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MARÍA GUADALUPE MORFÍN OTERO
Abogada, poeta, maestra en Literatura del Siglo
XX y especialista en Derechos Humanos. Fue
presidenta de la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Jalisco de 1997
a 2001; actualmente es miembro de la Comisión Ciudadana de
Estudios contra la Discriminación (en México). Participa como
conferencista en diversos foros internacionales. Es ensayista para medios
nacionales de prensa y editoriales, y es coautora del libro
Sentimientos de la Nación de Luis H. Álvarez
et. al. |
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Agradezco la gentil invitación que me
han hecho la Universidad Iberoamericana Torreón y la Escuela Preparatoria Carlos
Pereyra, en especial el Programa de Derechos Humanos de la primera y el de Valoral
Social de la segunda, para participar en la Semana Ignaciana de las instituciones jesuitas en
la región lagunera. Deseo agradecer en
particular al padre Felipe Espinosa Torres,
director general de Servicios Educativo
Universitarios de la Ibero mi presencia aquí.
Me han pedido que les hable del tema de derechos humanos desde mi
perspectiva de ex alumna. Debo aclarar que no estudié
en un colegio jesuita, cosa que sí hicieron
mis hermanos y demás parientes, sino con las Mercedarias Misioneras de Bérriz,
que compartían con Ignacio de Loyola los
orígenes vascos. Tuve la fortuna en cambio, de
ser alumna de la Pontificia Universidad Gregoriana en Roma, universidad jesuita, a los
dieciséis años. Mis contactos con la
Compañía de Jesús fueron tempranos: un hermano
y cuatro primos hermanos forman parte de la orden. Soy además esposa de un ex
alumno del ITESO y mis hijos se han formado en el
Instituto de Ciencias, en Guadalajara. Por muchos motivos me he sentido compañera
de camino de los amigos de San Ignacio que, a través del trabajo educativo en sus
colegios, universidades y centros de formación, y
en sus centros de derechos humanos,
promueven una fe comprometida con la realidad múltiple que nos interpela y hacen
un servicio a la justicia. Quien educa para la justicia educa para la paz.
En particular, reconozco el trabajo pionero que ha realizado en México el Centro
de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro
Juárez, auspiciado por la Compañía de Jesús, a
la que se suman Cosydhac en Tarahumara, Codehutab en Tabasco, el Centro
Apostólico Ignaciano de muy reciente fundación
en Guadalajara, y tantas otras obras que promueven y difunden una cultura sustentada en
la dignidad humana, como la parroquia de Acteal, atendida por tres jesuitas
inmediatamente después de la masacre, que
debió correr durante años la misma suerte que
sus feligreses: ser una parroquia de curas desplazados; o la tarea que realizan
Mardonio Morales y sus compañeros desde hace
décadas en la zona de Palenque y sus alrededores
en Chiapas, donde han traducido a lenguas indígenas no sólo la Buena Nueva sino
textos jurídicos esenciales para la vida comunitaria.
Durante los cuatro años que fui defensora
del pueblo de Jalisco -eso suena más bonito que
el nombre oficial de Presidenta de la CEDHJ- compartí preocupaciones y consuelos con
quienes trabajan en estas obras insertadas en el corazón
de sus sociedades, urbanas y rurales, me alegré de
sus logros, como el estatuto especial reconociendo
al Centro Pro Juárez como interlocutor calificado
de Naciones Unidas en la defensa de los derechos humanos, y en momentos difíciles de mi
encomienda recibí su solidaridad.1
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Estas últimas fechas -me pasa a mí y creo
que también a muchos de ustedes- podríamos decir
que más que vivir la vida nos da la impresión de
asistir como espectadores a lo que sobre la vida se decide
en escenarios que nos parecen ajenos y lejanos,
aunque no lo sean. Los atentados terroristas del 11 de
septiembre en Nueva York, Washington y
Pensilvania, nos dejan, como me escribía hace poco un
poeta irlandés, Ciaran Cosgrove, con la sensación de
un mundo que rápidamente pierde su orientación.
