Un suicido en Viesca, 1874
Cambios de mentalidad
a fines del siglo XIX

Laura Orellana Trinidad
  LAURA ORELLANA TRINIDAD
Licenciada en Sociología, maestra en Historia y candidata a doctora en Historia por la UIA Santa Fe. Profesora de tiempo en el Departamento de Humanidades de la UIA Laguna. Ha publicado Entre lo público y lo privado y como coautora, los manuales Investigación a tu
alcance 1, 2 y 3.

A don Jesús Mier se le ocurrió suicidarse en 1874. Esto sucedió a fines de octubre, aquí cerquita, en Viesca. Son los únicos datos que tenemos. No sabemos su edad, ni qué oficio ejercía, si era soltero o casado. Quizá estaba pasando por conflictos económicos, morales o sentimentales. Tal vez era poeta y en un impulso romántico, quiso imitar a su casi coterráneo Manuel Acuña, quien había realizado el mismo acto apenas el 6 de diciembre del año anterior. Lo que en verdad no ignoramos es que el hecho tuvo lugar un tiempo después de promulgarse las famosas Leyes de Reforma y que en este caso, resultaron imprescindibles para decidir el destino del cadáver de don Jesús.

 

      La posibilidad de sepultar decentemente el cuerpo inerte de Mier estuvo concatenada, por increíble que parezca, a los conflictos entre liberales y conservadores, entre la Iglesia y el Estado. Esto lo sabemos por la carta que el atribulado sacerdote de Viesca, Joseph María Acosta, envió al vicario foráneo Feliciano Cordero -de un rango superior a él- excusándose de sus obligaciones religiosas como sigue:

      Pongo en el superior conocimiento de U(sted) que
      el día cinco del presente mes se suicidó D. Jesús
      Mier y que felismente sali de todo compromiso en
      que pudiera tener cooperación como sacerdote
      catolico a tan funesto acontecimiento. No hasisti a
      el entierro, me escuse de sus funerales y cin embar-
      go de haberle dado sus parientes sepultura en el
      camposanto de esta villa yó no pude evitarlo por
      haberse abrogado la facultad de los camposantos al
      gobierno sentral
.1

      Hemos de suponer que el tipo de muerte de Jesús Mier levantó un revuelo en el pequeño poblado de Viesca. En esos tiempos toda la comunidad se conocía de una u otra manera. El padre Acosta señala que se "excusó" de los funerales, lo cual pudo haber implicado una gran angustia para los deudos. La historiadora Alma Victoria Valdés indica que en el siglo XIX no existía tanto la preocupación por la muerte física, sino por el peligro de fallecer en pecado. De los medios sacramentales de salvación "...dependía el destino del alma en el más allá".2 Por ello, un suicidio irrefutablemente conducía a fenecer sin un acto de contrición, confesión, comunión o extremaunción. Encima de todo lo anterior, el cuerpo del suicida no podía ser sepultado bajo la égida religiosa. Pero otros tiempos parecían asomarse -los cívicos- y el padre Acosta tuvo que acceder al entierro de don Jesús. Por eso añadía en la misiva mencionada: "En mi juicio el campo santo está violado lo que comunico en descargo de la obligacion que tengo de dar cuenta de las cosas adversas á la Yglesia" (sic).

 

   

      Los suicidas eran, entre otros, algunos de los segregados a los ritos mortuorios que la Iglesia Católica llevaba a cabo con sus fieles, y al parecer, esa situación fue la norma hasta muy avanzado el siglo XIX, como lo muestra este caso particular. Se aceptaba que:

      El derecho a la sepultura eclesiástica estaba reser-
      vado para los creyentes e incluía, además del sitio
      de entierro, todo lo que la religión acostumbra ha-
      cer por los que fallecían en la fe. Estos privilegios
      se negaban a los paganos y a los suicidas. Otros
      excluidos eran los muertos en duelo y los pecadores
      que habían fallecido impenitentes, sin mostrar se-
      ñales de contrición (....) Los manuales de exequias
      (advirtieron) a los párrocos sobre su deber de tomar
      en cuenta estas normas y de mantenerse informa-
      dos de las mismas ya que, si las prohibiciones se
      violentaban a "sabiendas, temeraria y presuntuosa-
      mente", ellos se hacían acreedores a la
      excomunión.3

      Sabemos que hasta antes de la Reforma, los camposantos en México eran propiedad de la Iglesia Católica, y en la mayoría de las ocasiones se encontraban ubicados en los atrios de las parroquias, siendo por eso, considerados un espacio sacro. El mismo nombre era un indicativo. Así, los sacerdotes eran quienes estaban al tanto de las personas que fallecían en la comunidad y de la posibilidad de su entierro. Sin embargo, en 1859 desde Veracruz, Benito Juárez lanza un decreto que pretendía el destierro de las almas hacia una geografía más mundana y cívica:

