Nota al pie
   sobre la jungla
   de los libros
     Jaime Muñoz Vargas
  JAIME MUÑOZ VARGAS
Licenciado en Ciencias de la Información y candidato a maestro en Historia. Investigador en el Archivo Histórico y profesor de asignatura en el Departamento de Humanidades y el de Integración de la UIA Laguna. Ha publicado, entre otros, El augurio de la lumbre, Pálpito de la sierra tarahumara y El principio del terror.

Sucede con frecuencia. Alguien me acaba de conocer, pregunta por mi oficio y le respondo que doy clases de literatura y que además, así sea mal, me dedico a escribir. A un porcentaje muy alto de mis interlocutores les parece simpática la confesión y de inmediato suelen agregar: "¿Has leído La era de la incomprensión de Harry McMillan?" La respuesta en esos casos es, también, muy frecuente. "No, no lo he leído". Tras esto, mi inquisidor hace un apunte sobre el libro y el autor, algo que puede sonar así: "McMillan es investigador de la Universidad Central Antropológica Asociada del Estado de Michigan y en su obra señala que la humanidad ha llegado a la etapa F/10­VK­4­X, es decir, que si no hacemos algo, dentro de algunos años desaparecerá la civilización. Es un libro muy interesante, te lo voy a prestar".
      Tal es, básicamente, la manera cómo suelen interrogarme cuando apenas se enteran de que tengo ciertos vínculos con la lectura. Por supuesto, en la mayoría de los casos, aparezco como un desinformado, como un lector no atento a los libros que merecen ser leídos. Para no entrar en polémicas, hasta ahora nunca me he atrevido a cuestionar nada, a decir, por ejemplo: "Esa teoría del profesor McDonald's o como se llame es una estupidez y corresponde cabalmente al libro que la acoge" o "esos libros no me interesan porque yo sólo leo literatura seria". No digo nada porque sería una necedad y un desperdicio de tiempo: quien lee esos libros no aceptará que es un bobo nada más porque yo lo contradigo, así que prefiero guardar silencio y afirmar "No, no lo he leído". Como ya dije, luego viene la amenaza de prestarme el volumen, pero eso, con frecuencia y por fortuna, ya no prospera, aunque me ha pasado que en ocasiones sí me lo enjaretan. En estos casos lo recibo, lo guardo un mes en casa y luego lo devuelvo con una nota de agradecimiento para evitar un examen oral sobre el contenido, algo que aproximadamente puede sonar de esta manera: "Leí con agrado La era de la incomprensión; el doctor McMillan me arrojó tremenda luz sobre el porvenir de la humanidad. Todos debemos hacer algo si no queremos llegar a la etapa F/10­VK­34­X".
      Basta pues que uno diga soy lector y escritor para que padezca el insulto de los malos libros. "¿Dónde puedo encontrar la novela El silencio de los inocentes?", me preguntó un ingenuo que vio la película y ahora quería leer aquel bodrio. "¿Qué has leído de Stephen King?", me interrogó otro que era fanático de ese autor de mamotretos inservibles (en cursiva pongo el adjetivo para enfatizar que es un epíteto y no un pleonasmo). "Acabo de comprar el libro de Armando Hoyos, me lo eché en una sentada, ¿quieres que te lo preste?", me amagaron alguna vez.


      Ante tal avalancha de nefastas recomendaciones, no queda otra que pensar en el dictamen de Borges sobre la imprenta (y que ahora podemos aplicar al Internet). El famoso ciego decía que aquella invención había hecho mucho daño a la humanidad, pues permitió la proliferación de los malos libros. Acaso con imprecisión, pero lo cito de memoria: antes de la imprenta sólo se copiaban los libros que merecían ser multiplicados; después, cualquiera pudo reproducir por miles sus infames páginas. Por supuesto, la aseveración del argentino parece, o es, exagerada, y él mismo tuvo que saberlo. Sin embargo encierra una buena dosis de verdad. ¿Cuánta basura se ha publicado desde que la imprenta llegó al mundo? Es imposible calcular la cifra, pero al ver las vitrinas y los anaqueles de hoy podemos darnos cuenta de que la peste bibliográfica ya pellizca los talones del Apocalipsis.
      Libros de autoayuda (Siéntase mejor en diez lecciones), esotéricos (El misterio de las pirámides), frívolos (Consejos de belleza de los pies a la cabeza), libros oportunistas de coyuntura política (¿Quién mató a Colosio?), libros con augurios terriblistas (El planeta rumbo al caos), biografías de los famosos (Lyn May por ella misma) y mucha, innumerable literatura de tercera división configuran el universo predominante en la oferta editorial. Considero en este apunte sobre la literatura de aeropuerto como le dicen ya sólo a los libros que se compran para el placer, es decir, excluyo todos aquellos volúmenes de referencia como enciclopedias, diccionarios, manuales, libros de texto, técnicos, etcétera, pues estos se ubican en un ámbito menos veleidoso del mercado, son libros que muchas veces se compran por obligación académica u ornamental.
      ¿Qué se puede hacer para evitar que la basura termine dominando el mercado editorial? Francamente no lo sé, y como van las cosas, parece que cada vez se deteriora más el gusto, tanto, que la mayor parte del público que tiene la suerte de saber leer (entrecomillo "saber leer") no puede distinguir entre Carlos Cuauhtémoc y Fernando Savater, por citar sólo el caso de dos intelectuales (bueno, realmente de uno nada más) que se dedican a escudriñar los grandes temas de la ética y la sociedad actuales.
      Para medir ahora la calidad de un sello editorial hay que pensar en la variedad de su oferta. Explico esto. En las décadas recientes, los medios de comunicación electrónicos han apostado por la estupidez en su oferta de entretenimiento y por el manipuleo en su barra informativa. Aunque los críticos se han empeñado en señalar esa falta de escrúpulos (recordemos a Sartori y su Homo videns), a los medios parece no importarles nada más que la ganancia. Tanto, que ya nos acostumbramos a difusoras de radio con música basura todo el día y dos o tres noticieros supuestamente serios, a televisoras con programas vomitivos las 24 horas y cero propuestas inteligentes. Los electrónicos, pues, según mi teoría marca Acme, son los medios que han trabajado el gusto del gran público y lo han convertido en una viscosa mezcolanza de temas que no elevan la sensibilidad de una persona, ni siquiera a la altura de los tobillos. A estas horas ya nadie le censura a los medios el fomento de la imbecilización que cumplen con puntual responsabilidad, pero a los editores, difícilmente les perdonamos la publicación de escoria.
      En este escenario no existe una sola editorial comercial en el mundo que no le entre, mucho o poco, al juego de las publicaciones descafeínadas. Hay decenas de casos. Las editoriales poderosas y serias, para sobrevivir en el mercado carnicero en el que vivimos, tienen sellos de combate, colecciones que buscan al lector de bajo esfuerzo. Con estos libros, las editoriales bien nacidas logran su ganancia de empresas y, si queda tiempo y dignidad, mantienen sellos serios, aquellos que sacarán a Saramago, a Fuentes, a Eco, a Benedetti, a Piglia, para referirme nomás a sólo unos cuantos campeones de la literatura contemporánea.
 

