Derechos Humanos,
una perspectiva para la vida*

María Guadalupe Morfín Otero
  MARÍA GUADALUPE MORFÍN OTERO
Abogada, poeta, maestra en Literatura del Siglo XX y especialista en Derechos Humanos. Fue presidenta de la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Jalisco de 1997 a 2001; actualmente es miembro de la Comisión Ciudadana de Estudios contra la Discriminación (en México). Participa como conferencista en diversos foros internacionales. Es ensayista para medios nacionales de prensa y editoriales, y es coautora del libro Sentimientos de la Nación de Luis H. Álvarez et. al.

Agradezco la gentil invitación que me han hecho la Universidad Iberoamericana Torreón y la Escuela Preparatoria Carlos Pereyra, en especial el Programa de Derechos Humanos de la primera y el de Valoral Social de la segunda, para participar en la Semana Ignaciana de las instituciones jesuitas en la región lagunera. Deseo agradecer en particular al padre Felipe Espinosa Torres, director general de Servicios Educativo Universitarios de la Ibero mi presencia aquí.
      Me han pedido que les hable del tema de derechos humanos desde mi perspectiva de ex alumna. Debo aclarar que no estudié en un colegio jesuita, cosa que sí hicieron mis hermanos y demás parientes, sino con las Mercedarias Misioneras de Bérriz, que compartían con Ignacio de Loyola los orígenes vascos. Tuve la fortuna en cambio, de ser alumna de la Pontificia Universidad Gregoriana en Roma, universidad jesuita, a los dieciséis años. Mis contactos con la Compañía de Jesús fueron tempranos: un hermano y cuatro primos hermanos forman parte de la orden. Soy además esposa de un ex alumno del ITESO y mis hijos se han formado en el Instituto de Ciencias, en Guadalajara. Por muchos motivos me he sentido compañera de camino de los amigos de San Ignacio que, a través del trabajo educativo en sus colegios, universidades y centros de formación, y en sus centros de derechos humanos, promueven una fe comprometida con la realidad múltiple que nos interpela y hacen un servicio a la justicia. Quien educa para la justicia educa para la paz.
      En particular, reconozco el trabajo pionero que ha realizado en México el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, auspiciado por la Compañía de Jesús, a la que se suman Cosydhac en Tarahumara, Codehutab en Tabasco, el Centro Apostólico Ignaciano de muy reciente fundación en Guadalajara, y tantas otras obras que promueven y difunden una cultura sustentada en la dignidad humana, como la parroquia de Acteal, atendida por tres jesuitas inmediatamente después de la masacre, que debió correr durante años la misma suerte que sus feligreses: ser una parroquia de curas desplazados; o la tarea que realizan Mardonio Morales y sus compañeros desde hace décadas en la zona de Palenque y sus alrededores en Chiapas, donde han traducido a lenguas indígenas no sólo la Buena Nueva sino textos jurídicos esenciales para la vida comunitaria.
      Durante los cuatro años que fui defensora del pueblo de Jalisco -eso suena más bonito que el nombre oficial de Presidenta de la CEDHJ- compartí preocupaciones y consuelos con quienes trabajan en estas obras insertadas en el corazón de sus sociedades, urbanas y rurales, me alegré de sus logros, como el estatuto especial reconociendo al Centro Pro Juárez como interlocutor calificado de Naciones Unidas en la defensa de los derechos humanos, y en momentos difíciles de mi encomienda recibí su solidaridad.1

 

 