      Cesa en toda la República la intervención que en
      la economía de los cementerios, camposantos, pan-
      teones y bóvedas o criptas mortuorias ha tenido
      hasta hoy el clero, así secular como regular. Todos
      los lugares que sirven actualmente para dar sepul-
      tura, aun las bóvedas de las iglesias catedrales y de
      los monasterios de señoras, quedan bajo la inme-
      diata inspección de la autoridad civil, sin el conoci-
      miento de cuyos funcionarios respectivos no se
      podrá hacer ninguna inhumación.4

      El decreto expedido por Benito Juárez permitió a la familia del suicida exigir al párroco de Viesca un espacio para dar sepultura a su difunto. Empezaba a percibirse, con este decreto y otros más, un cambio de mentalidad, una relegación de lo religioso al ámbito individual, a los espacios privados. El suicidio, de ahí en adelante, sería un asunto personal.
      Normalmente la explicación de las Leyes de Reforma se reduce, en muchos libros de historia, a la expropiación de los bienes de la Iglesia por el Estado. Aparentemente consistió solamente en un cambio de poder económico y político. Pero en realidad se trastocaban formas cotidianas de existencia. Incluso, en algunos artículos de la Ley sobre Libertad de Cultos, tan breves que pudieran parecer menores, se modificaban elementos que eran cruciales para la vida de los pueblos. Un ejemplo es el uso de las campanas: éste se sometería a los reglamentos de policía, es decir, al gobierno. Sin embargo, el repicar de las mismas durante siglos cumplió la función de un medio de comunicación. La gente sabía -por la forma en que eran tocadas- cuándo había un sepelio, cuándo una fiesta patronal. Se calculaba la hora de acuerdo con las llamadas a misa. Anunciaban cualquier evento comunitario:

      El tañido de las campañas ordenaba el tiempo y la
      vida de las personas: "de las torres bajan las órde-
      nes que rigen el andar de la casa" (...) La modula-
      ción, el volumen y el ritmo de los tañidos de las
      "almas de bronce" variaba según fuera lo que se
      deseaba anunciar. El sonido adquiría matices de
      tristeza con motivo de desgracias o repicaba alegre-
      mente en ocasión de las festividades. El tono varia-
      ba igualmente cuando se advertía a los vecinos de
      algún peligro o de otro acontecimiento
      extraordinario.5

      Las leyes manifestaban, "en capullo", las ideas de modernidad que iban ganando terreno en la sociedad mexicana, poco a poco. Incluso puede observarse en el ya mencionado decreto de los camposantos, la incorporación de los nuevos conocimientos en materia de higiene pública que se estaban difundiendo en la época. Comenzaba a considerarse al cadáver como una materia en descomposición, repugnante y fuente de ansiedad y disgusto,6 de ahí que se exigiera que los nuevos panteones y cementerios "... estén fuera de las poblaciones, pero a una distancia corta: que se hallen situados, en tanto cuanto sea posible, a sotavento del viento reinante; que estén circuidos de un muro, vallado o seto y cerrados con puerta que haga difícil la entrada a ellos".7 El reino de los muertos debía estar separado del de los vivos.
      Hoy, cuando ni siquiera han transcurrido 150 años de aquel acontecimiento en Viesca, un suicida puede ser sepultado junto a un ferviente católico, un protestante o un agnóstico. Ya no interesa si murió en pecado, sino los motivos psicológicos que lo llevaron a ponerse en tal situación. Somos una sociedad más tolerante, cívica y globalizada, pero con lazos comunitarios muy endebles. Éstas son las paradojas de la modernidad.

1 Comunicación sobre un suicidio, Expediente 603 del Archivo Colonial María y Matheo de Parras, Coah. Se ha respetado la ortografía del documento, pero sí se le ha dado una puntuación para la mejor comprensión de la carta.
2 Valdés Alma Victoria, Testamentos, muerte y exequias. Saltillo y San Esteban al despuntar el siglo XIX. Colección Expedientes Itinerantes, UAC/Centro de Estudios Sociales y Humanísticos, México, 2000, p, 77.
3 López Juan Francisco, s.j., cit. en Valdés Alma Victoria, op. cit., pp.135 y 136.
4 Decreto del Gobierno "Declara que cesa toda intervención del clero en los cementerios y camposantos" en la página web de la Dirección General de Crónica Parlamentaria, Documentos para la historia, http:www.cddhcu.gob.mx/servddd/dochist/
5 Valdés Alma Victoria, op. cit., p. 112.
6 Thomas W. Laqueur al respecto señala lo siguiente: "... quisiera sugerir que el cementerio revela y es el resultado de dos características, distintas pero íntimamente relacionadas, de imaginar la muerte y la comunidad de los muertos en la modernidad. La primera tiene que ver específicamente con el cadáver. Absorbido cada vez más en el lenguaje de la medicina, de la higiene y de la química, insignificante metafísicamente, se volvió intolerablemente repugnante, básicamente por su descomposición material (...), conforme el cadáver en descomposición se volvía un objeto de atención científica, también se volvía una fuente de aguda ansiedad y disgusto...", en "Los lugares de los muertos en la modernidad", Hemeroteca virtual ANUIES: http://www.hemerodigital.unam.mx/ ANUIES
7 Decreto del Gobierno, loc. cit.