A primera vista parece que caminamos sobre páginas inéditas, y quizá lo sean por
las nuevas tecnologías de la industria de la
guerra, por la amenaza de ataques bacteriológicos,
por el despliegue en los medios masivos de comunicación casi universalmente controlados por
una potencia mundial. Pero si nos detenemos a analizar las cosas, vemos cómo en muchos
sentidos la historia se repite y los seres humanos
cometemos los mismos errores: dejamos de atender la agenda de la justicia, declaramos enemigo
al diferente, elegimos la vía represiva por sobre
la vía preventiva que reforzaría condiciones
de igualdad para todas las personas en la tierra.
Sin embargo, no nos resignamos a ser privados de nuestro derecho a vivir la vida.
Múltiples manifestaciones a favor de la paz
comienzan a celebrarse en todas partes del planeta,
como una expresión de la sociedad civil que
no se traga la moneda falsa de que la vía de la
venganza sea un camino para lograr la concordia.
Este lunes 15 de octubre Mario Vargas Llosa publicaba un artículo en el grupo editorial
Reforma titulado "Viaje a las tinieblas", donde
hace memoria de cómo contrasta el fanatismo del
régimen talibán actual con los avances logrados
hasta hace muy poco por la sociedad afgana, cuyas mujeres podían estudiar en colegios y
universidades, hacer doctorados, transitar vestidas sin el
velo y la burka, votar en las elecciones. El autor se
pregunta cómo pudo ocurrir esa violenta regresión
de toda la sociedad hacia las tinieblas de la
irracionalidad y la barbarie. "La historia de la
humanidad -dice Vargas Llosa- puede resumirse en la
eterna confrontación entre dos fuerzas antagónicas,
una de progreso, hacia la racionalidad, la libertad y
la coexistencia plural, y otra, retrógrada, hacia
la preeminencia del instinto y la sinrazón, del
monolitismo religioso y la intolerancia
fanática... Ninguna sociedad, por avanzada que
parezca, ningún individuo, por culto y civilizado que
haya llegado a ser, están a salvo de experimentar
esa regresión atroz..." 2
Es muy doloroso reconocer que ningún avance en la historia es definitivo; que
las peores guerras que ha sufrido la humanidad han sido guerras de religión, donde Dios ha
sido invocado como pretexto para
la imposición y para el exterminio; que no podemos considerar jamás ganada la causa
de los derechos humanos, sino mantenernos en el puesto de lo que David Fernández,
rector del ITESO, llama "centinelas de la
esperanza": siempre en vigilia, siempre en alerta,
en esperanzada alerta.
La mejor manera de transitar con nuestras creencias religiosas o sin ellas, en aras
de una convivencia pacífica, es la tolerancia,
el respeto a la diferencia, la defensa de los valores laicos que propician la confluencia en
un mismo territorio de personas diferentes pero con intereses comunes, que pueden
sustentar acuerdos esenciales; la democratización
de nuestras sociedades como fórmula de
participación y desarrollo de cada uno de sus
integrantes. Que nadie se vea excluido; que ninguno o ninguna tenga que esconder el
rostro o negar alguna de sus pertenencias de raza, religión, estatus, preferencia,
género o edad.
Los acontecimientos contingentes son el lugar ético en el que se decide el futuro
metahistórico de la aventura humana, escribe
el jesuita Carlo Maria Martini, cardenal de Milán, en su inteligente intercambio de
cartas con Umberto Eco, publicado como libro bajo el título
¿En qué creen los que no
creen?3 El propósito de ese diálogo fue la posibilidad
de pensar en un terreno ético común para
laicos y católicos. Ahora sería aplicable a la
necesidad de que la cultura occidental entre en diálogo con la tradición musulmana.