 
      Estas últimas fechas -me pasa a mí y creo que también a muchos de ustedes- podríamos decir que más que vivir la vida nos da la impresión de asistir como espectadores a lo que sobre la vida se decide en escenarios que nos parecen ajenos y lejanos, aunque no lo sean. Los atentados terroristas del 11 de septiembre en Nueva York, Washington y Pensilvania, nos dejan, como me escribía hace poco un poeta irlandés, Ciaran Cosgrove, con la sensación de un mundo que rápidamente pierde su orientación.
      A primera vista parece que caminamos sobre páginas inéditas, y quizá lo sean por las nuevas tecnologías de la industria de la guerra, por la amenaza de ataques bacteriológicos, por el despliegue en los medios masivos de comunicación casi universalmente controlados por una potencia mundial. Pero si nos detenemos a analizar las cosas, vemos cómo en muchos sentidos la historia se repite y los seres humanos cometemos los mismos errores: dejamos de atender la agenda de la justicia, declaramos enemigo al diferente, elegimos la vía represiva por sobre la vía preventiva que reforzaría condiciones de igualdad para todas las personas en la tierra.
      Sin embargo, no nos resignamos a ser privados de nuestro derecho a vivir la vida. Múltiples manifestaciones a favor de la paz comienzan a celebrarse en todas partes del planeta, como una expresión de la sociedad civil que no se traga la moneda falsa de que la vía de la venganza sea un camino para lograr la concordia.
      Este lunes 15 de octubre Mario Vargas Llosa publicaba un artículo en el grupo editorial Reforma titulado "Viaje a las tinieblas", donde hace memoria de cómo contrasta el fanatismo del régimen talibán actual con los avances logrados hasta hace muy poco por la sociedad afgana, cuyas mujeres podían estudiar en colegios y universidades, hacer doctorados, transitar vestidas sin el velo y la burka, votar en las elecciones. El autor se pregunta cómo pudo ocurrir esa violenta regresión de toda la sociedad hacia las tinieblas de la irracionalidad y la barbarie. "La historia de la humanidad -dice Vargas Llosa- puede resumirse en la eterna confrontación entre dos fuerzas antagónicas, una de progreso, hacia la racionalidad, la libertad y la coexistencia plural, y otra, retrógrada, hacia la preeminencia del instinto y la sinrazón, del monolitismo religioso y la intolerancia fanática... Ninguna sociedad, por avanzada que parezca, ningún individuo, por culto y civilizado que haya llegado a ser, están a salvo de experimentar esa regresión atroz..." 2
      Es muy doloroso reconocer que ningún avance en la historia es definitivo; que las peores guerras que ha sufrido la humanidad han sido guerras de religión, donde Dios ha sido invocado como pretexto para la imposición y para el exterminio; que no podemos considerar jamás ganada la causa de los derechos humanos, sino mantenernos en el puesto de lo que David Fernández, rector del ITESO, llama "centinelas de la esperanza": siempre en vigilia, siempre en alerta, en esperanzada alerta.
      La mejor manera de transitar con nuestras creencias religiosas o sin ellas, en aras de una convivencia pacífica, es la tolerancia, el respeto a la diferencia, la defensa de los valores laicos que propician la confluencia en un mismo territorio de personas diferentes pero con intereses comunes, que pueden sustentar acuerdos esenciales; la democratización de nuestras sociedades como fórmula de participación y desarrollo de cada uno de sus integrantes. Que nadie se vea excluido; que ninguno o ninguna tenga que esconder el rostro o negar alguna de sus pertenencias de raza, religión, estatus, preferencia, género o edad.
      Los acontecimientos contingentes son el lugar ético en el que se decide el futuro metahistórico de la aventura humana, escribe el jesuita Carlo Maria Martini, cardenal de Milán, en su inteligente intercambio de cartas con Umberto Eco, publicado como libro bajo el título ¿En qué creen los que no creen?3 El propósito de ese diálogo fue la posibilidad de pensar en un terreno ético común para laicos y católicos. Ahora sería aplicable a la necesidad de que la cultura occidental entre en diálogo con la tradición musulmana.
      En algún punto de su diálogo, Martini escribe a Umberto Eco: "Es muy importante que exista un terreno común para laicos y creyentes en el plano de la ética, para poder colaborar juntos en la promoción del hombre por la justicia y por la paz. Es obvio que el llamado a la dignidad humana es un principio que funda un sentir y un obrar común: no usar jamás al otro como instrumento, respetar en todo caso y siempre su inviolabilidad, considerar siempre a cada persona como una realidad de la que no se puede disponer e intangible."4
      Umberto Eco se siente tocado por la respuesta de Martini y le contesta: "La dimensión ética se inicia cuando entra en escena el otro (...) es el otro, su mirada, la que nos define y nos forma. Nosotros -así como no logramos vivir sin comer o sin dormir-, no logramos entender quiénes somos sin la mirada y la respuesta del otro."5
      Este diálogo tiene una sorprendente actualidad en estos días en que nos preguntamos por las causas de la ira.
      El ataque a las Torres Gemelas del World Trade Center y sus consecuencias ha puesto en evidencia el abismo entre las sociedades y sus gobiernos. Demostró la escasa utilidad de los enormes gastos en inteligencia y seguridad, cuando hacen sus análisis con base en esquemas maniqueos y concluyen: el que no está con nosotros está contra nosotros. Alguien lúcido ha escrito que son soluciones y no culpables lo que falta buscar. Falta el otro análisis: el de las causas de la ira. Norman Mailer, escritor estadounidense, comentó a un diario alemán: "Hasta que Estados Unidos entienda el daño que causa insistiendo en imponer el american way of life a todos los países estaremos en problemas."6 El filósofo Richard Rorty, de la Universidad de Stanford, escribe en un semanario alemán: "Cada vez que Estados Unidos llevó adelante una guerra, los derechos civiles, los derechos del ciudadano frente al Estado, se vieron afectados".7
      Me hubiera encantado que Estados Unidos me sorprendiera. Sus víctimas son inocentes y son también nuestras; no merecían morir así. Me hubiera sorprendido si en vez de devolver ira, el país agraviado hubiera devuelto mejores condiciones de desarrollo para sociedades que viven en permanente agravio. Hubiera sido una respuesta insólita, fuera del cálculo de los terroristas. Pero hasta la reacción de orgullo habían seguramente previsto.
      No nos resignamos a vivir despojados de la vida, como meros espectadores. Por eso el desasosiego que sentimos al tener noticias del conflicto; por eso el aliento que nos causa saber que hay también un movimiento civil hacia la paz en todas partes del mundo; que muchas amas de casa norteamericanas no quieren a sus hijos reclutados; que muchas mujeres afganas anhelan vivir bajo un régimen que les permita la libertad.
 

