibilidad y la
movilidad, la lealtad; tal es la concepción ignaciana.
El padre Arrupe vivió una espiritualidad profundamente trinitaria, a semejanza de
san Ignacio de Loyola, en quien se inspiraba. Desde que san Ignacio tuvo una visión
de Dios Trinidad junto al río Cardoner, toda
su vida y obra estuvo marcada por esta experiencia. Los
Ejercicios Espirituales, que empezó a escribir en la cueva de Manresa,
reflejan patentemente su amor a la Trinidad de
Dios. En la primera meditación y en la última se
da a conocer un Dios que crea con amor al ser humano y lo destina para amar y
servir. Derrama sus bienes "como el agua de
la fuente" e invita a corresponder con el
mismo amor. El Padre, por tanto, aparece como creador y su amor, siempre presente, sirve
de telón de fondo durante todos los ejercicios.
El Hijo del Padre, Jesús, el Salvador,
surge en el escenario de los Ejercicios... como el actor principal de las meditaciones
ignacianas. En ellas lo contemplamos detenidamente, siempre buscando conocerlo
interiormente, para llegar a amarlo y seguirlo. Así,
militando bajo su bandera podremos acompañarlo en los trabajos, en la pena y en
la alegría. Esta identificación con Jesús se
logra, sobre todo, en las últimas semanas de
los ejercicios.
Y ahora nos preguntamos dónde aparece el Espíritu Santo. San Ignacio lo descubre
en lo que él llama discernimiento
espiritual; es decir, el Espíritu está en esas
experiencias religiosas que rebotan en el alma,
como resultado de la búsqueda de Dios y su
voluntad. Las emociones, mociones y pensamientos
que acompañan este camino de fe
son objeto de una lectura para captar en eso lo que Dios quiere del ejercitante. De ahí
la necesidad de una introspección fina, registrada en la oración y en el examen
de conciencia. Las 22 reglas que san Ignacio pone en los
Ejercicios... para manejarse en el discernimiento, sirven de guía para
dejarse iluminar por esa voz interior del
Espíritu Santo.
Este horizonte trinitario de la espiritualidad ignaciana es plenamente incorporado
a la persona del padre Pedro Arrupe, que es un hombre de Dios, un ser para los demás,
para amar y servir. Hombre que posee un conocimiento interno de Jesús a quien quiere
amar y seguir. Esto es lo que Arrupe muestra en
sus escritos y orientaciones, en sus discursos, en sus actitudes y sobre todo, en su trato.
Sus decisiones, motivaciones y acciones
están marcadas por el Espíritu de Dios. Y,
como dice Jesús, "el árbol por sus frutos se
conoce". Así, el jesuita se revela como un hombre
que discierne siempre la voluntad de Dios; como un hombre envuelto e iluminado por
la Trinidad Divina.
San Ignacio no sólo proyecta su experiencia Trinitaria a los
Ejercicios..., sino también a la institución que habría de fundar: la
Compañía de Jesús. Las grandes iluminaciones
del Cardoner en Manresa y años después en
la Storta, hacen que san Ignacio conciba un acompañamiento de hombres que quieran
ser amigos en el Señor, seguidores de Cristo,
con el deseo firme de amar y servir. "Quiero
que nos sirvas" le dijo Dios a san Ignacio
cuando le pedía a la Virgen que lo pusiera con
su Hijo. Entonces Ignacio tuvo una
revelación tan fuerte e iluminadora, en la que vio a
Jesús con su cruz. Toda una experiencia mística
de primer grado en esa pequeña capilla a 17 kilómetros de Roma; ciudad donde se iba
a consolidar e institucionalizar ese
pequeño grupo de "siete amigos en el Señor".
Lo que más impresiona de la Trinidad
Divina es la unidad de tres personas
completamente distintas y unificadas, e
identificadas en un solo Dios. Y todo ello como fruto
del amor, porque dice san Juan que "Dios es amor". San Ignacio quiere repetir esa
vida comunitaria de la Santísima Trinidad y
hacer de muchos amigos de distintas naciones y culturas, una unidad de "amigos en el
Señor", deseosos de amarlo y servirlo, para el bien
de todas las personas, o como él decía, "para
el bien de las ánimas".
Es trinitario también el carisma de la Compañía con la nota de ser
contemplativos en la acción. La contemplación no desplaza
a la acción. Nadal nos da cuenta de cómo
la vida espiritual de Ignacio estaba centrada en la Trinidad, sobre todo en sus últimos
años. Concluye con estas palabras: "Este tipo
de oración que tan excepcionalmente
consiguió nuestro padre Ignacio por gran privilegio
de Dios, le hacía, además, sentir la presencia
de Dios y el sabor de las cosas espirituales en todas las cosas, en cuanto hacía, en
cuanto conversaba, siendo contemplativo en la
acción".2
El padre hizo suya esta espiritualidad y creo que ella ha consolidado a la
Compañía de Jesús en su nuevo resurgimiento.
Como Ignacio, Arrupe tuvo que luchar para lograr los avances que se tienen en la actualidad,
y gracias a Dios, la Compañía sigue
caminando para mayor gloria de Dios.
CONCLUSIÓN
Después de haber escrito algo de la vida
y obra del padre Pedro Arrupe, ha aumentado mi amor a Dios, a Jesús y sobre todo, al
propio hombre. Arrupe fue coherente consigo mismo, vivió y amó al máximo, dio
testimonio con su vida por todos los trabajos que realizó en los campos que le
correspondió estar.
A 10 años de su muerte (5 de febrero de l991), sigue vivo entre nosotros. Tuve la
suerte de conocer a dos jesuitas: al padre
León Franco, quien todavía vive, y al padre
Gaspar Oronoz, que murió hace más de 10 años
y cuyos restos se encuentran en la parroquia de San José, antigua parroquia jesuítica.
Ambos se ordenaron juntamente con el padre Arrupe en Marneffe, Bélgica. Fueron unos
de tantos por los que tuve la dicha de conocer a Pedro Arrupe. En 1973, cuando visitó
esta ciudad, yo ya trabajaba en San José, razón
por la que tuve la dicha de conocerlo personalmente.
¿Qué me deja esta cercanía con
Arrupe? Como lo dije anteriormente, me deja el mensaje de su vida, su entrega y su gran
compromiso como miembro de la Iglesia. No puedo crecer únicamente a través del contacto
con Dios, tengo que ver a mis hermanos, en especial a los más pobres, y luchar
constantemente por una verdadera fe y una
promoción auténtica de la justicia. Una lucha día a
día por el Reino. De lo que me di cuenta y
por cierto, me impactó muchísimo, fue saber
de sus largas horas de oración, porque
estoy convencida de que es el alimento más
importante que tenemos los cristianos para lograr un trabajo al servicio de la fe y la justicia
por el Reino.
Como miembro de la Comunidad de Vida Cristiana
(CVX), estoy comprometida a promover esta espiritualidad de
inspiración trinitaria del carisma ignaciano, que fue
lo que más me ha llegado, y me quedo con
ella. Aquel encuentro de san Ignacio con Dios, aquel compromiso que adquirió por Jesús
y la ayuda tan grande que tuvo del Espíritu Santo, que es quien da la fuerza para
lograr el fin último del hombre: ser uno con
el Padre.
1 Las citas textuales a partir de esta y en los
siguientes párrafos, están tomadas de Lamet Pedro Miguel,
Arrupe, una explosión en la Iglesia, Ediciones Temas de hoy,
1era. ed., España, 1989.
2 Arrupe Pedro, La identidad del jesuita en
nuestros tiempos, Sal Terrae, España, 1981, p. 422.
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