En algún punto de su diálogo,
Martini escribe a Umberto Eco: "Es muy
importante que exista un terreno común para laicos
y creyentes en el plano de la ética, para
poder colaborar juntos en la promoción del
hombre por la justicia y por la paz. Es obvio que
el llamado a la dignidad humana es un principio que funda un sentir y un obrar
común: no usar jamás al otro como
instrumento, respetar en todo caso y siempre su
inviolabilidad, considerar siempre a cada persona
como una realidad de la que no se puede
disponer e intangible."4
Umberto Eco se siente tocado por la respuesta de Martini y le contesta: "La
dimensión ética se inicia cuando entra en escena
el otro (...) es el otro, su mirada, la que nos define y nos forma. Nosotros -así como
no logramos vivir sin comer o sin dormir-, no logramos entender quiénes somos sin
la mirada y la respuesta del otro."5
Este diálogo tiene una sorprendente actualidad en estos días en que nos
preguntamos por las causas de la ira.
El ataque a las Torres Gemelas del World Trade Center y sus consecuencias ha puesto
en evidencia el abismo entre las sociedades y
sus gobiernos. Demostró la escasa utilidad de
los enormes gastos en inteligencia y seguridad, cuando hacen sus análisis con base en
esquemas maniqueos y concluyen: el que no está
con nosotros está contra nosotros. Alguien lúcido
ha escrito que son soluciones y no culpables lo que falta buscar. Falta el otro análisis: el de
las causas de la ira. Norman Mailer, escritor
estadounidense, comentó a un diario
alemán: "Hasta que Estados Unidos entienda el
daño que causa insistiendo en imponer el
american way of life a todos los países estaremos
en problemas."6 El filósofo Richard Rorty, de
la Universidad de Stanford, escribe en un semanario alemán: "Cada vez que Estados
Unidos llevó adelante una guerra, los derechos
civiles, los derechos del ciudadano frente al Estado,
se vieron afectados".7
Me hubiera encantado que Estados Unidos me sorprendiera. Sus víctimas son
inocentes y son también nuestras; no
merecían morir así. Me hubiera sorprendido si en
vez de devolver ira, el país agraviado hubiera
devuelto mejores condiciones de desarrollo para sociedades que viven en permanente
agravio. Hubiera sido una respuesta insólita, fuera
del cálculo de los terroristas. Pero hasta la
reacción de orgullo habían seguramente previsto.
No nos resignamos a vivir despojados de la vida, como meros espectadores. Por eso
el desasosiego que sentimos al tener noticias del conflicto; por eso el aliento que nos
causa saber que hay también un movimiento
civil hacia la paz en todas partes del mundo; que muchas amas de casa norteamericanas
no quieren a sus hijos reclutados; que muchas mujeres afganas anhelan vivir bajo un
régimen que les permita la libertad.
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Aquí es donde entra la perspectiva de
los derechos humanos como una brújula
común: que cada quien cuente en el mundo. Es
una perspectiva que la espiritualidad ignaciana
y los textos de sus congregaciones generales, sobre todo a partir de la 32, rescatan.
El cálculo del uno a uno nos invita a
construir los caminos de la paz en la vida
cotidiana. Entre el que se arroja al vacío desde la
torre del World Trade Center y la madre de familia afgana que decide quedarse en su
ciudad amenazada hay una misma desesperanza:
"al fin y al cabo, no es gozo lo que nos
espera", decía una madre de seis hijos en
Kabul.8
Los derechos humanos son la expresión de la conciencia de la humanidad a lo
largo de la historia. Es la sabiduría acumulada
y adquirida a través de una serie de
experiencias históricas de dolor y de frontera,
como los campos de concentración en la
Alemania nazi o en Siberia, las bombas de
exterminio sobre Hiroshima y Nagasaki, las hogueras
de la Inquisición, las fosas comunes de
desaparecidos en la operación Cóndor en el
Cono Sur, los asesinatos masivos y selectivos en Centroamérica bajo los regímenes
militarizados de los años ochenta, la compra venta
de esclavos para las colonias de América,
las migraciones humanas que son ríos de
dolor en el mapa del mundo.
