Exactamente
lo mismo

Daniel Herrera
  DANIEL HERRERA
Alumno de la licenciatura en Comunicación y miembro del taller literario de la UIA Laguna. Ha publicado en la antología Hoy no se fía.

Every night about eleven o'clock I go out.
Morphine

En mi vida llegué a conocer una mujer tan fea como la que estaba frente a mí, sencillamente espantosa: era la esposa de Arturo, a quien no había visto en diez años, desde que estudiábamos en la universidad. Después de clases paseábamos por la ciudad haciendo puntillosas observaciones a las nalgas y a las tetas de las mujeres; por las noches nos acercábamos a la zona de putas. Alguna vez Arturo contrajo ladillas y nunca más quiso volver. Pero antes de eso, por un tiempo, Arturo se enamoró de una de aquellas putas, creo que hasta le propuso matrimonio, él siempre se distinguió por prenderse de la primera mujer con la que se acostaba. Aunque no hay que ser injustos, yo también quedé enloquecido por otra puta. Ahora me doy cuenta de que no tenía la menor idea de lo que son unas buenas nalgas.

 

      El caso es que al penúltimo semestre de la carrera, abandoné todo lo que tenía que ver con los estudios. Y ahora, frente a mí, estaba Arturo (que si terminó la carrera), después de diez años, feliz, junto a su fea esposa, y yo no consigo saber por qué.
      Arturo se conserva como alguien que ha sido inundado de sangre y mierda, esa combinación perfecta que invade la vida, y aun así parece que todavía tiene ganas de esforzarse -yo sólo me esfuerzo por lograr que Laura tenga un orgasmo algunas noches-. Su mujer se -llamaba Carolina- era espantosa, realmente horrible: no paraba de sonreír mostrando dos enormes dientes frontales, unos dientes de caballo que no le permitían cerrar por completo la boca. Su cabeza estaba coronada por una masa de cabello sucio que se movía como una sola pieza, parecía como un trapo grisáceo que daba la impresión que se desprendería en cualquier momento. Ella destilaba un tenue olor amargo. Era un olor que se perdía entre aquellos que existen en algún súper, desde el cloro que emana del suelo hasta la fruta pútrida que es escondida entre los comestibles por los empleados.
      Y es que a Laura le gusta caminar por los pasillos de los supermercados: todos los domingos a las ocho de la noche, salimos de casa rumbo al súper; esto lo hemos hecho durante los seis años que llevamos juntos. A mí solamente me gusta observar la carnicería: cómo esas grandes hachas pueden destrozar tan fácilmente huesos, músculos y carne. A Laura sólo le agrada caminar por los pasillos, pero dice que nunca le ha guatado ir a las farmacias de los supermercados, prefiere comprar sus pastillas en la esquina, en la farmacia de la cuadra.
      Y ahora en el súper estábamos Laura y yo frente a Arturo y su gorda mujer, que sencillamente era espantosa y repugnante: su carne fofa, gelatinosa, se arremolinaba en todo su cuerpo; sus brazos eran impresionantes: la grasa caía sobre las muñecas, existía una separación y continuaba sobre las manos. La gordura de Carolina impedía notar su embarazo. Fue una gran sorpresa para Laura enterarse que la gorda esposa de Arturo llevaba algo que, lo más probable, sería tan desagradable como su madre.
      Según Laura, las mujeres cuando se embarazan, adquieren una belleza distinta, pero interesante. Carolina no había adquirido nada, sólo más gordura, seguro que lo que iba a nacer sería tan gordo como ella.
      Y Arturo seguía con una gran sonrisa, abrazando a su mujer, hablando fuertemente, como si quisiera que todo el supermercado se enterara de que la gorda que abrazaba tendrá un hijo. Todavía recuerdo que Arturo y yo hablábamos de las mujeres estúpidas que habitan las universidades: el único sueño de ellas es casarse con un bonito hombre, extranjero de preferencia, tener hijitos y esperar a que llegue del trabajo el marido para atenderlo como debe ser, para dejarse casi violar, porque a él le gusta escucharlas aullar de dolor.

 

      Ahora veo a Arturo con una mujer que no deja de sonreír como imbécil. Caro también hablaba, aunque muy poco, normalmente sólo lo hacia para recriminar cariñosamente a su marido: "¡Ay! Arturo de mi vida y de mi corazón", y algunas otras palabras, casi todas monosílabos, y todo aquello que salía de su boca tenía el tono o la entonación de las mismas mujeres de quienes Arturo y yo solíamos burlarnos, especialmente su risa, la risa era exactamente igual.
      Estábamos justo frente a la carnicería, habíamos caminado de la sección de frutas y legumbres, que fue donde nos encontramos a Arturo con su gorda Carito; se escuchaban los golpes de metal contra huesos, carne y madera, desatando a cada golpe, una y otra vez, una-y-otra-vez. En ese momento nos platicaba cómo fue que conoció a Carolinita: parece que trabajaban juntos en una oficina, un día ella no tenía quien la recogiera y Arturo se ofreció, y sucedió algo parecido, no puse demasiada atención a la historia de amor porque Laura hacía algo no muy usual en ella: observaba a la mujer con insistencia, como si quisiera introducirse en toda esa grasa. Sus ojos viajaban por todo el cuerpo de Carolinucha desde la panza hasta la cara, y de regreso, varias veces.
      Arturo seguía hablando y súbitamente me sentí agotado, no por la plática de mi amigo, tampoco por estar escuchando algo que no me interesaba en lo absoluto. No era un cansancio común, sino una sensación de hastío, pesada y repugnante, como si la vida completa cayera sobre mis hombros y se derramara hasta los pies.
      Me despedí precipitadamente, casi arrastrando a Laura que seguía escudriñando a la mujer. Por supuesto que Laura se molestó por mi actitud, pero pronto lo olvidó.
      Pasó una semana de hacer exactamente lo mismo. Quizá para cambiar un poco, ir al cine o ver algún programa de televisión, pero fuera de eso, Laura y yo no dejamos de hacer exactamente lo mismo. Este domingo, una vez más, a las ocho, fuimos al súper. Camino a la casa, Laura mencionó a la esposa de Arturo, sobre todo la cuestión del embarazo... Pasamos de largo la farmacia. Tres días antes Laura dejó de tomar las pastillas anticonceptivas.
      Tendremos uno o dos hijos y Laura también se pondrá gorda. Por mientras, esta noche cogeremos. Mañana regresaré a la oficina y no podré sacudirme nunca la sensación que me atacó en el súper: sensación de vacío, de pesadez, de muerte, de horror. No hay nada más que hacer.