Nota al pie
de los libros Jaime Muñoz Vargas |
||||
JAIME MUÑOZ VARGAS
Licenciado en Ciencias de la Información y candidato a maestro en Historia. Investigador en el Archivo Histórico y profesor de asignatura en el Departamento de Humanidades y el de Integración de la UIA Laguna. Ha publicado, entre otros, El augurio de la lumbre, Pálpito de la sierra tarahumara y El principio del terror. |
Sucede con frecuencia. Alguien me acaba
de conocer, pregunta por mi oficio y le respondo que doy clases de literatura y que además,
así sea mal, me dedico a escribir. A un
porcentaje muy alto de mis interlocutores les
parece simpática la confesión y de inmediato
suelen agregar: "¿Has leído La era de la
incomprensión de Harry McMillan?" La respuesta en
esos casos es, también, muy frecuente. "No, no
lo he leído". Tras esto, mi inquisidor hace
un apunte sobre el libro y el autor, algo que puede sonar así: "McMillan es investigador de
la Universidad Central Antropológica
Asociada del Estado de Michigan y en su obra
señala que la humanidad ha llegado a la etapa
F/10VK4X, es decir, que si no
hacemos algo, dentro de algunos años desaparecerá
la civilización. Es un libro muy interesante, te
lo voy a prestar".
Ante tal avalancha de nefastas recomendaciones, no queda otra que pensar en el dictamen de Borges sobre la imprenta (y que ahora podemos aplicar al Internet). El famoso ciego decía que aquella invención había hecho mucho daño a la humanidad, pues permitió la proliferación de los malos libros. Acaso con imprecisión, pero lo cito de memoria: antes de la imprenta sólo se copiaban los libros que merecían ser multiplicados; después, cualquiera pudo reproducir por miles sus infames páginas. Por supuesto, la aseveración del argentino parece, o es, exagerada, y él mismo tuvo que saberlo. Sin embargo encierra una buena dosis de verdad. ¿Cuánta basura se ha publicado desde que la imprenta llegó al mundo? Es imposible calcular la cifra, pero al ver las vitrinas y los anaqueles de hoy podemos darnos cuenta de que la peste bibliográfica ya pellizca los talones del Apocalipsis. Libros de autoayuda (Siéntase mejor en diez lecciones), esotéricos (El misterio de las pirámides), frívolos (Consejos de belleza de los pies a la cabeza), libros oportunistas de coyuntura política (¿Quién mató a Colosio?), libros con augurios terriblistas (El planeta rumbo al caos), biografías de los famosos (Lyn May por ella misma) y mucha, innumerable literatura de tercera división configuran el universo predominante en la oferta editorial. Considero en este apunte sobre la literatura de aeropuerto como le dicen ya sólo a los libros que se compran para el placer, es decir, excluyo todos aquellos volúmenes de referencia como enciclopedias, diccionarios, manuales, libros de texto, técnicos, etcétera, pues estos se ubican en un ámbito menos veleidoso del mercado, son libros que muchas veces se compran por obligación académica u ornamental. ¿Qué se puede hacer para evitar que la basura termine dominando el mercado editorial? Francamente no lo sé, y como van las cosas, parece que cada vez se deteriora más el gusto, tanto, que la mayor parte del público que tiene la suerte de saber leer (entrecomillo "saber leer") no puede distinguir entre Carlos Cuauhtémoc y Fernando Savater, por citar sólo el caso de dos intelectuales (bueno, realmente de uno nada más) que se dedican a escudriñar los grandes temas de la ética y la sociedad actuales. Para medir ahora la calidad de un sello editorial hay que pensar en la variedad de su oferta. Explico esto. En las décadas recientes, los medios de comunicación electrónicos han apostado por la estupidez en su oferta de entretenimiento y por el manipuleo en su barra informativa. Aunque los críticos se han empeñado en señalar esa falta de escrúpulos (recordemos a Sartori y su Homo videns), a los medios parece no importarles nada más que la ganancia. Tanto, que ya nos acostumbramos a difusoras de radio con música basura todo el día y dos o tres noticieros supuestamente serios, a televisoras con programas vomitivos las 24 horas y cero propuestas inteligentes. Los electrónicos, pues, según mi teoría marca Acme, son los medios que han trabajado el gusto del gran público y lo han convertido en una viscosa mezcolanza de temas que no elevan la sensibilidad de una persona, ni siquiera a la altura de los tobillos. A estas horas ya nadie le censura a los medios el fomento de la imbecilización que cumplen con puntual responsabilidad, pero a los editores, difícilmente les perdonamos la publicación de escoria. En este escenario no existe una sola editorial comercial en el mundo que no le entre, mucho o poco, al juego de las publicaciones descafeínadas. Hay decenas de casos. Las editoriales poderosas y serias, para sobrevivir en el mercado carnicero en el que vivimos, tienen sellos de combate, colecciones que buscan al lector de bajo esfuerzo. Con estos libros, las editoriales bien nacidas logran su ganancia de empresas y, si queda tiempo y dignidad, mantienen sellos serios, aquellos que sacarán a Saramago, a Fuentes, a Eco, a Benedetti, a Piglia, para referirme nomás a sólo unos cuantos campeones de la literatura contemporánea. |
|||
¿Es digno o indigno que una editorial publique literatura de consumo fácil?