Es cierto que el término derechos humanos se ha prestado a confusiones; sería
más claro definirlos como "derechos
ciudadanos", pero es así como se han acuñado desde
mitad del siglo pasado. Son derechos exigibles al poder político, a los Estados. Los gobiernos
tienen el deber de adoptar las
medidas legislativas o de otro carácter para
hacerlos efectivos. Forman parte de una especie de
río subterráneo que alimenta una
corriente civilizatoria. Desde la
Antígona de Sófocles, el Código de
Hammurabi, el Corán, la Biblia, así como en todas las tradiciones culturales
del planeta, se reconoce que hay un derecho anterior a la ley: leyes escritas en el
corazón humano para proteger a la viuda, al huérfano, al pobre, al extranjero, para
hacer justicia al oprimido, al que defiende su derecho a enterrar a su
hermano contraviniendo las órdenes del monarca.
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En derechos humanos la perspectiva es aquella donde cada uno cuenta,
independientemente de cualquier característica o
pertenencia, identidad o condición social.
Quienes defienden derechos humanos, desde instituciones públicas o desde
organismos independientes, recuerdan incesantemente
al poder y a la opinión pública que uno es
la medida de todos, irreductible y única.
Organismos así son necesarios en México y
el mundo. Y también las sociedades que los hagan suyos. Porque casi todas las
instituciones de gobierno suelen pensar -por
fortuna habrá excepciones- en la gente como
una masa, tal vez una masa de votantes, y no como personas. ¿A qué abismo se arrojará
el campesino del valle de Mezquital que gana 200 pesos al mes? ¿Y el jornalero
indígena migrante que se emplea en Jalisco,
Sonora, Sinaloa y Baja California para el cultivo
del jitomate calidad exportación y que regresa
a la montaña de Guerrero, a su comunidad en Oaxaca, Veracruz y Chiapas cargando
como trofeo de sobrevivencia apenas 2000 pesos para los seis meses que le restan a él y a
su familia sin empleo? ¿Por qué no
afinamos nuestra capacidad de escucha y atención
a esta realidad de desesperanza antes de que afloren con más violencia los conflictos?
Los odios se detienen con justicia, con respeto a las identidades, con estados de derecho
fortalecidos y vigentes, con construcción de
ciudadanías que sustenten la idea de pertenecer
a una comunidad que nos acoge.
Uno de los aspectos que más atraen de los jesuitas es su capacidad de insertarse en
la realidad a la que sirven, de ser flexibles, de evolucionar. Conozco a un maestro de lo
que llaman Tercera Probación que lleva
décadas dedicado a formar jesuitas. Pues todavía
cada año, en Puente Grande, cuando comienzan
a florear unas orquídeas, signo que
coincide con la época de llegada de sus
tercerones, comienza a ponerse inquieto como si fuera
la primera vez que recibe un grupo; para él
su oficio no es historia repetida sino entrega única a cada hermano que le llega de
otras partes del mundo.
Un jesuita encierra muchas vocaciones en una sola: en todo amar y servir. La vida
cotidiana, el trabajo universitario, la cercanía
con sectores vulnerables, las experiencias
límite en fábricas, en el campo, con jóvenes
atrapados en las redes de la droga y seducidos por
la desesperanza que conduce al suicidio, los centros de espiritualidad para revitalizar
a hombres y mujeres que buscan su propia luz, todo se convierte en motivo de acción
contemplativa, con enorme libertad de
espíritu, como el sorprendente vasco que los
fundó, irreductible e inclasificable.
Peter Hans Kolvenbach, general de los jesuitas, afirmó en octubre de 2000 en la
conferencia "El compromiso por la justicia en
la educación superior de la Compañía"
celebrada en Santa Clara, California, lo
siguiente: "Parafraseando a Ignacio
Ellacuría,9 pertenece a la naturaleza de toda universidad ser
una fuerza social, y es nuestra particular
vocación como universidad de la Compañía
asumir conscientemente esa responsabilidad para convertirnos en una fuerza en favor de la fe
y de la justicia. Todo centro jesuita de enseñanza superior está llamado a vivir
dentro de una realidad social y a vivir para tal
realidad social, a iluminarla con la inteligencia
universitaria, a emplear todo el peso de la
universidad para
transformarla."10 Ellacuría pagó
esa conciencia con su propia vida. Fue leal evangélicamente y hasta el extremo, a la
realidad de El Salvador. Su inteligencia resultó
intolerable para los opresores del pueblo.