      Aquí es donde entra la perspectiva de los derechos humanos como una brújula común: que cada quien cuente en el mundo. Es una perspectiva que la espiritualidad ignaciana y los textos de sus congregaciones generales, sobre todo a partir de la 32, rescatan. El cálculo del uno a uno nos invita a construir los caminos de la paz en la vida cotidiana. Entre el que se arroja al vacío desde la torre del World Trade Center y la madre de familia afgana que decide quedarse en su ciudad amenazada hay una misma desesperanza: "al fin y al cabo, no es gozo lo que nos espera", decía una madre de seis hijos en Kabul.8
      Los derechos humanos son la expresión de la conciencia de la humanidad a lo largo de la historia. Es la sabiduría acumulada y adquirida a través de una serie de experiencias históricas de dolor y de frontera, como los campos de concentración en la Alemania nazi o en Siberia, las bombas de exterminio sobre Hiroshima y Nagasaki, las hogueras de la Inquisición, las fosas comunes de desaparecidos en la operación Cóndor en el Cono Sur, los asesinatos masivos y selectivos en Centroamérica bajo los regímenes militarizados de los años ochenta, la compra venta de esclavos para las colonias de América, las migraciones humanas que son ríos de dolor en el mapa del mundo.
      Es cierto que el término derechos humanos se ha prestado a confusiones; sería más claro definirlos como "derechos ciudadanos", pero es así como se han acuñado desde mitad del siglo pasado. Son derechos exigibles al poder político, a los Estados. Los gobiernos tienen el deber de adoptar las medidas legislativas o de otro carácter para hacerlos efectivos. Forman parte de una especie de río subterráneo que alimenta una corriente civilizatoria. Desde la Antígona de Sófocles, el Código de Hammurabi, el Corán, la Biblia, así como en todas las tradiciones culturales del planeta, se reconoce que hay un derecho anterior a la ley: leyes escritas en el corazón humano para proteger a la viuda, al huérfano, al pobre, al extranjero, para hacer justicia al oprimido, al que defiende su derecho a enterrar a su hermano contraviniendo las órdenes del monarca.

 