      ¿Es digno o indigno que una editorial publique literatura de consumo fácil? Depende. Si hace eso por sistema, por vocación, por voracidad monetaria, entonces no es una editorial, sino un expendio de papel impreso. Si en cambio, una empresa de este giro mantiene series de simple digestión y al lado grandes obras, entonces, me parece, la dinámica se inscribe en el puro instinto de conservación. En otras palabras, nadie sobrevive sólo con Saramago, y es necesario meter junto al autor lusitano una o dos obritas sobre el beneficio de la musicoterapia hindú para que la empresa no naufrague. Por supuesto hay límites. Una editorial seria, por muy apurada que esté, podrá publicar un libro basura, pero al menos, respetará la calidad del objeto, la edición, la belleza del libro.
      Paso ahora, velozmente, a considerar el volátil elemento del buen gusto al momento de seleccionar un libro. He dicho siempre que el mejor parámetro para saber si un libro vale o no es su uso en la academia, en la universidad. Rulfo es indiscutiblemente necesario, indiscutiblemente recomendable, indiscutiblemente bueno, simplemente porque en este momento está siendo leído en las mejores universidades del mundo. Onetti es un autor de gran tamaño por el simple hecho de que en torno a su figura se celebran seminarios y coloquios en los más exigentes círculos académicos del planeta. Og Mandino, Joaquín Lara Castilla, Morris West, Richard Bach y toda esa fauna son autores de segunda o de tercera división, es decir, despreciables para un lector aguzado, simplemente porque nunca van a ser tomados en serio en ninguna universidad digna de ese nombre. Podemos entrar al terreno de la subjetividad, es cierto, pero nadie aquí logrará convencerme que en la Sorbona o en Cornell o en la UNAM o en la UAC se podrá algún día organizar un foro sobre la figura de ese gran intelectual llamado Carlos Cuauhtémoc Sánchez. Eso es imposible, tan imposible como lograr que Pinochet lea con afecto la obra del Che Guevara.
      Hay que tener cuidado en suma con las recomendaciones. Hay que leer reseñas en buenas revistas, hay que afinar el olfato, hay que abrir con desconfianza los libros de autores desconocidos, hay que pedir consejo al que sabemos que sabe, no a cualquier hijo de vecino. Sobre todo, hay que buscar libros, hay que salir a comprarlos sin temor, incluso con el riesgo de equivocarnos. Recordemos a Gabriel Zaid, que en un libro titilado Los demasiados libros nos comenta que

La gente que quisiera ser culta va con temor a las librerías, se marea de ver la inmensidad de lo que no ha leído, compra algo que le han dicho que es bueno, hace el intento de leerlo, sin éxito, y cuando tiene ya media docena de libros sin leer, se siente tan mal que no se atreve a comprar otros./ En cambio, la gente verdaderamente culta, es capaz de tener en su casa decenas y hasta cientos de libros que no ha leído, sin perder el aplomo, sin dejar de seguir comprando más./ (porque) Toda biblioteca personal es un proyecto de lectura, (como) dice el aforismo de José Gaos.

      Hay que seguir comprando libros, en efecto, y hay que hacerlo cada vez con el ojo más afinado. Tenemos tan poco tiempo que debemos defenderlo de los malos libros. Y si alguien tiene dudas, si todavía no sabe cómo hacerle para leer obras de calibre subido, pues que busque a los clásicos y se olvide de todo lo demás. Un libro que ha sobrevivido tres, cuatro, cinco siglos, infaliblemente es bueno. En resumen, ¿qué puede hacer La era de la incomprensión de Harry McMillan frente a la Celestina? Nada, ni cosquillas, y la pura comparación me parece una blasfemia tan obscena que más vale concluir este apunte antes de continuar por ese camino.
Torreón, 28, marzo y 2001

A