La universalidad de los derechos humano es un ideal al que aspiramos; es preciso
el esfuerzo de traducirlos a las múltiples
culturas y tradiciones del planeta. Los derechos humanos son el mejor motivo para
hacer entrar en diálogo a todos los pueblos de
la tierra. La visión occidental de éstos no
puede ni debe imponerse como si fuera la
única válida para todas las civilizaciones. Cada
pueblo, cada cultura, enfrenta sus propios demonios. Los griegos los percibían como
fuerzas que hay que vencer, pero al mismo tiempo, como enorme dinamismo para el
desarrollo social. Cada pueblo debe encontrar sus
fórmulas y sus tiempos para expresar y
reconocer lo que vislumbra como derechos humanos.
Incluso las tradiciones religiosas que nos parecen excesivas a los occidentales, como
el régimen talibán que somete
inhumanamente a las mujeres, deben coexistir con
visiones religiosas alternas dentro de su misma
cultura que aporten sus propias luces para
proponer otros estadios de discernimiento y acceder
a una mayor conciencia. No es con
imposición sino con diálogo intercultural como se
avanza hacia la universalidad, hacia un
código común aceptable por todos; esto es parte
de un largo proceso histórico.
Quisiera detenerme un poco en lo que ha sido la tradición iberoamericana de
derechos humanos. Si algo aportó al saber universal
el encuentro con América fue precisamente
en términos de derechos humanos. Que los indios tenían alma fue dicho a
contracorriente de encomenderos crueles y
colonizadores violentos y ávidos. La voz de los frailes
retumbó en la Colonia y en la corte española; en
la Universidad de Salamanca se convirtió en doctrina fundacional de un nuevo derecho
de gentes. El otro tenía un rostro, por
más que conviniera borrarlo, negarlo. Antonio
de Montesinos, Bartolomé de las Casas,
Francisco de Vitoria y otros frailes, se
conmovieron con los rostros concretos de América y
defendieron el derecho del indio a ser
considerado parte igual, interlocutor digno de la otra
parte del mundo.
En la América Latina de hoy, son excepcionales los países que no cuentan con
una institución pública protectora y promotora
de los derechos humanos, llámesele
ombudsman, comisionado, procurador o defensor del
pueblo. Pero antes hubo un largo camino de avanzada de asociaciones civiles, grupos
de ciudadanas y ciudadanos, que poco a poco fueron conformando organismos no
gubernamentales de derechos humanos. Ellos hicieron frente a los abusos del poder en
horas aciagas y lo siguen haciendo. Comenzaron la lenta y valiente labor de denuncia y exigencia.
Nos han precedido en esta causa las madres de la Plaza de Mayo en Argentina,
los que resistieron a la dictadura chilena, los familiares de presos políticos desaparecidos
-entre ellos el movimiento que en México impulsó doña Rosario Ibarra de Piedra,-
el movimiento navista potosino, algunos organismos de la Iglesia católica, como la
Vicaría de la Solidaridad en Chile o la que en voz
de monseñor Girardi dio a conocer en Guatemala el informe de Recuperación de la
Memoria Histórica y refleja las graves
violaciones a derechos humanos atribuibles al
ejército guatemalteco durante la guerra civil.
Son también precursores los movimientos
indígenas en Ecuador, las voces aisladas de
algunos pastores solidarios con sus ovejas más
vulnerables, como don Sergio Méndez Arceo y
don Samuel Ruiz García en México,
monseñor Óscar Arnulfo Romero y los jesuitas
asesinados en la Universidad Centroamericana
José Simeón Cañas (UCA), de El Salvador;
ellos comenzaron a fortalecer el movimiento iberoamericano de derechos humanos con el
que todos los que hoy disfrutamos de libertades fundamentales estamos de alguna manera
en deuda.11 Otras iglesias de distintas partes
del mundo se unieron en solidaridad con
los pueblos en desgracia.