      En derechos humanos la perspectiva es aquella donde cada uno cuenta, independientemente de cualquier característica o pertenencia, identidad o condición social. Quienes defienden derechos humanos, desde instituciones públicas o desde organismos independientes, recuerdan incesantemente al poder y a la opinión pública que uno es la medida de todos, irreductible y única. Organismos así son necesarios en México y el mundo. Y también las sociedades que los hagan suyos. Porque casi todas las instituciones de gobierno suelen pensar -por fortuna habrá excepciones- en la gente como una masa, tal vez una masa de votantes, y no como personas. ¿A qué abismo se arrojará el campesino del valle de Mezquital que gana 200 pesos al mes? ¿Y el jornalero indígena migrante que se emplea en Jalisco, Sonora, Sinaloa y Baja California para el cultivo del jitomate calidad exportación y que regresa a la montaña de Guerrero, a su comunidad en Oaxaca, Veracruz y Chiapas cargando como trofeo de sobrevivencia apenas 2000 pesos para los seis meses que le restan a él y a su familia sin empleo? ¿Por qué no afinamos nuestra capacidad de escucha y atención a esta realidad de desesperanza antes de que afloren con más violencia los conflictos? Los odios se detienen con justicia, con respeto a las identidades, con estados de derecho fortalecidos y vigentes, con construcción de ciudadanías que sustenten la idea de pertenecer a una comunidad que nos acoge.
      Uno de los aspectos que más atraen de los jesuitas es su capacidad de insertarse en la realidad a la que sirven, de ser flexibles, de evolucionar. Conozco a un maestro de lo que llaman Tercera Probación que lleva décadas dedicado a formar jesuitas. Pues todavía cada año, en Puente Grande, cuando comienzan a florear unas orquídeas, signo que coincide con la época de llegada de sus tercerones, comienza a ponerse inquieto como si fuera la primera vez que recibe un grupo; para él su oficio no es historia repetida sino entrega única a cada hermano que le llega de otras partes del mundo.
      Un jesuita encierra muchas vocaciones en una sola: en todo amar y servir. La vida cotidiana, el trabajo universitario, la cercanía con sectores vulnerables, las experiencias límite en fábricas, en el campo, con jóvenes atrapados en las redes de la droga y seducidos por la desesperanza que conduce al suicidio, los centros de espiritualidad para revitalizar a hombres y mujeres que buscan su propia luz, todo se convierte en motivo de acción contemplativa, con enorme libertad de espíritu, como el sorprendente vasco que los fundó, irreductible e inclasificable.
      Peter Hans Kolvenbach, general de los jesuitas, afirmó en octubre de 2000 en la conferencia "El compromiso por la justicia en la educación superior de la Compañía" celebrada en Santa Clara, California, lo siguiente: "Parafraseando a Ignacio Ellacuría,9 pertenece a la naturaleza de toda universidad ser una fuerza social, y es nuestra particular vocación como universidad de la Compañía asumir conscientemente esa responsabilidad para convertirnos en una fuerza en favor de la fe y de la justicia. Todo centro jesuita de enseñanza superior está llamado a vivir dentro de una realidad social y a vivir para tal realidad social, a iluminarla con la inteligencia universitaria, a emplear todo el peso de la universidad para transformarla."10 Ellacuría pagó esa conciencia con su propia vida. Fue leal evangélicamente y hasta el extremo, a la realidad de El Salvador. Su inteligencia resultó intolerable para los opresores del pueblo.
      La universalidad de los derechos humano es un ideal al que aspiramos; es preciso el esfuerzo de traducirlos a las múltiples culturas y tradiciones del planeta. Los derechos humanos son el mejor motivo para hacer entrar en diálogo a todos los pueblos de la tierra. La visión occidental de éstos no puede ni debe imponerse como si fuera la única válida para todas las civilizaciones. Cada pueblo, cada cultura, enfrenta sus propios demonios. Los griegos los percibían como fuerzas que hay que vencer, pero al mismo tiempo, como enorme dinamismo para el desarrollo social. Cada pueblo debe encontrar sus fórmulas y sus tiempos para expresar y reconocer lo que vislumbra como derechos humanos.
      Incluso las tradiciones religiosas que nos parecen excesivas a los occidentales, como el régimen talibán que somete inhumanamente a las mujeres, deben coexistir con visiones religiosas alternas dentro de su misma cultura que aporten sus propias luces para proponer otros estadios de discernimiento y acceder a una mayor conciencia. No es con imposición sino con diálogo intercultural como se avanza hacia la universalidad, hacia un código común aceptable por todos; esto es parte de un largo proceso histórico.
      Quisiera detenerme un poco en lo que ha sido la tradición iberoamericana de derechos humanos. Si algo aportó al saber universal el encuentro con América fue precisamente en términos de derechos humanos. Que los indios tenían alma fue dicho a contracorriente de encomenderos crueles y colonizadores violentos y ávidos. La voz de los frailes retumbó en la Colonia y en la corte española; en la Universidad de Salamanca se convirtió en doctrina fundacional de un nuevo derecho de gentes. El otro tenía un rostro, por más que conviniera borrarlo, negarlo. Antonio de Montesinos, Bartolomé de las Casas, Francisco de Vitoria y otros frailes, se conmovieron con los rostros concretos de América y defendieron el derecho del indio a ser considerado parte igual, interlocutor digno de la otra parte del mundo.
      En la América Latina de hoy, son excepcionales los países que no cuentan con una institución pública protectora y promotora de los derechos humanos, llámesele ombudsman, comisionado, procurador o defensor del pueblo. Pero antes hubo un largo camino de avanzada de asociaciones civiles, grupos de ciudadanas y ciudadanos, que poco a poco fueron conformando organismos no gubernamentales de derechos humanos. Ellos hicieron frente a los abusos del poder en horas aciagas y lo siguen haciendo. Comenzaron la lenta y valiente labor de denuncia y exigencia.