Depende. Si hace eso por sistema, por vocación,
por voracidad monetaria, entonces no es una editorial, sino un expendio de papel
impreso. Si en cambio, una empresa de este giro mantiene series de simple digestión y al
lado grandes obras, entonces, me parece, la
dinámica se inscribe en el puro instinto de
conservación. En otras palabras, nadie
sobrevive sólo con Saramago, y es necesario
meter junto al autor lusitano una o dos obritas sobre el beneficio de la musicoterapia
hindú para que la empresa no naufrague. Por
supuesto hay límites. Una editorial seria,
por muy apurada que esté, podrá publicar un
libro basura, pero al menos, respetará la
calidad del objeto, la edición, la belleza del libro.
Paso ahora, velozmente, a considerar el volátil elemento del buen gusto al momento de seleccionar un libro. He dicho siempre que el mejor parámetro para saber si un libro vale o no es su uso en la academia, en la universidad. Rulfo es indiscutiblemente necesario, indiscutiblemente recomendable, indiscutiblemente bueno, simplemente porque en este momento está siendo leído en las mejores universidades del mundo. Onetti es un autor de gran tamaño por el simple hecho de que en torno a su figura se celebran seminarios y coloquios en los más exigentes círculos académicos del planeta. Og Mandino, Joaquín Lara Castilla, Morris West, Richard Bach y toda esa fauna son autores de segunda o de tercera división, es decir, despreciables para un lector aguzado, simplemente porque nunca van a ser tomados en serio en ninguna universidad digna de ese nombre. Podemos entrar al terreno de la subjetividad, es cierto, pero nadie aquí logrará convencerme que en la Sorbona o en Cornell o en la UNAM o en la UAC se podrá algún día organizar un foro sobre la figura de ese gran intelectual llamado Carlos Cuauhtémoc Sánchez. Eso es imposible, tan imposible como lograr que Pinochet lea con afecto la obra del Che Guevara. Hay que tener cuidado en suma con las recomendaciones. Hay que leer reseñas en buenas revistas, hay que afinar el olfato, hay que abrir con desconfianza los libros de autores desconocidos, hay que pedir consejo al que sabemos que sabe, no a cualquier hijo de vecino. Sobre todo, hay que buscar libros, hay que salir a comprarlos sin temor, incluso con el riesgo de equivocarnos. Recordemos a Gabriel Zaid, que en un libro titilado Los demasiados libros nos comenta que La gente que quisiera ser culta va con temor a las librerías, se marea de ver la inmensidad de lo que no ha leído, compra algo que le han dicho que es bueno, hace el intento de leerlo, sin éxito, y cuando tiene ya media docena de libros sin leer, se siente tan mal que no se atreve a comprar otros./ En cambio, la gente verdaderamente culta, es capaz de tener en su casa decenas y hasta cientos de libros que no ha leído, sin perder el aplomo, sin dejar de seguir comprando más./ (porque) Toda biblioteca personal es un proyecto de lectura, (como) dice el aforismo de José Gaos. Torreón, 28, marzo y 2001
A |