La realidad iberoamericana en este principio de siglo, sin dejar de ser muy crítica
todavía, sobre todo por la pobreza que
produce nuevas violaciones a los derechos humanos debido a las exclusiones que genera,
superó en gran medida la etapa de las dictaduras
y consolida caminos hacia formas
democráticas de ejercicio del poder, no exentas de
complejidades y retos. Muchos de quienes combatieron en movimientos insurgentes en
varios países se han sumado a la causa
democrática por las vías pacíficas. Hoy, personajes
como Pinochet y Cavallo enfrentan procesos de justicia; dos generales mexicanos están siendo
señalados como responsables
de desapariciones de personas en los años
de combate a la guerrilla por parte de la Brigada Blanca.
No todo son logros; la justicia tiene sus vericuetos que a veces son obstáculos,
simulaciones y retrasos para procesar a los
violadores de derechos humanos. Rigoberta
Menchú ha apelado la decisión de la Asamblea
Nacional de España de no llamar a juicio al
general Efraín Ríos Mont y a sus cómplices en
Guatemala por delitos de lesa humanidad; el anterior provincial de los jesuitas en
Centroamérica, José María Tojeira, ha hecho lo
mismo respecto de la decisión judicial de no
someter a juicio al ex presidente Alfredo Cristiani y
a varios generales salvadoreños por su
probable responsabilidad en el contexto que
propició el asesinato de seis jesuitas en la
UCA.
Pese a las trabas y a la infinita paciencia que cada caso requiere, los puentes de
la impunidad están siendo dificultados. Las sociedades aprenden además a convivir
con quienes las agredieron a través de fórmulas
de perdón o de amnistía que sin embargo,
no deben dejar sin juicio a quienes son responsables de crímenes de lesa humanidad.
Hoy sería impensable que se cometiera en
México una atrocidad como la que dio lugar a
los hechos del 2 de octubre del 68, y sus autores y ejecutores quedaran sin castigo.
Los últimos meses ha sido tema de reflexión nacional la decisión de crear
una Comisión de la Verdad. De este debate
va quedando en claro que no debe servir como instrumento de venganza, ni para
estigmatizar al PRI bajo señalamientos generalizados,
pues las violaciones a derechos humanos son atribuibles a personas concretas. De
una comisión así se esperaría que activara las
vías institucionales ya existentes -procuradurías
y tribunales- en caso de haber delitos que perseguir que no hayan prescrito; que
haga valer la doctrina internacional de los derechos humanos que considera
imprescriptibles aquellos delitos de lesa humanidad, y
que contribuya a poner en manos de las
víctimas directas y sus familiares, y de la sociedad
toda, valiosos elementos que sirvan a la
armonía futura por servir a la verdad del presente
rescatando la memoria del pasado. Por supuesto que cabe esperar que no sea indispensable
la creación de una comisión así para que
las instituciones existentes cumplan con su deber.
El panorama actual en América Latina es muy distinto del que se vivía en los
años ochenta. Sin embargo, no se puede
cantar victoria: hay una agenda pendiente en derechos humanos. Persiste el recurso a la
tortura como método de investigación; los
derechos económicos y sociales se incumplen con
fácil pretexto del insuficiente presupuesto
público; la voracidad amenaza el equilibrio ecológico.