      Nos han precedido en esta causa las madres de la Plaza de Mayo en Argentina, los que resistieron a la dictadura chilena, los familiares de presos políticos desaparecidos -entre ellos el movimiento que en México impulsó doña Rosario Ibarra de Piedra,- el movimiento navista potosino, algunos organismos de la Iglesia católica, como la Vicaría de la Solidaridad en Chile o la que en voz de monseñor Girardi dio a conocer en Guatemala el informe de Recuperación de la Memoria Histórica y refleja las graves violaciones a derechos humanos atribuibles al ejército guatemalteco durante la guerra civil. Son también precursores los movimientos indígenas en Ecuador, las voces aisladas de algunos pastores solidarios con sus ovejas más vulnerables, como don Sergio Méndez Arceo y don Samuel Ruiz García en México, monseñor Óscar Arnulfo Romero y los jesuitas asesinados en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), de El Salvador; ellos comenzaron a fortalecer el movimiento iberoamericano de derechos humanos con el que todos los que hoy disfrutamos de libertades fundamentales estamos de alguna manera en deuda.11 Otras iglesias de distintas partes del mundo se unieron en solidaridad con los pueblos en desgracia.
      La realidad iberoamericana en este principio de siglo, sin dejar de ser muy crítica todavía, sobre todo por la pobreza que produce nuevas violaciones a los derechos humanos debido a las exclusiones que genera, superó en gran medida la etapa de las dictaduras y consolida caminos hacia formas democráticas de ejercicio del poder, no exentas de complejidades y retos. Muchos de quienes combatieron en movimientos insurgentes en varios países se han sumado a la causa democrática por las vías pacíficas. Hoy, personajes como Pinochet y Cavallo enfrentan procesos de justicia; dos generales mexicanos están siendo señalados como responsables de desapariciones de personas en los años de combate a la guerrilla por parte de la Brigada Blanca.
      No todo son logros; la justicia tiene sus vericuetos que a veces son obstáculos, simulaciones y retrasos para procesar a los violadores de derechos humanos. Rigoberta Menchú ha apelado la decisión de la Asamblea Nacional de España de no llamar a juicio al general Efraín Ríos Mont y a sus cómplices en Guatemala por delitos de lesa humanidad; el anterior provincial de los jesuitas en Centroamérica, José María Tojeira, ha hecho lo mismo respecto de la decisión judicial de no someter a juicio al ex presidente Alfredo Cristiani y a varios generales salvadoreños por su probable responsabilidad en el contexto que propició el asesinato de seis jesuitas en la UCA.
      Pese a las trabas y a la infinita paciencia que cada caso requiere, los puentes de la impunidad están siendo dificultados. Las sociedades aprenden además a convivir con quienes las agredieron a través de fórmulas de perdón o de amnistía que sin embargo, no deben dejar sin juicio a quienes son responsables de crímenes de lesa humanidad. Hoy sería impensable que se cometiera en México una atrocidad como la que dio lugar a los hechos del 2 de octubre del 68, y sus autores y ejecutores quedaran sin castigo.
      Los últimos meses ha sido tema de reflexión nacional la decisión de crear una Comisión de la Verdad. De este debate va quedando en claro que no debe servir como instrumento de venganza, ni para estigmatizar al PRI bajo señalamientos generalizados, pues las violaciones a derechos humanos son atribuibles a personas concretas. De una comisión así se esperaría que activara las vías institucionales ya existentes -procuradurías y tribunales- en caso de haber delitos que perseguir que no hayan prescrito; que haga valer la doctrina internacional de los derechos humanos que considera imprescriptibles aquellos delitos de lesa humanidad, y que contribuya a poner en manos de las víctimas directas y sus familiares, y de la sociedad toda, valiosos elementos que sirvan a la armonía futura por servir a la verdad del presente rescatando la memoria del pasado. Por supuesto que cabe esperar que no sea indispensable la creación de una comisión así para que las instituciones existentes cumplan con su deber.
      El panorama actual en América Latina es muy distinto del que se vivía en los años ochenta. Sin embargo, no se puede cantar victoria: hay una agenda pendiente en derechos humanos. Persiste el recurso a la tortura como método de investigación; los derechos económicos y sociales se incumplen con fácil pretexto del insuficiente presupuesto público; la voracidad amenaza el equilibrio ecológico.
      Ya desde principios de 2001 estaban anunciadas nuevas formas de intervención militar capitaneadas por Estados Unidos para el subcontinente americano. El Plan Colombia es una de ellas; es visto con extrema preocupación por los defensores de derechos humanos y hasta por los gobiernos de los países vecinos. Bajo el pretexto de la erradicación agresiva de los cultivos de estupefacientes con agroquímicos, se justifica la presencia de asesores militares de Estados Unidos incluso en otros países, como sucede ya en Ecuador, cuya Base de Manta es parte de un acuerdo que algunos mandos del mismo ejército ecuatoriano cuestionan;12 la represión militar es percibida como camino privilegiado para resolver el conflicto armado, cuando esto sólo podría lograrse con una base civil convencida de los caminos de la negociación y de la paz. Los primeros efectos del Plan Colombia comenzaron a generar oleadas de emigrantes que huyen de las zonas en riesgo. En septiembre de 2000 ya se contaban 150 000 en Ecuador y estaban por recibir 30 000 más.13 Éstas se sumarán a los ya tradicionales flujos migratorios de América del Sur y del Centro hacia México, Estados Unidos y Canadá.