Ya desde principios de 2001 estaban anunciadas nuevas formas de
intervención militar capitaneadas por Estados Unidos para
el subcontinente americano. El Plan Colombia es una de ellas; es visto con extrema
preocupación por los defensores de derechos humanos y
hasta por los gobiernos de los países vecinos. Bajo
el pretexto de la erradicación agresiva de
los cultivos de estupefacientes con agroquímicos,
se justifica la presencia de asesores militares de Estados Unidos incluso en otros países,
como sucede ya en Ecuador, cuya Base de Manta es parte de un acuerdo que algunos mandos
del mismo ejército ecuatoriano
cuestionan;12 la represión militar es percibida como
camino privilegiado para resolver el conflicto
armado, cuando esto sólo podría lograrse con una
base civil convencida de los caminos de la
negociación y de la paz. Los primeros efectos del
Plan Colombia comenzaron a generar oleadas de emigrantes que huyen de las zonas en riesgo.
En septiembre de 2000 ya se contaban 150 000 en Ecuador y estaban por recibir 30 000
más.13 Éstas se sumarán a los ya tradicionales
flujos migratorios de América del Sur y del
Centro hacia México, Estados Unidos y Canadá.
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Cuando se ve en el islamismo político, antimoder-
no y antioccidental, la expresión espontánea y natu-
ral de los pueblos árabes, se trata de una simplifica-
ción como mínimo apresurada. Fue necesario que
los dirigentes nacionalistas, con Nasser a la cabeza,
se encontraran en un callejón sin salida, tanto por
sus sucesivos fracasos militares como por su incapa-
cidad para resolver los problemas derivados del
subdesarrollo, para que una parte significativa de la
población empezara a prestar oídos a los discursos
del radicalismo religioso y para que se vieran flore-
cer, a partir de los años setenta, velos y barbas de
protesta... Pero sólo quiero repetir aquí, una y otra
vez, que el radicalismo religioso no fue la opción
elegida de manera espontánea y natural, inmediata,
por los árabes o los musulmanes.
No deja de estremecer lo que el escritor argentino Tomás Eloy Martínez, menciona
en un artículo reciente:15 "Pocas veces
como ahora se ha sentido en ese país
(Estados Unidos) que el derecho a disentir es frágil
y hasta peligroso (...) el miedo a pensar distinto flota en el aire." Lo temible de la frase
"La nación que no esté con nosotros está con
el terrorismo", radica, dice, en que "al
simplificar la visión del mundo, partiéndolo en
dos bandos, Bush no deja lugar para aquellos que, aún estando contra el terror de
Bin Laden y contra la abominable opresión
del talibán, también están contra toda otra
forma de terror guerrero... La historia de la que habla está hecha de futuro y no de otra
cosa. No hay una sola lágrima ni acto de
contrición por las atrocidades del pasado."
En consonancia con lo que Norman Mailer ha declarado estos días,
Maalouf expresa el sentir de los pueblos sometidos
al poderío de Estados Unidos y de Occidente:
Es fácil imaginar entonces, a fortiori, lo que han
podido sentir los diversos pueblos no occidentales
para los que, desde hace ya muchas generaciones,
cada paso que dan en su existencia está acompaña-
do por un sentimiento de capitulación y de nega-
ción de sí mismos. Han tenido que reconocer que
su técnica estaba superada, que todo lo que produ-
cían no valía nada en comparación con lo que se
producía en Occidente, que seguir practicando la
medicina tradicional era muestra de superstición,
que su poderío militar no era más que un recuerdo
del pasado, que sus grandes hombres a los que
habían aprendido a venerar, los grandes poetas,
los sabios, los soldados, los santos, los viajeros, no
significaban nada para el resto del mundo, que su
religión era sospechosa de barbarie, que sólo unos
cuantos especialistas estudiaban ya su lengua mien-
tras que ellos tenían que estudiar las lenguas de los
demás si querían sobrevivir, trabajar y mantenerse
en contacto con el resto de la humanidad...
Sí, en cada paso que dan en la vida chocan con una
decepción, una desilusión, una humillación. ¿Có-
mo no van a sentir que su identidad está amenaza-
da? ¿Cómo no van a tener la sensación de que
viven en un mundo que les pertenece a los otros,
que obedece a unas normas dictadas por los otros,
un mundo en el que ellos tienen algo de huérfa-
nos, de extranjeros, de intrusos, de parias? ¿Cómo
evitar que algunos tengan la impresión de que lo
han perdido todo, de que ya no tienen nada que
perder, y lleguen a desear, al modo de Sansón, que
el edificio se derrumbe, ¡oh, Señor!, sobre ellos y
sus enemigos?16
Que queden estas palabras de un escritor que ha vivido entre dos mundos, el occidental
y el oriental, para recordarnos cómo es
necesario fortalecer el trabajo de quienes hacen valer
el uno a uno de los que somos humanidad. Defender derechos humanos en esta hora
no nos ahorrará momentos de amargura, pero
es en la aparente sencillez de esta tarea local y doméstica donde se va reconstruyendo el
telar de la memoria, el tejido social que a todos
nos acoge, donde se tienden los puentes del
diálogo entre los agraviados de hoy y los perdonados
de mañana, entre los justos de todos los
tiempos, para, como decía y hacía Íñigo de Loyola,
"en todo amar y servir".
Muchas gracias.
* Conferencia impartida en la Universidad
Iberoamericana Torreón durante la Semana Ignaciana el 18
de octubre de 2001.
Notas
1 Al día siguiente de pronunciada esta
conferencia, moría asesinada la defensora de derechos
humanos Digna Ochoa y Plácido, quien destinó muchos años
al servicio de los más vulnerables como abogada
del Centro Pro.
2 Mario Vargas Llosa, Mural, Guadalajara,
15/X/2001, Columna Piedra de Toque, "Viaje a las tinieblas", p. 22.
3 Umberto Eco y Carlo Maria Martini, traducción
y prólogo de Esther Cohen, Taurus, México,
primera reimpresión, 1996, p. 39.
4 Carlo Maria Martini, op. cit., p. 99.
5 Umberto Eco, op. cit., pp. 103107.
6 La Jornada, 17/09/01, "Sin alternativa la lucha
contra el terrorismo, estiman escritores y científicos
estadounidenses", p. 7. El comentario lo hizo al diario
alemán Wel am Sonntag.
7 La Jornada, op. cit. El semanario es
Die Zeit y la columna referida debía publicarse el mismo 17 de septiembre.
8 Público, Guadalajara, Jal., 16/09/01.
9 Rector de la Universidad Centroamericana
José Simeón Cañas de San Salvador, asesinado con cinco
de sus compañeros y dos asistentes el 16 de noviembre
de 1989.
10 El padre Kolvenbach cita el discurso de
Ignacio Ellacuría "La tarea de una universidad
católica", pronunciado en la Universidad de Santa Clara, el 12
de junio de 1982, donde dice: "La Universidad es
una realidad social y una fuerza social, marcada
históricamente por lo que es la sociedad en la que vive y
destinada a iluminar y a transformar, como fuerza social
que es, esa realidad en la que vive y para la que debe vivir."
11 A sus nombres se une hoy el de Digna
Ochoa, defensora mexicana cuya muerte, el 19 de octubre
de 2001, estuvo precedida de amenazas e
intimidaciones contra ella y el Centro Pro Juárez, A.C.
12 En Ecuador el ejército no entra ni en cuestiones
de seguridad ciudadana ni en el combate al narco.
13 Los datos acerca del Ecuador los obtuve de una
visita que realicé del 19 al 22 de septiembre de 2000
como parte de una misión de la Federación
Iberoamericana de Ombudsman, para participar en un foro en la
FLACSO Ecuador y en un encuentro con diputados de la
Comisión de Derechos Humanos del Congreso de ese país.
14 Amin Maalouf, Identidades
asesinas, Alianza Editorial, Madrid, 1999, traducción de Fernando Villaverde,
p. 100 y ss.
15 Tomás Eloy Martínez radica en Estados Unidos y
es autor, entre otros libros, de Santa Evita; su texto
se titula "Los que no están con nosotros están con
el terrorismo", Público, 4/10/2001, p. 36, Guadalajara.
16 Amin Maalouf, op. cit., p. 9091.
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