 

      El racismo y el desprecio de los rancheros de Arizona contra los migrantes mexicanos florece en un clima que lo hace propicio: la falta de políticas migratorias inclusivas, que dejen de identificar el fenómeno de la migración con una ilegalidad criminal.
      ¿Qué nos espera ahora que con los ataques terroristas recientes se recrudece la idea de Estados Unidos de imponer de nueva cuenta la doctrina de la seguridad nacional que tantas violaciones a derechos humanos ha producido en América Latina? ¿Cuál es el papel que cumplen los promotores y defensores de derechos humanos, entre los movimientos pendulares de la humanidad?
      Precisamente, en el movimiento latinoamericano de derechos humanos encontrarán un contrapeso ético las posiciones belicistas impulsadas por Estados Unidos. Los defensores, así como los escritores, poetas y filósofos norteamericanos, han comenzado a alertar acerca de que la guerra es una salida que no conduce a solución alguna. Cuando una guerra se plantea como necesaria se cae en un contrasentido: ninguna guerra lo es. Hasta ahora, el único dique a los movimientos fundamentalistas y al terrorismo, que por cierto no son sólo islámicos, es la acción ciudadana que se plantea para sí misma y exige a sus gobiernos vías de integración en un mundo marcado por inhumanas desigualdades, así como el rechazo rotundo a la espiral de irracionalidad que es la violencia. De nueva cuenta es la inteligencia, la verdadera inteligencia preventiva, la que encontrará las fórmulas para abatir el terrorismo. Una inteligencia que sólo será luminosa si va aparejada de un profundo sentido de justicia. Pues la inteligencia para la industria de la muerte no merece llamarse como tal.
      Es falso atribuir al islamismo todos los males de sus fundamentalistas. Para que se llegara a ese estado fue preciso que hubiera un callejón sin salida desde hace siglos para sus líderes políticos y religiosos. Me gustaría concluir citando a Amin Maalouf, escritor líbano-francés:14

 

 

      Cuando se ve en el islamismo político, antimoder-
      no y antioccidental, la expresión espontánea y natu-
      ral de los pueblos árabes, se trata de una simplifica-
      ción como mínimo apresurada. Fue necesario que
      los dirigentes nacionalistas, con Nasser a la cabeza,
      se encontraran en un callejón sin salida, tanto por
      sus sucesivos fracasos militares como por su incapa-
      cidad para resolver los problemas derivados del
      subdesarrollo, para que una parte significativa de la
      población empezara a prestar oídos a los discursos
      del radicalismo religioso y para que se vieran flore-
      cer, a partir de los años setenta, velos y barbas de
      protesta... Pero sólo quiero repetir aquí, una y otra
      vez, que el radicalismo religioso no fue la opción
      elegida de manera espontánea y natural, inmediata,
      por los árabes o los musulmanes.

      No deja de estremecer lo que el escritor argentino Tomás Eloy Martínez, menciona en un artículo reciente:15 "Pocas veces como ahora se ha sentido en ese país (Estados Unidos) que el derecho a disentir es frágil y hasta peligroso (...) el miedo a pensar distinto flota en el aire." Lo temible de la frase "La nación que no esté con nosotros está con el terrorismo", radica, dice, en que "al simplificar la visión del mundo, partiéndolo en dos bandos, Bush no deja lugar para aquellos que, aún estando contra el terror de Bin Laden y contra la abominable opresión del talibán, también están contra toda otra forma de terror guerrero... La historia de la que habla está hecha de futuro y no de otra cosa. No hay una sola lágrima ni acto de contrición por las atrocidades del pasado."
      En consonancia con lo que Norman Mailer ha declarado estos días, Maalouf expresa el sentir de los pueblos sometidos al poderío de Estados Unidos y de Occidente:

      Es fácil imaginar entonces, a fortiori, lo que han
      podido sentir los diversos pueblos no occidentales
      para los que, desde hace ya muchas generaciones,
      cada paso que dan en su existencia está acompaña-
      do por un sentimiento de capitulación y de nega-
      ción de sí mismos. Han tenido que reconocer que
      su técnica estaba superada, que todo lo que produ-
      cían no valía nada en comparación con lo que se
      producía en Occidente, que seguir practicando la
      medicina tradicional era muestra de superstición,
      que su poderío militar no era más que un recuerdo
      del pasado, que sus grandes hombres a los que
      habían aprendido a venerar, los grandes poetas,
      los sabios, los soldados, los santos, los viajeros, no
      significaban nada para el resto del mundo, que su
      religión era sospechosa de barbarie, que sólo unos
      cuantos especialistas estudiaban ya su lengua mien-
      tras que ellos tenían que estudiar las lenguas de los
      demás si querían sobrevivir, trabajar y mantenerse
      en contacto con el resto de la humanidad...
      Sí, en cada paso que dan en la vida chocan con una
      decepción, una desilusión, una humillación. ¿Có-
      mo no van a sentir que su identidad está amenaza-
      da? ¿Cómo no van a tener la sensación de que
      viven en un mundo que les pertenece a los otros,
      que obedece a unas normas dictadas por los otros,
      un mundo en el que ellos tienen algo de huérfa-
      nos, de extranjeros, de intrusos, de parias? ¿Cómo
      evitar que algunos tengan la impresión de que lo
      han perdido todo, de que ya no tienen nada que
      perder, y lleguen a desear, al modo de Sansón, que
      el edificio se derrumbe, ¡oh, Señor!, sobre ellos y
      sus enemigos?16

      Que queden estas palabras de un escritor que ha vivido entre dos mundos, el occidental y el oriental, para recordarnos cómo es necesario fortalecer el trabajo de quienes hacen valer el uno a uno de los que somos humanidad. Defender derechos humanos en esta hora no nos ahorrará momentos de amargura, pero es en la aparente sencillez de esta tarea local y doméstica donde se va reconstruyendo el telar de la memoria, el tejido social que a todos nos acoge, donde se tienden los puentes del diálogo entre los agraviados de hoy y los perdonados de mañana, entre los justos de todos los tiempos, para, como decía y hacía Íñigo de Loyola, "en todo amar y servir".
      Muchas gracias.

* Conferencia impartida en la Universidad Iberoamericana Torreón durante la Semana Ignaciana el 18 de octubre de 2001.

Notas
1 Al día siguiente de pronunciada esta conferencia, moría asesinada la defensora de derechos humanos Digna Ochoa y Plácido, quien destinó muchos años al servicio de los más vulnerables como abogada del Centro Pro.
2 Mario Vargas Llosa, Mural, Guadalajara, 15/X/2001, Columna Piedra de Toque, "Viaje a las tinieblas", p. 22.
3 Umberto Eco y Carlo Maria Martini, traducción y prólogo de Esther Cohen, Taurus, México, primera reimpresión, 1996, p. 39.
4 Carlo Maria Martini, op. cit., p. 99.
5 Umberto Eco, op. cit., pp. 103­107.
6 La Jornada, 17/09/01, "Sin alternativa la lucha contra el terrorismo, estiman escritores y científicos estadounidenses", p. 7. El comentario lo hizo al diario alemán Wel am Sonntag.
7 La Jornada, op. cit. El semanario es Die Zeit y la columna referida debía publicarse el mismo 17 de septiembre.
8 Público, Guadalajara, Jal., 16/09/01.
9 Rector de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas de San Salvador, asesinado con cinco de sus compañeros y dos asistentes el 16 de noviembre de 1989.
10 El padre Kolvenbach cita el discurso de Ignacio Ellacuría "La tarea de una universidad católica", pronunciado en la Universidad de Santa Clara, el 12 de junio de 1982, donde dice: "La Universidad es una realidad social y una fuerza social, marcada históricamente por lo que es la sociedad en la que vive y destinada a iluminar y a transformar, como fuerza social que es, esa realidad en la que vive y para la que debe vivir."
11 A sus nombres se une hoy el de Digna Ochoa, defensora mexicana cuya muerte, el 19 de octubre de 2001, estuvo precedida de amenazas e intimidaciones contra ella y el Centro Pro Juárez, A.C.
12 En Ecuador el ejército no entra ni en cuestiones de seguridad ciudadana ni en el combate al narco.
13 Los datos acerca del Ecuador los obtuve de una visita que realicé del 19 al 22 de septiembre de 2000 como parte de una misión de la Federación Iberoamericana de Ombudsman, para participar en un foro en la FLACSO Ecuador y en un encuentro con diputados de la Comisión de Derechos Humanos del Congreso de ese país.
14 Amin Maalouf, Identidades asesinas, Alianza Editorial, Madrid, 1999, traducción de Fernando Villaverde, p. 100 y ss.
15 Tomás Eloy Martínez radica en Estados Unidos y es autor, entre otros libros, de Santa Evita; su texto se titula "Los que no están con nosotros están con el terrorismo", Público, 4/10/2001, p. 36, Guadalajara.
16 Amin Maalouf, op. cit., p. 90­91.

 

La muerte digna*
María Guadalupe Morfín Otero

Triste noticia la de la muerte de Digna Ochoa. Digna muerte la de una defensora de derechos humanos. Innecesaria, cruel, brutal forma de hacer morir. Anunciada muerte frente a cuyas migajas en el sendero, precedida serie de amenazas contra ella y otros defensores y defensoras, muchos bajaron la guardia. Queremos saber quiénes.
      Ningún servicio se le hace al Estado mexicano con esta muerte. Al contrario, con ella y sus complejas significaciones y mensajes, se agostan los caminos jurídicos, pacíficos y constitucionales para resolver la agenda pendiente de la justicia hacia los agraviados por violaciones a derechos fundamentales, que sería camino de certidumbre hacia la paz. Leales servicios al Estado democrático de derecho hacen quienes ejercen su labor en defensa de valores esenciales para la vida colectiva respaldados con la fuerza ética y vinculante de los instrumentos internacionales reconocidos constitucionalmente y con la constitución misma y las leyes secundarias. Gratuitos y subsidiarios servicios prestan los defensores, que suplen muchas veces lo que las instituciones oficiales estarían obligadas a realizar. Servicios a los que se suele responder con la intimidación, la estigmatización, la tortura -Digna Ochoa lo padeció y logró escapar milagrosamente en octubre de 1999- y finalmente, con la muerte. Los defensores se han visto obligados a mendigar (y aquí no es innoble para quienes lo piden y exigen, sino para quien ha dejado de tener la iniciativa de hacerlo, siendo su deber) protección para los integrantes del mismo Estado al que sirven, que por cierto, no es monolítico ni unipartidista. Digna Ochoa defendía entre otros, derechos de campesinos ecologistas de Guerrero; se supone que su seguridad recaía en personal de la Procuraduría del Distrito Federal; entre las autoridades que afectaban sus varios casos de defensa -servidores públicos señalados por probables violaciones a derechos humanos- estaban civiles y militares; su labor de paciente integración de expedientes bien documentados afectaba también poderosos intereses económicos. Sus amenazas y agravios los comenzó a recibir durante la anterior administración federal. ¿Por dónde empezar a buscar? ¿Por qué comenzar precisamente ahora, que ha muerto, y no durante la integración de las denuncias penales que para proteger su integridad fueron iniciadas? Finalmente ha muerto.
      Pero la muerte, oh paradoja, no es un asunto final. A la muerte de Digna se habrá de responder con una intensificación en el compromiso de velar por los valores convivenciales que ella defendía: el respeto al debido proceso legal, la certidumbre del cumplimiento de garantías para indiciados, el derecho a la reparación del daño para víctimas y agraviados; hacer letra viva lo que el Ejecutivo y el Senado aprueban, firman y ratifican: convenios, acuerdos, tratados, declaraciones de derechos humanos a las que el Estado mexicano se adhiere si pretende formar parte de la comunidad de los que tienen conciencia de la dignidad humana.
      La muerte de Digna Ochoa será fecunda.
      De eso no cabe la menor duda. Comienza su murmullo a ser torrente poderoso, como lo fue y lo sigue siendo el de Las Abejas de Acteal, el de los jesuitas asesinados en la UCA, en San Salvador, el de tantas y tantos otros precursores con los que estamos en deuda quienes disfrutamos en América Latina de algunos avances hacia democracias dignas de llamarse así.
      Que la muerte de Digna Ochoa no sea un final, nos corresponde a todos. La sociedad civil debe defender a sus defensores. Y esto compromete no sólo a los que hacen un trabajo desde organismos independientes, sino a las mejores mujeres y a los mejores hombres de todos los partidos. Por supuesto, a las instituciones del Estado, que han perdido, sin que figurara en nómina, sin que fuera reconocida con un cargo, a una de sus mejores.

* Publicado en Reforma y La Jornada el 21 de octubre de2001, y en Público el 22 del mismo mes.